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Manos Tatuadas

Manos Tatuadas

Todo llega... me voy de vacaciones. Pero, para los que paséis por aquí en mi ausencia, os dejo un relato de mar, especialmente para mis amigos Carlos y María Ángeles. Yo me voy a cargar las pilas y buscar nuevas historias. A partir del 9 de septiembre espero volver a contarlas.

 

"Nuestras vidas son los ríos

que van a dar en la mar,

que es el morir".

(Jorge Manrique, "Coplas por la muerte de su padre")

 

 

 

 

 

 

 

Invisibilidad. Es un concepto que desde hace décadas ronda mi cabeza y ahora se hace presente. Mientras los campos desaparecen tras la ventanilla del tren sólo mi rostro encuentra reflejo en el espejo imperfecto del doble cristal. Una cortina de lluvia me aísla del universo exterior ocultando al mundo mi propia invisibilidad. Sin embargo, el vidrio moteado me devuelve la imagen de unos ojos oscuros, reconcentrados y taciturnos que censuran mis labios, en los que la risa es sólo un extraño invitado.


Mientras el tren arrastra sus vagones entre montañas y llanuras, busco respuesta a la pregunta que durante años ha martilleado mi conciencia. Ahora que mi padre me llama quiero saber por qué lo hace pero, por encima de todo, quiero averiguar la causa de su desprecio. Por qué no impidió mi marcha y por qué, a lo largo de todos estos años, no ha sido capaz de enviar una carta, una llamada de teléfono, un recuerdo a través de mis hermanos. Es como si me hubiera excluido de su vida. Es más, parece que para él jamás hubiera existido.


Desde que tengo memoria, he sido una extraña para él. Mi presencia siempre le ha incomodado. Sin embargo, una vez alcanzada la madurez, me he dado cuenta de que quizá anhelara obviar mi nacimiento. Para él sólo fui un accidente de la naturaleza. Un desliz imperdonable por parte de mi madre, que concibió una sola hija después de ocho varones llamados a surcar los océanos junto a un padre duro y curtido por la mar. Una niña que, además de ser una boca más que alimentar, ni siquiera haría compañía a su esposa, que falleció al alumbrarme. Una pequeña que, desde la cuna, fue criada al calor de otros brazos y al amparo de la lumbre que la abuela Isabel alimentaba durante las largas noches de invierno.

En cualquier caso, las manos que me acunaron nunca lograron suplir la carencia de una madre ni consiguieron que mi padre -casi siempre ausente- superara la muerte de su esposa. Durante años, nadie osó pronunciar su nombre, ni recordar su memoria, ni mencionar anécdota alguna relacionada con ella. Así crecí, sin conocerla. No supe nunca si me deseó, si me quiso, o siquiera si llegó a conocerme.

El traqueteo del tren ejerce sobre mi un influjo benéfico que me adormece y conduce a un nivel más allá de la conciencia, en el umbral del sueño. Allí donde la realidad sucumbe ante un universo onírico, trato de recordar escenas de una infancia ya olvidada. Esa época en la que Manuel.... las ausencias de Manuel, más bien, marcaban nuestro tiempo. Entonces todavía le respetaba y, en la soledad de mi niñez invisible, lo llamaba papá. Sin embargo, para todos nosotros Manuel era usted y padre. Siempre ausente, en viajes eternos que parecían no tener fin y que, además, configuraban el calendario que regía nuestras vidas.

Manuel Gaztambide, el hombre que nunca fue niño y se enfrentó al mar antes que a la vida, vivía historias imposibles en universos inimaginables, con personajes que -a través de sus relatos- adquirían tintes heroicos. Mi padre, cuyos regresos marcaban la llegada de un nuevo tiempo, viajaba siempre al albur de los elementos. El viento del norte conducía su barco desde el Gran Sol hasta la costa cantábrica para después bregar con las marejadas del Golfo de Vizcaya. Desde el cabo oriental de la bahía mis ojos de niña invisible avistaban el Goizeko Izarra*, un barco de altura con las bodegas cargadas de pescado. Haciendo honor a su nombre, arribaba a puerto con las primeras luces del alba. A esas horas, la lonja despertaba de su nocturno letargo a la espera de los cargamentos que más tarde llegarían y serían subastados entre gritos, disputas y apuestas.

Mientras yo corría por las estrechas calles del Casco Viejo sorteando los puestos de flores y verduras de las caseras, un nuevo temor se abría paso en mi mente. Mi padre volvería a ignorarme, como siempre había hecho. En mi alma infantil la desazón pesaba mucho más que las plúmbeas cajas de madera colmadas de pescado que el avezado lobo de mar ya empezaba a descargar en el puerto. Con el corazón encogido y luchando entre dos sentimientos -el del amor a un padre que echaba de menos y el del miedo a enfrentarme nuevamente a Manuel- recorría el largo paseo que conduce hasta el puerto buscando el mástil del Goizeko. Desde lo más alto, mi padre alentaba a mis hermanos y a sus hombres mientras las bodegas del barco regurgitaban su carga de bacalaos.

Durante todos estos años, el recuerdo de mi padre ha ido siempre unido a una mezcla de olores en la que destaca la estela salobre del mar, los efluvios del pescado y ese leve aroma a loción de afeitado que, según me cuentan, mi madre le regalaba cada año por Navidad y que, primero mi abuela Isabel y después yo misma, hemos seguido comprando para él.

Ni la distancia ni el paso del tiempo han logrado diluir la fuerza de esa evocación. Ahora mismo, mientras dormito en un tren de última generación que inexorablemente me conduce a casa, rememoro una vez más ese aroma inconfundible. Manuel, el padre que yo conocí, no el que ahora describen mis hermanos, era alto como una torre y fuerte como el viento del Cantábrico. Cuando tras la temporada de pesca descansaba en el hogar degustando el txakolí[2] que la abuela había preparado para él con las hondarribi zuri[3] adquiridas en alguno de los caseríos cercanos, yo me sentaba en el suelo, junto a sus piernas, para escuchar los relatos de aquel hombre que era, al mismo tiempo, un extraño y el ser anhelado. Sólo en aquellos momentos, cuando mis hermanos vagaban sin rumbo por los bares del casco viejo, Manuel volvía a ser mi padre. Sus manos, con las palmas laceradas por las cuerdas y las huellas del mar tatuando su piel, acariciaban mi cabello de forma inconsciente. Yo permanecía inmóvil, aguantando la respiración, para que nada alterara esa efímera armonía. Manuel hablaba de luchas desiguales entre el hombre y los elementos, de arduos enfrentamientos con la naturaleza para, con mucho esfuerzo, arrancarle sus frutos. Eran días de felicidad. No había escuela, familia o amigos: yo sólo existía por y para mi padre.

Pero Manuel pronto volvía a la faena. El duro lobo de mar me hurtaba la mirada y las saladas y amargas lágrimas de la despedida empañaban la visión del Goizeko Izarra levando anclas rumbo a nuevas aventuras en mares cada vez más ajenos y distantes. Con cada despedida, yo moría un poquito más. De nuevo volvía a estar sola y vacía. Tal y como había estado siempre. Porque su presencia ejercía el efecto de un espejismo. A pesar de que nunca se ocupaba de mí, su fortaleza y su seguridad llenaban mis sentidos a través de esa mano -entrañable para mí, implacable para el resto-, vehículo de sentimientos y dulce instrumento de tortura. La intensidad de esos momentos hacía que la posterior ausencia fuera aún más insoportable. Y pasaban meses en los que no toleraba caricias que lavaran el calor de aquellas manos fuertes y vigorosas que, sin embargo, soportaban el dolor de quien, a la luz de mis ojos, era ya un anciano.

Mientras bullo inquieta en el asiento tratando de no despertar a mi compañero de viaje, me niego a aceptar los hechos que mi propia madurez ha puesto al descubierto. Ahora, cuando la soledad es alma gemela que camina a mi lado, acierto a comprender la constante ansiedad del marinero que retornaba a tierra para encontrar una niña exigente y consentida, en lugar de su esposa, que siempre dio sin esperar nada a cambio. Algo a lo que Manuel no podía dar respuesta porque los jirones de amor que mi madre dejó al morir desaparecieron bajo las paladas de tierra que cubrieron su cuerpo.

Mi abuela Isabel ha intentado explicarme muchas veces por qué mi padre dejó de ser un joven alegre y lleno de ilusión para convertirse en un hombre amargado, lleno de rencor y en lucha consigo mismo. Así, la necesidad de ocuparse de un bebé recién nacido que constantemente le recordaba la pérdida pudo más que la sangre y lo alejaron para siempre de mi vida.

Manuel, con cada nueva singladura, emprendía un viaje a ninguna parte que siempre iba un poco más allá y duraba más tiempo. Parecía como si esa lejanía impuesta fuera el bálsamo que su cansado espíritu necesitaba. Cuando mis hermanos estuvieron en edad de unirse a él, mi padre botó su propio barco y emprendió una particular travesía de despedida, que está a punto de culminar.

Mientras la lluvia se desliza desde el techo, cruzando los cristales para pintar estelas multicolores, intento recordar de qué manera los viajes de Manuel.... los relatos de Manuel, más bien, contribuyeron a hacer de mí lo que hoy soy. Durante mi adolescencia y posterior vida adulta no he podido olvidar aquellas largas noches ante el fuego escuchando cómo Manuel desgranaba palabras y sonidos que conformaban un relato fantástico sobre otros hombres y lugares tan exóticos como lejanos.

Llegado el tiempo de elegir mi destino, el periodismo fue la mejor opción. El tiempo y la distancia me han enseñado que, durante todos aquellos años, Manuel me indujo a escapar. A huir de una realidad que no me complacía y que era incapaz de cambiar. Él eligió la mar. La escritura es mi barco, un folio mi vela, y la pluma mi timón. En ella mezo mis sueños intentando hilvanar historias de lugares y personas que otros jamás conocerán.

A lo largo de los últimos quince años, el mundo ha sido mi casa. Un cuaderno, un teléfono, mi ordenador portátil y una pequeña maleta me han acompañado, cual fieles compañeros de viaje, a lo largo y ancho del Planeta. Bosnia, Kosovo, Chechenia, Afganistán no son sólo lugares en un mapa. Para mí tienen nombres y apellidos de personas y amigos que perdieron la vida por causas olvidadas. Todo ello me dejó un poso de amargo resquemor y desesperanza.

Esa desesperanza encontró un buen caldo de cultivo en las carencias heredadas de mi infancia, de manera que fue cuajando en mi ser a medida que crecía y los viajes de Manuel continuaban. Fruto de todo ello, soy lo que soy: una mujer incapaz de amar. De nadie pude aprender. Mi padre nunca supo darme el cariño que, a veces intuyo, en algún momento tuvo que sentir. Mis hermanos vivieron para la mar. Mi abuela, que fue sin duda el puntal de mi niñez, tampoco me demostró el amor que su corazón albergaba. Como todas las mujeres de mi familia, la expresión de los sentimientos era un signo de debilidad que se aprendía a doblegar desde la infancia y que sólo en la vejez aparecía, cuando la edad justifica ya cualquier capricho.

En esa dura escuela nunca tuve un espejo en el que reflejarme. Así, cuando Saúl entró a formar parte de mi vida, la espontánea manifestación de amor por mi parte se convertía en una ardua tarea que tamizaba la acción transformándola en un artificio que, no por buscado, tenía escaso valor. No obstante, sus atenciones primero, su cariño después y finalmente su amor, han ido poco a poco haciéndose hueco en mi interior hasta derretir el hielo que me atenaza y que agria mi carácter.

Mientras el tren arrastra su estela camino del mar, no consigo imaginar a qué responde la llamada de mi padre, que me busca pasados tantos años y con quien ya nada me une. Sin embargo, una y otra vez releo la carta que Manuel envió y que, a través de dos continentes, ha seguido mi rastro. Rota por las esquinas tras un viaje constante y sobada por manos ajenas, las palabras que contiene encadenan una preocupación que se agarra a mi corazón como nadie jamás lo hizo. Ni siquiera Saúl, mi amigo, mi amante, mi mentor. Ese hombre que, de vez en cuando, me invita a recordar la esencia de mi vida y, por breves instantes, me hace sentir el amor que creía extinguido. La caligrafía que llena páginas amarillentas, rebelde e indómita, muestra un hombre, joven todavía (Manuel nunca lo fue durante mi niñez), que recala en tascas y tabernas. Un hombre que ha abandonado la mar. Un hombre encerrado en sí mismo, con la sola compañía de un pequeño perro blanco, compañero de copas y soledad.

Cuando el viaje de toda una vida parece tocar a su fin, vuelve su corazón hacia mí: la hija invisible, ignorada y que, hace décadas, renunció al amor de su padre. Una renuncia fruto de los sucesivos viajes que, con cada nueva partida, aplastaban viejas y vanas ilusiones en una muerte amarga e inevitable.

Una mano me acaricia el pelo rozando apenas mi frente. Su calor penetra a través de mis poros y atiza un corazón tan frío como el acero. Curtido a partir del dolor y apenas reconocido. Las lágrimas atraviesan mis párpados mientras Saúl libera su mano y acaricia la mía tratando de consolarme. Han sido tantas las veces en las que ha compartido conmigo ese vacío que ahora también sufre la angustia que me produce la ansiedad del encuentro ineludible. El tren, mientras, continúa su largo camino a casa.

Saúl, mi confidente, mi amigo, mi amante, mi padre. Durante años, fue él quien me enseñó las tácticas básicas de supervivencia, quien me introdujo en la tribu y me enseñó su código. Es él quien durante todos estos años, convertido en mi alter ego, me ha acompañado otorgándome el generoso regalo de su amor. Sin él, mis relatos de los mundos vividos hubieran sido distintos. Sólo gracias a su amor he sido capaz de impregnar mis historias de una cierta humanidad desgarrada fruto de mi propia desesperación.

A pesar de la diferencia de edad, o quizás precisamente por eso, el amor que nos une es más poderoso que una mera atracción carnal. El sexo entre nosotros es sin duda la sublimación de un vínculo que me hace fuerte. Sus manos junto a mis caderas, esos fuertes brazos que me envuelven, me compensan de tantas carencias sufridas.

Ahora, mientras siento sus dedos entre los míos, contemplo unos ojos amables que comprenden, que dan sin pedir nada a cambio. Sin embargo, el cansancio se apodera de ellos. Poco a poco. Lo siento. Por eso viajo en este tren. No quiero seguir muriendo. Yo también quiero pilotar mi propia nave. Quiero doblegar a esa infiel amante que me robó a mi padre: la mar. Sin embargo, tampoco yo soy inmune a su influjo: hipnotiza y doblega mi voluntad conduciéndome a los orígenes, incluso en contra de mis deseos.

En estos momentos el sonido es otro, me saca de mi letargo y creo atisbar las notas de una sirena que anuncia la llegada a puerto. Pero no, cuando la bruma desaparece y las gotas dejan de caer, me doy cuenta de que lo que oigo es la llamada insistente de un teléfono que trae la noticia que llevo esperando toda una vida. Saúl levanta el auricular de la horquilla sobre la que descansa y a través de la lluvia, esas lágrimas que se atraviesan en mi garganta y que me ahogan sin necesidad de soga, observo su rostro. El tren de mis sueños se aproxima a la estación. Desde mi lejana aldea, la noticia del naufragio de Manuel llega a través de la mano amante de Saúl. Esa caricia que hace unos momentos sentía en mi pelo y que me trasladaba a otro momento, a otra estancia, es ahora la única capaz de sacarme de este agujero en el que ya estoy cayendo y del que no sé cómo voy a salir.

No hay lluvia, ni tren, ni carta. Sólo la voz de mi amigo, mi compañero, mi amante, a veces también mi padre. Intenta despertarme. Pero me resisto a abrir los ojos. Mientras estuvo Manuel, siempre confié en que algún día volvería a mí. Ahora ya nada de eso me queda. Todo se ha perdido definitivamente porque Manuel también se ha vuelto invisible. Juntos, en esa invisibilidad, volvemos a encontrarnos y nos queremos. Por eso no quiero salir del sueño. No quiero saber que Manuel no regresará de su último viaje. Aunque cada mañana lo imagine faenando sobre cubierta, su etérea espiritualidad flotará en un lugar incierto esperando el inicio de una nueva travesía.

La mano que me acaricia es ligera. Retira mi cabello con la suavidad que sólo el amor imprime al movimiento. Por primera vez, siento sólo su levedad, sin el peso del recuerdo. Lentamente abro los ojos, a través de las lágrimas que enturbian mi visión descubro a Saúl, que llora. Y esas lágrimas que compartimos nos unen al fin.



* Goizeko Izarra, en euskera, significa Lucero del Alba.

 

[2] Vino blanco, joven y ligeramente afrutado, de baja graduación.

[3] Tipo de uva que sirve de base para la elaboración del txakolí.

 

La foto es de Joseba Urretabizkaia, de la página web de la Diputación Foral de Guipuzkoa .

 

 


 

2 comentarios

Lamia -

Estoy en el camino.... Creo que lo demás está a punto de llegar.
De todas formas, confío en que el relato te haya entretenido un rato.
Y gracias por estar ahí después de un mes de ausencia.

felizahora -

¿Incapaz de amar?, amar es un verbo activo, se ama como se corre o se salta, haciéndolo

Pero la csa es todavía más senclla que eso cuando funciona por debordamiento, cuando estás sntiendo una felicidad dentro de ti que no proviene denada ajeno a ti... entonces es muy fácil que llegue todo (todo-todito-todo)lo demás