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"Salgari"

"Salgari"

 

Este relato nació, supongo, en el transcurso de algún viaje. Esos que me gusta hacer sola, con la única compañía de un fondo musical y dejando que mi mente se sumerja en el mundo onírico en el que duermen la mayoría de mis ideas.

 

 

 

Cuando Pedro Iturralde bajó la ventanilla del coche para abonar el importe del peaje, una bofetada de calor invadió el interior del coche.

 

- Suerte con los toros, maestro.

 

Sonrío al mozo del peaje y arrancó su Audi antes de que el otro se atreviera a sugerir que le firmara un autógrafo. Se apresuró a subir la ventanilla y continuar el viaje. Estaba claro que ni en el peaje de la autopista pasaba desapercibido.

 

Pedro Iturralde había decidido hacer el viaje a Pamplona en coche y reunirse con su cuadrilla en la capital navarra. Quería disponer de un tiempo para si mismo antes de tener que enfrentarse a sus viejos recuerdos. Pero no le iba a resultar nada fácil. Estaba claro que la excelente temporada que venía realizando y los éxitos en Méjico le precedían haciendo que los aficionados lo reconocieran en los lugares más insólitos. Acababa de tener una prueba de ello. Nada más salir de Zaragoza.

 

Aunque nadie discutía sus éxitos en el ruedo, el hecho de que en las últimas semanas hubiera sido fotografiado junto a una guapa actriz, protagonista de una de las series de más éxito de televisión, sin duda había contribuido a dinamitar, definitivamente, su ansiado anonimato. Pero Pedro no quería ese tipo de fama. Ni siquiera la otra, la que había llegado con sus éxitos taurinos. Sin embargo, su arte no podía ser discreto.

 

Eran las últimas horas de una calurosa tarde del mes de julio. Pero en el interior del vehículo Pedro podría haber imaginado que se encontraba en cualquier otro mes de no haber sido por el impenitente sol que hería sus ojos traspasando el cristal de sus gafas.

 

El maestro viajaba como más le complacía. Sólo, con sus pensamientos y las viejas melodías de Los Panchos por única compañía. A Pedro, que cada temporada recorría miles y miles de kilómetros, le gustaba conducir. Cuando toreaba prefería que fuera su mozo de espadas quien se hiciera cargo del volante. Sin embargo, en las distancias relativamente cortas, Pedro siempre viajaba solo mientras aprovechaba para dejarse llevar por sus pensamientos.

 

Por primera vez en diez años, volvía a Pamplona. Durante todo ese tiempo había vivido en Francia, mientras se preparaba para tomar la alternativa de manos del maestro Esplá; en Salamanca, donde aprendió a lidiar los toros de raza a los que después se enfrentaría en las plazas de primera categoría; en Sevilla, donde dio sus primeros pasos en el verdadero mundo del toreo, en el de los grandes cosos taurinos con tremendas exigencias. Durante algunos periodos de tiempo vivió también en Méjico. Allí estableció una especie de cuartel general desde el que se desplazó por todo lo largo y ancho de la geografía Iberoamericana.

 

Finamente, cuando el éxito le sonrió, se compró una amplia casa en Zaragoza porque no se atrevió a hacerlo en Pamplona. La capital del Ebro le ofrecía un refugio lo suficientemente seguro y anónimo, a la vez que cercano, que le permitía estar al tanto de cuanto acontecía en su tierra de origen manteniendo, sin embargo, una distancia saludable.

Después de años negándose, había llegado el momento. No podía dilatarlo más. Su apoderado le había dado un ultimátum:

 

- Pedro, no puedes dejar de torear en Pamplona. Es una de las plazas de primera categoría y es la única del escalafón en la que todavía no has lidiado.

 

Y, por eso, Pedro de la Fuente, "Salgari", había sido semanas atrás la gran baza de la Casa de la Misericordia en el cartel que ofrecía para los Sanfermines.

 

Pedro Iturralde hacía mucho tiempo que había perdido su apellido. Ni siquiera en los primeros tiempos, durante su estancia en Francia, había conservado su nombre. Los franceses fueron los primeros en ponerle el apodo. Era un torero letrado. Los libros tenían en su equipaje un sitio igual de importante que los trastos de matar. Tuvo una época, nada más llegar a Francia, en la que haciendo una especie de regresión a su infancia releyó toda la saga de Emilio Salgari. Aquellos protagonistas aventureros, fuertes, valientes... Pedro quería emularlos a todos. Por extensión, sus compañeros empezaron a denominarlo "Salgari" y así fue cómo, años más tarde, su nombre completo comenzó a imprimirse en los carteles. El maestro se había distanciado tanto de sus orígenes que cambió el apellido vasco (Iturralde, que significa junto a la fuente) por el De la Fuente, que se había convertido en una segunda piel. Años más tarde, nadie se acordaba ya de dónde procedía su sobrenombre y todo el mundo creía que lo había adoptado del primer toro que lo envío al hospital.

 

Pedro de la Fuente, "Salgari", torearía la tarde siguiente en la plaza de toros de Pamplona, el coso taurino que siempre había rehuido por motivos muy personales y al que finalmente se iba a enfrentar. Tenía que dar lo mejor de si. Enfundado en una casi nueva identidad, confiaba despistar cualquier atisbo de reconocimiento por parte de su familia. Aunque durante los últimos diez años algunos amigos y conocidos habían tratado de hacerle llegar distintos mensajes de su madre, Pedro había decidido que su pasado murió el día que partió para Nimes..

 

Los inicios no fueron fáciles. Aunque Pablo Hermoso de Mendoza, confidente y amigo, le había recomendado a uno de los empresarios de la plaza francesa, cuando Pedro llegó no tenía nada que ofrecer salvo su arrojo y valentía. Su tierra de origen no le había proporcionado demasiadas oportunidades para aprender su arte. Pese a algunos cortos periodos en los campos de Andalucía acompañando al rejoneador, su preparación era absolutamente insuficiente. Por eso, los primeros meses en Nimes fueron tremendamente difíciles. Pedro vivía en un pequeño ático en el centro de la ciudad, que se abría sobre un patio de vecinos en el que los olores, los sabores, la historia de cada uno de sus moradores era compartida y sufrida por todos los demás. Cuando no estaba entrenando o trabajando en una multiplicación infinita de trabajos sinsentido que le permitían subsistir, Pedro permanecía asomado a su ventana tratando de combatir la nostalgia que le producía un cielo permanentemente encapotado con la visión de futuras tardes de gloria granadas de sol. Meses y meses de férrea disciplina y continuo entrenamiento.

 

Desde su ventana soñaba con volver a España. Al principio, quería contar a los cuatro vientos que Pedro Iturralde, un pamplonés de toda la vida, había sido capaz de acabar con todos los prejuicios que existían en su tierra y convertirse en uno de los mejores toreros del escalafón. Porque Pamplona era así. Vivía los toros pero ninguno de sus hijos -hasta ese momento- habían pasado a formar parte de un mundo tan duro, de viajes constantes y peligro perenne.

 

Aunque en casa de Pedro siempre había habido tradición torista, no mantenía recuerdos más allá de las conversaciones que sus padres sostenían cuando finalizaba la corrida. Hasta donde le alcanzaba su memoria, ambos tenían un abono en grada de sombra que habían adquirido cuando fueron conscientes de que los años pasaban y ya no tenían ni edad ni ganas para aguantar los excesos de los peñistas. Pedro, en el tiempo que duraba la corrida, veía los toros desde la barrera, nunca mejor dicho. Televisión Española, la única tele que entonces existía, retransmitía varias corridas de San Fermín. Si no, la radio les avisaba cuándo era el momento de prepararse y salir corriendo a esperar a sus padres en aquella esquina del buzón del Colegio de María Inmaculada, el Servicio Doméstico para todos los pamploneses, donde la mitad de la ciudad esperaba a que la otra mitad saliera de los toros.

 

Pedro todavía conservaba en su retina el color de las pancartas de las Peñas, el blanco impoluto de las madres empujando carritos de bebé y sujetando a los niños firmemente por la muñeca mientras los mozos salían de plaza cubiertos con plásticos azules, amarillos y rojos que, lejos de protegerlos de la suciedad, se habían convertido en un amasijo de harina, vino y huevos que resbalaba por las mangas y perneras convirtiendo su atuendo sanferminero en un campo de batalla sobre el que las madres guerreaban cada día en un intento por devolverle una blancura imposible que ya nunca más lo sería más allá del 14 del julio.

 

Mientras cruzaba el puente de la autopista sobre el río Ebro a la altura de Castejón recordó una vez más, como siempre que atravesaba la localidad, las tardes del mes de agosto que, gracias a su amigo Vicente, pasó junto al agua imaginando tardes de gloria y aplausos. Porque Vicente fue testigo de sus primeros capotazos. Junto a la casa que sus abuelos tenían, a la que se accedía por una pequeña vereda que discurría entre el río y la vía del tren, había un pequeño cercado en el que un ganadero local criaba reses bravas que luego vendía a los ayuntamientos de las localidades vecinas para solaz de los lugareños durante las fiestas patronales de cada pueblo.

 

Cenaban junto a los abuelos de Vicente, a quienes siempre tendría que agradecer veranos felices compartiendo confidencias y enseñanzas con el que acabaría siendo su mejor amigo, para después salir a la calle con cualquier excusa. La verdad es que, en aquellos agostos tórridos de sueño imposible, cuando todos los chavales jugaban en la calle mientras sus padres reposaban la cena en el umbral de las casas, no les resultaba demasiado difícil justificar unas ausencias que Pedro aprovechaba para dar unos cuantos capotazos a las reses que después llegarían a los ruedos "espabiladas" por un chaval de a penas diecisiete años que utilizaba un viejo mantón de la abuela de Vicente para citar a aquellas vacas de escaso porte y cuernos casi ausentes mientras el amigo vigilaba para salir corriendo ante la menor señal que indicara la presencia del ganadero.

Cuando ahora recordaba aquellos momentos no podía hacer sino sonreír y revivir el calor de la sangre bombeada a toda velocidad por sus venas como consecuencia de la adrenalina descargada. Todavía hoy, tras una tarde de gloria, cuando todos se retiran y sólo Vicente permanece junto a él apurando un último gin-tonic, ambos ríen a carcajadas rememorando anécdotas de aquellos veranos. Como cierta vez que un gran perro les sorprendió en su camino hacia el cercado y Pedro se escudó tras Vicente sin pensar en las consecuencias.

 

- Todavía no sé cómo no dejé de hablarte aquel mismo día-, termina siempre Vicente riendo a carcajadas. .

 

Para Pedro fueron sin duda los mejores días antes de iniciar un viaje en el que tendría que afrontar sinsabores y dificultades, una vez aceptado el hecho de que la feroz oposición de sus padres a su deseo de convertirse en torero no remitiría nunca.

 

Mientras Los Panchos llenaban el agradable compartimento en el que había convertido su coche, "Salgari" volvió por unos momentos a convertirse en Pedro Iturralde, el tímido estudiante de Medicina que, solamente en verano y con la excusa de visitar a algún compañero de universidad, abusaba de la amabilidad de su mentor para bregarse en los campos de Andalucía ante fieros astados descartados para la lidia pero que sin embargo a él le permitían ir aprendiendo los entresijos de un oficio al que, sin duda alguna, finalmente se dedicaría.

 

Nunca iba a olvidar las lágrimas de su madre y la violenta reacción de su padre cuando les anunció su decisión de abandonar la carrera y dedicarse al toreo. No sirvió de nada que durante seis años de su vida se hubiera dedicado a obtener las notas más brillantes de su promoción. Ni que blandiera ante ellos el título que tanto habían ansiado ambos para él. Siempre querrían más. Cualquier cosa antes que los toros. Después de muchos años, habían renunciado incluso a sus abonos de la plaza de toros con el objeto de "no alentar esa idea de mil demonios que vete a saber quién te ha metido en la cabeza".

 

Pero Pedro, que sólo con recordarlo volvía a sufrir el mismo lacerante dolor que aquel día le hurgó las entrañas, se mantuvo firme, preparó sus maletas y emprendió un viaje sin retorno. Supo cuando abandonó la casa de sus padres que nunca volvería. Sólo entonces se dio cuenta de que nunca nada sería suficiente. Nunca estaría a la altura de las expectativas que sus progenitores habían puesto en él. Y dolió. Y siguió doliendo durante mucho tiempo. Y todavía dolía.

 

Sin embargo, había llegado la hora de enfrentarse a sus viejos demonios. Vicente tenía razón. Era el momento de volver a casa. Aunque sólo fuera para triunfar en esa plaza ante cuyas puertas tantas veces había soñado. Quizá consiguiera cruzar el callejón por el que, contracorriente, tendría que salir abrigado por las peñas. Unos mozos que, según le había anunciado su amigo, ya coreaban su nombre cada tarde en el coso. Sólo esperaba estar a la altura de las circunstancias. Nunca se perdonaría un fracaso en Pamplona.

 

El Audi se deslizaba ya por la Avenida de Zaragoza cuando fue consciente del contraste de rojo y blanco en el que la ciudad se sumerge cada 6 de julio. Le habían reservado una habitación en el Hotel La Perla. Porque, aunque la mayoría de los toreros se hospedaba en el Hotel Yoldi, Pedro no quería perderse la oportunidad de disfrutar de las buenas carreras que el Encierro le proporcionaría por la mañana y ver cómo se desenvolvían en la calle aquellos morlacos a los que, después, tendría que enfrentarse en la plaza. Un buen desayuno en el Belagua y un paseo por el Casco Viejo hasta la hora de la comida esperaba que le ayudaran a superar la nostalgia que, como una bofetada, le había golpeado en el momento en que fue consciente de su llegada a Pamplona.

 

Vicente casi le había insultado después de hacer la reserva y comprobar el precio de la habitación. Pero a Pedro eso le daba igual. Había llegado un momento en el que sólo quería disfrutar de todos aquellos pequeños placeres que el fruto de su esfuerzo podía proporcionarle. Y aún lamentaba que los suyos no pudieran compartirlo con él. Sabía cuánto hubiera disfrutado su madre en la casita que recientemente había adquirido en Zarautz, junto al Restaurante Arguiñano, en primera línea de playa, y con la que ella siempre había soñado. Cada vez que podía, Pedro dejaba Zaragoza para disfrutar de una visión privilegiada del Cantábrico. Nunca se cansaba de pasear la vista entre el promontorio sobre el que se asienta el camping y la abrupta silueta del "ratón" de Guetaria.

 

Tras aparcar su Audi en el reservado que el hotel tenía en el aparcamiento de la plaza del Castillo, Pedro se dirigió hacia el establecimiento. Aunque estaba acostumbrado a los tumultos que habitualmente le rodeaban al llegar a las plazas, no estaba preparado para los abrazos, saludos, gritos y aplausos que los pamplonicas le prodigaron nada más salir del aparcamiento, después de que una señora con su abanico y su pañuelico rojo anudado al cuello le reconociera.

 

Pedro agradeció el refugio fresco e íntimo que le proporcionó el hall del hotel. La recepcionista le anunció que su cuadrilla había llegado ya y que estaban dispuestos a reunirse con él en cuanto "el maestro" se hubiera aseado y descansado un poco. Pero "el maestro" no estaba dispuesto a compartir su tiempo con nadie. El día anterior le había dejado muy claro a Vicente que no deseaba cumplir con la rutina habitual de las horas previas y que sólo estaría con ellos cuando tuviera que vestirse para salir hacia la plaza.

 

Esa tarde y la mañana siguiente Pedro volvió a reencontrarse con una ciudad que, al igual que él, había madurado. Cada rincón, cada calle, cada local le resultaban familiares. Sin embargo, el paso del tiempo había tenido un efecto beneficioso sobre la población. Todo aparecía más nuevo, más limpio, más organizado. Y eso teniendo en cuenta que los Sanfermines nunca es el mejor momento para visitar Pamplona. La excesiva afluencia de visitantes, a pesar de los titánicos esfuerzos de su Ayuntamiento, siempre tiene consecuencias nefastas para la ciudad.

 

Exactamente a las cinco de la tarde, Vicente cruzaba la puerta seguido por toda la cuadrilla. Para esa tarde, Pedro había elegido un terno grana y oro. Entre las filigranas que adornaban la chaquetilla, el maestro había pedido a las Madres Recoletas que bordaran un pequeño San Fermín casi oculto en un lateral bajo su brazo izquierdo. En la taleguilla, las iniciales S. F. J., casi a la altura de la faja, para invocar la protección de San Francisco Javier, copatrón de Navarra.

 

Vicente colocó sobre la cama la montera, las hombreras, la camisa, los machos, el corbatín, los cabos, el chaleco, la casaquilla, la faja, la taleguilla, las medias y las zapatillas. Y, después, tal y como venía haciendo desde hacía casi diez años, transformó a Pedro Iturralde en Pedro de la Fuente, "Salgari".

 

"Salgari" llegó a la plaza y saludó a sus compañeros de corrida: Enrique Ponce y Julián López, "El Juli". Después de pasar por la capilla, "Salgari", envuelto en su capote de paseo y con la montera en la mano, se colocó entre sus compañeros y se dispuso a salir al coso. Notaba en sus entrañas el retumbar de los bombos. Pero el ruido de la plaza, casi ensordecedor, estaba actuando como un calmante, adormeciendo las emociones que hasta hacía unos segundos habían galopado sin freno llevándolo al extremo de pensar que no podría hacer el paseíllo.

 

Ahora, en la misma puerta de acceso al coso ya sólo quería que los caballos de los alguaciles iniciaran el camino hacia la Presidencia. Pedro de la Fuente, "Salgari", adelantó su pie. No había marcha atrás. Al son de la música, con el sol brillando sobre las lentejuelas que adornan su traje de luces, "Salgari" pisa con autoridad la arena y avanza. Junto a la Presidencia, donde siempre estuvieron, sus padres aplauden. Pero el torero está ya en el callejón, desplegando sus trastos, esperando la salida de "Embajador", un cebada gago negro bragao meano, de 579 kilos de peso.

 

 

La ilustración corresponde al grabado titulado "El famoso Martincho poniendo banderillas al quiebro". Aguafuerte, aguatinta, punta seca y buril. 249 x 357 mm. De la serie "La Tauromaquia", de Francisco de Goya. Podéis encontrar toda la serie aquí.

4 comentarios

Lamia -

Muchas gracias por tus palabras. Miraré en esa dirección por si te encuentro...

carlos -

Me has recordado a otro "diestro" menos leído que Salgari, que te diría: "en dos palabras, im prezionante". Buena lidia con las palabras merecedoras de una oreja al menos. Cuando des la vuelta al ruedo fíjate en la zona del siete que igual se me cae una pluma...

Lamia -

Gracias. Me alegro de que te haya gustado. Tenía muchas dudas sobre el ritmo y el desenlace.

Abedugu -

Se me hizo corto, leía y leía para saber tanto lo que había pasado antes como lo que pasaría después. Te felicito, es un buen relato.