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Aralar es un sueño

Aralar es un sueño

Hubo un tiempo en el que sólo fui mujer, después nació en mi la madre y ahora no sé quién soy. Mientras busco una nueva identidad, ante mí se extiende una densa bruma que emborrona los últimos meses de mi vida. De la etapa anterior conservo mi nombre y mi pequeña. Una niña que, a medida que va creciendo, me obliga a tomar consciencia del vacío que se extiende entre el antes y el después. Dos mundos antagónicos y semejantes que oscilan en la frontera de un nombre: Javier.

Cuando le conocí, aunque me negara a admitirlo, mi matrimonio hacía ya aguas. Las excentricidades y peculiaridades de Carlos me pesaban cada día más. A menudo me engañaba pensando que su descontento era culpa mía y asumía la responsabilidad de nuestro fracaso. Sin embargo, el tiempo y las circunstancias me han abierto los ojos, que durante años han estado cerrados a una realidad que los demás intuían y yo rechazaba. Esos ojos que, casi cada noche desde que conocí a Javier, se abren en el sueño a un mundo en el que la culpa no tiene cabida. Cuando el dolor físico atrapaba hoy mi cuerpo, mi espíritu vagaba en otro espacio. Aralar ha vuelto a entrar en mi sueño.

 

"La lluvia cae fina, en silencio. Se desliza entre las hojas de las hayas para asentarse sobre el lecho que el follaje ha creado en el suelo. La hojarasca forma un manto que acoge las penas antes de disiparse.

El viento, lejano y presente a la vez, trae recuerdos de infancia al tiempo que la sirena de un tren, estertor que atraviesa La Barranca, hiere el silencio de mi alma.

El único ruido que irrumpe en la serena quietud de Aralar es el de mis pies, extremidades casi ajenas que se arrastran entre las hojas y el musgo. El susurro que precede mis pasos es el murmullo que levanta la lluvia derramándose en un fino chirimiri que lava el paisaje y enaltece los colores.

Mis pasos, que aparentan erráticos, me conducen al centro del hayedo. Como un laberinto multicolor -amarillo, ocre, verde, rojo-, los árboles se suceden sin solución de continuidad en una mezcla de ramas, hojas, musgo y hongos. Sin embargo, la espesura me seduce y me protege. Aquí no tengo miedo. No hay dudas. Me siento libre y segura.

Mientras camino sorteando las ramas bajas, siento cómo los sonidos del bosque se apoderan de mis sentidos. Escucho el rumor del viento deslizándose entre las hojas y el baile sensual que éstas emprenden inducidas por una secreta melodía que el aire les dicta; el sonido de la lluvia que se posa sobre los árboles provocando pequeñas cascadas que recorren las copas hasta alcanzar el suelo en el que hunden, firmes, sus raíces centenarias".

Pero la realidad se impone al sueño. Aunque mi mente se resiste, el sufrimiento es tangible. Tan real como el cuerpo que yace tendido a mi lado. Mis ojos ya no contemplan la espesura del hayedo. En el lecho, permanezco inmóvil. Quizás así olvide que estoy aquí. Ojalá esto fuera una quimera y el hayedo la certeza. Sin embargo, Aralar es un sueño.

El dolor, que persiste, trasciende lo físico, proviene de mi interior.

El hombre al que yo amaba dejó de ser él para convertirse en un extraño. Mi corazón se agostó y ahora se enfría. A pesar de los intentos por mantener el fuego, la llama que ardía nos consume y nos aleja al mismo tiempo.

Mientras permanezco a su lado, espiando su respiración, busco razones para seguir junto a él. ¿Convencionalismos sociales? ¿Costumbre? O, ¿acaso es miedo? Miedo a la soledad, miedo a llevar las riendas, miedo a equivocarme, miedo.... a la vida.

Pero hoy el sueño ha desvelado mi secreto. El hombre que rehuye mis días y da vida a mis noches ha traicionado mis sentidos.

Es a él a quien siento junto a mí cuando recorro el hayedo. Es él quien, a mi lado, contempla los cambiantes colores del otoño. En mis sueños, sin quererlo, he suspirado su nombre, lo he besado y acariciado sin presentir que el objeto de mi amor es aquél a quien desde hace tiempo rehuyo.

Sueño y realidad se confunden mientras el odio, la rabia y el desprecio se han apoderado de quien hasta hace poco era mi compañero, mi amante, mi amigo. La ira y el rencor han multiplicado su fuerza. Pero mi pequeña duerme. No escucha mis sollozos, ni mis quejas, ni mi dolor.

 

Mientras, a oscuras, tendida en el lecho, busco respuestas, Javier vuelve a colarse en mi sueño, de la misma manera que se coló en mi vida.

Cuando aquel día se abrió la puerta de Urgencias, el nerviosismo y el miedo no me permitían atisbar nada más allá de mi pequeña. Nuria tenía uno de esos espantosos ataques de asma que atenazan su cuerpecito y le arrebatan el aire. A pesar de que en sus ocho meses de vida no era la primera vez que habíamos tenido que lidiar con el mismo problema, nunca me había sentido tan alarmada. Ver a mi pobre niñita intentando respirar sin poder hacer nada para ayudarla me estaba haciendo perder los nervios. Sin embargo, el Doctor Goicoechea, en el momento en que llegamos al hospital, se hizo cargo de la situación.

Javier Goicoechea llevaba casi ocho horas de guardia cuando entramos en Urgencias. La escena, cuando menos, debía resultar ligeramente peculiar. A mí no me había dado tiempo a arreglarme y llevaba un jersey puesto de cualquier forma sobre un pantalón vaquero desgastado y mi vieja chaqueta de pijama. Agarraba a Nuria como si en ello me fuera la vida mientras Carlos discutía con todo aquél que se interponía en nuestro camino. Javier cogió a la niña de entre mis brazos y se acercó hacia una de las consultas. Desde el primer momento fui consciente de su presencia. El aplomo y la tranquilidad con que inició las maniobras a las que ya estábamos acostumbrados y que tenían por objeto conseguir que la pequeña volviera a recibir el caudal de oxígeno preciso, me indujeron una sensación de paz que hacía mucho tiempo no experimentaba.

Javier también detectó de inmediato que una gran parte de mi inquietud procedía de la actuación de Carlos, a quien aconsejó que saliera mientras consentía mi presencia al lado de mi pequeña.

Después de tantos meses, todavía puedo volver a sentir la seguridad que sus manos transmitían. El cariño y dedicación que mostró hacia Nuria me conmovieron. La parsimonia con que ejecutaba sus movimientos y su serena actitud provocaron en mi el efecto que ni los desplantes de Carlos ni la situación de la niña habían conseguido. En pocos segundos, gruesos lagrimones comenzaron a deslizarse por mis mejillas mientras trataba de ocultar mi cara a los escrutadores ojos del médico al que nunca antes había visto y cuya presencia, sin embargo, me estremecía hasta límites insospechados.

Sin embargo, la misma razón que me había conducido al llanto, después me confortaba. La mano firme que me tendía un pañuelo, me hizo levantar los ojos para encontrar una mirada profunda, inquisitorial aunque al mismo tiempo cálida. Sin duda fue ese momento el que nos unió.

Cuando Carlos regresó, Nuria dormía plácidamente entre mis brazos mientras yo contemplaba el vacío.

Pasados los días, la necesidad de volver comprobar si la corriente de entendimiento que había surgido entre nosotros era sólo un mero espejismo fue mucho más fuerte que mi sentido común. Gracias a mi trabajo como redactora de "Noticias Hoy" contacté con su secretaria para solicitar una entrevista.

Cuando llegué al hospital pertrechada con mi casete, mi bolígrafo y mi cuaderno, el doctor Goicoechea no dio muestra alguna de reconocerme. Sin embargo, sus ojos volvieron a conmoverme con la misma intensidad.

Es la entrevista que más me ha costado realizar en mi vida. No sé qué preguntas hice ni las respuestas que obtuve. Recuerdo que su proximidad fue tan relajante como un baño en una cálida tarde de agosto. Su voz transmitía la misma sensación de paz que ya antes había notado.

El tiempo pasó volando y, al despedirnos, su mano sostuvo la mía un instante más de lo que hubiera sido socialmente correcto. Me pidió que le enviara una copia de la entrevista antes de su publicación y me dio para ello su correo electrónico.

A partir de ese momento nuestros contactos empezaron a hacerse habituales. Me dio las gracias por la publicación de la entrevista. Yo le trasladé algunas consultas pediátricas y, poco a poco, sin darnos cuenta, nuestros intercambios empezaron a hacerse más habituales.

Fue entonces cuando comencé a soñar con el hayedo.

Aralar había sido, desde siempre, uno de mis lugares favoritos. Paisaje de infancia, fue algo más que un mero lugar de esparcimiento. Aralar es sinónimo de Hogar, Tierra, Raíces. Así, todo con mayúscula. Por aquellos parajes paseaba de la mano de mi padre. Junto a mis hermanos, me deslizaba sobre las hojas y la nieve. Quizá por eso, cuando Aralar comenzó a llenar mis sueños lo hizo proporcionándome una sensación de seguridad largo tiempo anhelada. Me sentía a salvo, guarecida, al margen del mundo y aislada de todos. En definitiva, protegida.

Aunque el sueño vino ligado a Javier, él nunca llegó a pisar el lecho sobre el que se asientan mis hayas. Sin embargo, su presencia era un halo que me envolvía como la niebla que baja de las cumbres cuando se oculta el sol para llenar de vida plantas y animales. Por eso, los amaneceres se convirtieron desde entonces en una amarga experiencia que me devolvía a una realidad odiada.

A pesar de todo, el vacío que me abrumaba encontraba consuelo cada mañana en la pequeña banderita roja que oscilaba en mi pantalla anunciando un nuevo mensaje.

Al principio el contenido era escaso, pocas palabras y muchos convencionalismos: "Estimada Paula.... Un abrazo". Después pasó a los: "Qué tal Paula.... Un abrazo". Para acabar con palabras más cálidas: "Querida Paula....Un beso". Los "con mucho cariño", "espero que pronto podamos tomar un café", "algún día de estos te llamo por teléfono"... fueron llegando más tarde, despacio, con timidez.

Cuando cada mañana acudo a mi trabajo, antes de revisar los periódicos del día, la banderita roja ejerce sobre mi una atracción irresistible. A pesar de que trato de retrasar el momento de leer los mensajes, el rítmico movimiento que, cual metrónomo, marca el paso del tiempo, es un imán que me atrae y al mismo tiempo es un recordatorio. Por eso aguardo. El placer que me produce la espera es casi tan satisfactorio como los pequeños retazos de alegría que Javier me regala cada mañana.

Entre los dos, sin palabras, se ha establecido un vínculo que nos acerca y no precisa compromisos. Sin embargo, la profundidad de nuestra relación se acrecienta cada jornada. Nuevas confidencias, pesares compartidos y anhelos no precisados hacen de nuestros mensajes pedazos de una historia sin final, auténticos retales de una vida que no tiene futuro. Estas conversaciones en dos tiempos nos acercan sin poder evitarlo. Sentimos igual, entendemos lo mismo. Sólo él conoce mi hayedo.

 

La distancia que crece en mi cama es tan profunda como el sentimiento que me une a Javier. Su presencia cobra intensidad en la medida en que mis paseos se repiten al tiempo que mi relación conyugal se deteriora.

No me puedo mover. El dolor se intensifica. Aralar ha desvelado mi sueño. Lo que anhelaba por fin ha llegado. En definitiva, es lo que vengo deseando desde que visité Albarracín con la intención de iniciar para el periódico una serie de reportajes sobre lugares aragoneses con encanto.

Albarracín, localidad aragonesa de los Montes Universales, se ha convertido en el destino obligado de intelectuales, financieros, músicos y profesionales.

Este idílico reducto de la provincia de Teruel ha conseguido concitar una serie de elementos que lo hacen atractivo para un turismo de élite, que no pone reparos a kilómetros de curvas y malas carreteras.

Albarracín me colmó. Cuando atravesé la ardua cordillera que defiende sus secretos, me encontré con una pequeña localidad en la que el buen gusto y el mimo han regido todo el proceso de restauración emprendido. Las antiguas casonas y palacios conservan el encanto de su construcción original. Las calles, escarpadas y estrechas, siempre tienen su final sobre la árida roca en la que el pueblo hunde sus cimientos. Por un lado, el barranco. Por otro, el río. Más allá, las montañas.

Después de varias horas deambulando por la localidad, escuchando a los guías, atendiendo a los lugareños, observando el paisaje, me retiré a mi alojamiento. A pesar del cansancio, decidí bajar a cenar no sin antes dar un paseo por el hotel. Se trataba de una pequeña casa rural que habían adaptado para acoger al turismo creciente. El espacio era escaso. Sin embargo, el gusto con el que habían decorado no sólo las habitaciones sino también los espacios comunes hacían de él un lugar magnífico para el descanso.

Abandoné mi habitación y subí a lo que la propietaria había denominado el solanar, que no era sino un antiguo desván en el que unos grandes ventanales dejaban entrar la luz y permitían contemplar el espléndido espectáculo que ofrecen los Montes Universales, circundando la localidad.

No pude resistir la tentación de sentarme en una de las confortables mecedoras que, adornadas con cojines multicolores, presidían la estancia. Sobre la mesa descubrí entonces unos libros abiertos en los que los diferentes huéspedes de la casa habían ido plasmando sus impresiones. Tras acomodarme de nuevo, comencé a leer algunos de los pasajes allí escritos.

- "Lo hemos pasado muy bien. Volveremos. Marta y Luis. 12 de julio de 1995" - rezaba uno-.

- "Hemos venido a celebrar nuestro primer aniversario de boda y pensamos seguir haciéndolo siempre que podamos porque aquí hemos sido felices. 23 de septiembre de 1998" - decía otro-.

Pero hubo uno que me llamó la atención por encima de los demás. Sin duda alguna, quien había escrito aquello se encontraba solo y amaba mucho. Quizá por eso lo leí con especial cuidado. Por eso y porque estaba fechado aquella misma mañana.

- "Entre estas montañas siento con más intensidad tu lejanía. Imagino cómo sería caminar contigo por estos parajes y compartir esas noches que anhelo a tu lado. Podríamos imaginar que el pino y la encina son por un momento las hayas de tus sueños. Y creer que esto durará siempre. Por primera vez, con amor, Javier. 20 de julio de 2002".

Javier, el nombre anhelado. Por un momento dejé volar mi imaginación pensando que aquél era uno de los mensajes que recibía cada mañana. Pero eso era imposible. El que para mí era ya mi amor, nunca traspasaba la barrera de lo correcto. Ni una sola palabra que hiciera mención a algo que pudiera sugerir nada más que una respetuosa amistad.

Por un instante, aquellas palabras me habían transportado a kilómetros de distancia. Me levanté despacio. Sin querer.

En la planta baja accedí al comedor. Se trataba de una pequeña estancia con mesas y sillas disformes ubicadas de tal forma que invitaban al recogimiento. Sin embargo, en uno de los rincones habían dispuesto una gran mesa rectangular, preparada para acoger, sin duda, a algunos de los grupos que habitualmente celebran encuentros y convenciones en Albarracín.

Contra mis deseos, el propietario me ofreció la mesa contigua a la que ya estaba preparada, aunque todavía vacía. Mientras observaba la carta y atendía las explicaciones de Santiago, así se presentó, poco a poco fueron accediendo a la estancia el resto de comensales. Hombres y mujeres bien vestidos cuyas risas y conversaciones denotaban camaradería.

Aunque trataba de concentrarme en el menú, no pude obviar la presencia de uno de ellos. Alto, con una espalda fuerte y proporcionada. Algo en su forma de desplazarse me resultaba familiar. Cuando trató de rodear la mesa y se volvió, la copa que yo sostenía entre las manos se escurrió y chocó contra el plato deshaciéndose en mil pedazos. "Podríamos imaginar que el pino y la encina son por un momento las hayas de tus sueños. Y creer que esto durará siempre". Las palabras que hacía escasos minutos había leído en el libro de firmas volvían a mi memoria y no quería imaginar que, por una vez, el sueño acababa siendo una realidad.

Javier tampoco pudo reaccionar hasta pasados unos segundos. Cuando ya el propietario se había abalanzado sobre mi mesa tratando de poner orden en el desaguisado que había organizado y yo intentaba detener la pequeña hemorragia que uno de los cristales había provocado en mi mano, Javier se acercó. Y se hizo cargo de la situación. Me saludó como si nos hubiéramos despedido el día anterior, pidió un botiquín, me curó la mano y se ocupó de que todo volviera a la normalidad.

- "¿Me permites que me siente a tu lado?"- preguntó-.

- "¿Y tus compañeros?"-respondí yo, sin demasiado convicción-.

- "No te preocupes -me tranquilizó-.

Acto seguido se dirigió hacia la mesa en la que el resto de sus colegas habían iniciado ya la cena y se justificó asegurando que había reencontrado a una vieja amiga y, dado que no tendría otra ocasión de volver a estar con ella, les pedía disculpas.

Javier se sentó a mi lado. No enfrente, como habría sido de esperar en alguien con quien nunca antes me había encontrado a solas. A mi lado. Y me besó. Levemente, en la mejilla. Ahora no puedo recordar sobre qué hablamos. Pero sí su olor. Hubo muchos silencios, muchas miradas, muchas palabras sobreentendidas. Ninguno de los dos realizó alusión alguna a Carlos, ni tampoco abordamos los aspectos comentados en nuestra correspondencia electrónica. Éramos él y yo. Solos en nuestro particular hayedo.

Después de la cena salimos al exterior, de mutuo acuerdo, sin preguntarlo. Poco a poco acomodamos nuestros pasos. No sé cuándo ni cómo pero nuestros cuerpos también se fueron acompasando en un caminar tranquilo cuyo ritmo acabó propiciando que nuestras manos se entrelazaran. Al principio, casi con timidez; después, como dos náufragos que se aferran al casco mientras el barco se hunde. La soledad de la noche era testigo de nuestro mudo caminar. Su mirada devoraba mi interior al tiempo que me transportaba a tiempos y lugares imaginados.

Pero el sueño llegó más tarde. Javier me acompañó a mi habitación. Cogiendo la llave de entre mis manos abrió la puerta y se hizo a un lado para que yo pasara.

Esa noche, el hayedo nos acogió. Ambos deslizamos nuestros pies desnudos por entre los guijarros del camino. Ya no era una presencia sugerida ni una existencia imaginada. Él estaba junto a mí. Su calor me trasladaba a otoños soñados. Su cuerpo cubría el mío aportando una pasión que, al consumirme, llenaba mi vida.

Por la mañana, antes de emprender camino, Javier y yo subimos al solanar. En el libro de firmas quisimos dejar nuestro mensaje.

- "Albarracín será para nosotros el paraíso soñado, el hayedo anhelado. Las montañas albergarán en su seno el secreto compartido. Javier y Paula. 21 de julio de 2002".

Un secreto que Carlos atisba pero que no se atreve a desvelar. No sé si habrá más golpes. Se impondrán los silencios. El desprecio crecerá. No me importa. Cada mañana esperaré ese nuevo mensaje que me transporta a otra vida, soñada quizá pero sin duda mejor.

También ahora, cada noche, regreso de nuevo a Aralar. Sin embargo, mis pasos ya no vagan sin sentido ni dirección. Cada madrugada, las hayas me protegen hasta que llega mi amor. Entre la espesura atisbo primero su presencia. La hojarasca delata más tarde sus pasos. Y mis hayas lo acogen a él y nos esconden a ambos mientras soñamos juntos. Porque soñar me hace libre. Y Aralar.... es un sueño.

 

Este relato lo escribí para M. P., que siempre me apoyó; para P., que iluminó mis peores mañanas; y para M., que me ayudó a crecer.

 

15 comentarios

reikiaduo -

Hay que ver lo que veis las "lamias"

Para los humanos la cosa es muy simple: una maquinica de sentir funciona en nuestro interior, la podemos aplicar a muchas cosas y podemos sentir de todo... incluso como entra en resonancia una belleza exterior con una belleza interior

Gracias por ese bien-ven-ido, hermosa palabra del castellano voto a tal

Lamia -

Alguien dijo una vez, reikiaduo, que la belleza está en los ojos de quien mira. Bienvenido.

reikiaduo -

Servidor no es nada "especial" en esas cosas; solo veo belleza, mucha belleza y eso me encanta

Pero en mi familia hay quien las ha visto junto al río en un campo que (por aquello de la propiedad de los seres humanos)llamamos "nuestro"

¡Que bonito tener un campo así!

Lamia -

Me alegra saber que te gusta. Es un camino hermoso ciertamente. Y gracias por volver y estar por aqui.

laMima -

Magnífico relato. Creo que es la tercera o cuarta vez que vengo a leerlo...hermoso camino el que recorre ese bosque.
De sentimientos, de esperanzas. Precioso Lamia.

Lamia -

Txiki, eres un artista. ¡Qué forma más bonita de comenzar la semana! Muchas gracias y muchos besos.

miguel angel -

Fué demasiado corto mi comentario. Te dejo este algo menos.

Del cristal de tu mirada,
de tanta lágrima en soledad,
admiro tu belleza
transparente y brillante,
en negro profundo.

Y del aroma de tu cuello
el enredo permanente
donde acaba tu llanto.

Besos.

Lamia -

Entre las hayas se esconden las lamias... siempre junto al agua que corre, hay gnomos que instalan sus casas bajo las grandes raíces musgosas...
Nunca he visitado la Torre del Visco pero lo tengo entre las cosas pendientes. Quizá algún día...

feliz-ahora -

Las hayas son mi gran árbol favorito; de chaval las de un barranco en Linza (valle de Ansó), el Petrechema, de topónimo casi francés petre- chene

Y el otoño es inconmensurable entre ellas, no hay forma de expresar lo que se siente bajo esas emperadoras de la vida; en todo caso, mucha reverencia y respeto

Y donde hay hayas... pues claro, bailan las hayas; magnífica compañia para cualquiera de las experiencias que la vida nos lleva y nos trae, nos lleva y nos trae, nos lleva y nos trae

Albarracín es precioso, pero servidor prefiere el Matarraña (en el mismo Teruel), y dentro del Matarraña la "Torre del Visco". Allá nos fuimos el mismo día que cumplíamos 25 años, como habíamos estado otras veces. Es especial, palabra.

Lamia -

Muchas gracias, Fernando. La verdad es que es un relato que escribí ya hace algún tiempo pero todavía queda mucho de él en mi. Feliz fin de semana.

Fernando -

A mi sÍ me ha gustado...mucho..y tiene una belleza que deja traslucir la de tu alma..besos Lamia.

Lamia -

Además de todo eso... espero que te haya gustado.

Luisa -

Tan meláncolico, tan bello, tan triste, tan esperanzador...

Más besos, guapa.

Lamia -

Me encantan los achuchones. Gracias, guapo.

miguel angel -

Besos lamia, muchos besos.