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lamia

"El hayedo de Aralar , en las inmediaciones de San Miguel , es un refugio de ramas y troncos sobre un manto de hojas. Bajo ellas, al pie de las hayas, corretean gnomos y hadas. Lamia anda un poco más lejos. Junto a un arroyo, peina su largos cabellos rubios mientras esconde sus pies de pato en el agua que discurre monte abajo".

Mi amiga Maríaje me ha dicho esta mañana que nadie le había regalado nunca un relato. Cuando dudas sobre el regalo que podrías hacer a una persona que lleva más de un año luchando para superar un cáncer y se encuentra todavía (según le dicen los médicos) a mitad de viaje, cualquier opción no es baladí. Mariaje, que acaba de iniciar el camino de la cuarentena, es valiente, esforzada, leal, cariñosa, bella, honesta, trabajadora, amiga de sus amigos, tenaz... Es difícil ofrecerle un regalo superior al que ella nos ofrece con su amistad y su testimonio de vida. Su alegría, que no ha perdido y que nos contagia, es un ejemplo a imitar.

Por todo ello, cuando decido dar este salto al vacío e iniciar esta especie de diario cibernético que sólo prentende ser un espacio que albergue sentimientos y sensaciones, inicio el viaje colgando en la web un cuento que escribí para ella.

VIAJE DE IDA Y VUELTA

 

"Nunca es largo el camino que conduce a la casa de un amigo"

"Carpe Diem"

 

Eran aproximadamente las once menos veinte cuando el AVE que Javier había tomado para viajar a Zaragoza hacía su entrada en la estación de Delicias. Definitivamente, había resultado todo un acierto atender a las indicaciones de Pablo cuando le invitó a participar en el congreso que el Colegio de Psicólogos organizaba en la capital aragonesa. La sorpresa que le producía la rapidez y comodidad con las que había realizado el viaje se mezclaba con un sentimiento de admiración al entrar por primera vez en la nueva estación de tren de Zaragoza: un inmenso espacio blanco en el cual la luz que se colaba por los vanos superiores multiplicándose en las paredes de cemento. El trayecto que acababa de finalizar en nada se parecía a los múltiples viajes que, en el plazo de veinte meses, había realizado hacía ya diecisiete años entre Madrid y Zaragoza. Todavía recordaba las horas transcurridas por la vieja autovía que unía la capital con la ciudad del Ebro. Aquellos largos trayectos desafiando el calor en verano, la lluvia y la nieve en el invierno, los botes que el inestable firme provocaba en el esqueleto de su viejo 127 y que, inevitablemente, repercutían también en sus huesos. La alternativa ferroviaria en aquella época tampoco le resultaba atractiva. Sólo se resignaba a usar los viejos intercitys cuando tenía que preparar alguno de sus exámenes, ya que utilizaba el tiempo de los desplazamientos para estudiar.

 

Mientras un mar de movimiento le arrastraba hacia el hall de la estación, los recuerdos golpearon a Javier ratificando su recelo a iniciar este viaje. El olor de la ciudad, la luz, el acento que todo lo impregnaba no hacían sino confirmar que había cometido un error del que ya se estaba arrepintiendo.

 

Mientras el taxi le conducía hacia su hotel, cerca del Pilar y al lado del Ebro, Javier resistió la tentación de abandonarse al recuerdo. Habían pasado diecisiete años y aquello era un capítulo cerrado. Sin embargo, esa constancia y determinación que tan lejos le habían permitido llegar en su carrera profesional, se habían empezado a deshacer en el mismo momento en que puso el pie en Zaragoza. Al igual que los cantos rodados que arrastraba el río, Javier sentía que una fuerza desconocida tiraba de él hacia el pasado.

 

 

Al descender del taxi, el Torreón de la Zuda se irguió majestuoso ante él. Junto a la antigua muralla romana, constituía una atalaya privilegiada sobre las aguas del Ebro. Desde donde se encontraba comprobó sin embargo que el viejo mirador que asomaba sobre el río había sido sustituido por un moderno paseo. A esa hora de la mañana, el tráfico de vehículos y personas era denso. Javier, tras registrarse en el hotel, decidió recorrer las calles de la ciudad hasta la hora de comer. Pablo, la única conexión que se había permitido mantener con aquel intervalo de su vida, le había citado en "La Republicana" para concretar los términos de la intervención que tendría que realizar esa misma tarde.

 

La verdad es que, pensándolo bien, para él constituía un orgullo haber podido volver a esa ciudad que, en un momento de su vida, jugó un papel tan importante. Sin embargo, lo de Marga todavía dolía...

 

No quería recordar... Hería demasiado.

 

Casi veinte años atrás llegó incluso a plantearse la posibilidad de instalarse en Zaragoza cuando finalizara sus estudios de Psicología. Aunque esos proyectos jamás llegaron a materializarse, ahora volvía para ofrecer la conferencia inaugural de un congreso internacional en el que participarían los más destacados profesionales de su ámbito. Para cualquier observador imparcial, Javier Gorraiz había alcanzado la cima de su carrera cuando rondaba los primeros años de su cuarentena. En realidad, hacía ya bastante tiempo que había conseguido la cátedra en la Universidad Complutense, era asesor de varios organismos internacionales y el Gobierno de Rodríguez Zapatero le había encargado estudios e informes en repetidas ocasiones.

 

Frente a ello, su parcela personal discurría por otros derroteros. Durante muchos años, permaneció atrapado en aquel viejo piso de Tetuán en el que toda la familia sufría los mismos espacios. Sólo años más tarde, emancipado afectivamente de los suyos, se compró un piso en el entorno de Cuatro Caminos. Un habitáculo que preservaba para sí y del que mantenía alejados incluso a los más cercanos.

 

 

Esa parcela de intimidad que tan celosamente guardaba continuaba la estela emprendida hacía diecisiete años. Aunque para la mayoría de sus amigos los veinte meses que Javier estuvo viajando a Zaragoza constituían todo un misterio, todos coincidían en el hecho de que, lo que fuera que allí ocurrió en ese tiempo, había cambiado no sólo su forma de ser sino también su actitud ante la vida.

 

En Zaragoza de nuevo, Javier caminaba junto al Ebro. Torticeramente, los recuerdos le invadían. El ruido del agua al atravesar el puente traía a su memoria tantas tardes de paseo. En invierno, muy juntos, sujetándose por la cintura contra el cierzo que les obligaba a doblegarse en sintonía. En verano, tumbados contra el cielo mientras soñaban. Y por las noches, igual en una estación que en otra, Javier enredaba los dedos en sus rizos a la luz de la lámpara de aquel pequeño cuarto, sin calefacción y carente de adornos, que se había convertido en su refugio y que proyectaba sombras cambiantes sobre la mujer amada. Cuando, ahítos de amor, estrechaban sus cuerpos buscando descanso, Javier tarareaba en su oído todas aquellas viejas canciones de Serrat hasta que volvía a encender su deseo.

 

Ese recuerdo era de los que dolían. En lo más profundo de sus entrañas. Era un quebranto enmascarado que nacía del estómago para ascender por la garganta, enquistándose en las palabras. Aunque pugnaba por salir, durante el tiempo transcurrido había tratado de ahogarlo en otras relaciones con nulos resultados. Y, por encima de todo, permanecía la rabia. Una cólera que surgía inalterable. Una furia que nacía de la vergüenza de aquel golpe.... y que creía olvidada.

 

Diecisiete años más tarde se descubría recorriendo las mismas calles, reviviendo paseos de manos entrelazadas y suspiros contenidos. Y el sentimiento ahogado emergía con fuerza renovada. Un amor, que deseaba muerto, volvía desbocado e insatisfecho.

 

Pablo esperaba junto a una cerveza. "La Republicana" mantenía aquel sabor añejo que tan bien recordaba. Las mesas de mármol y hierro cubiertas con manteles de cuadros, rojos y verdes. Las paredes atestadas con fotografías ajadas de gentes desconocidas: novias felices, niños, viejos monumentos, parejas ataviadas con el traje regional... El mostrador con la barra de latón recorriendo su perímetro. El olor a madera y antiguo.

 

La alegría del reencuentro fue sincera. Pablo y él habían recorrido senderos paralelos. Ambos, aunque por motivos bien distintos, habían compartido muchos viajes y algunas confidencias. Los dos estudiaban Psicología en la Complu. Pablo volvía cada fin de semana a su casa de Zaragoza y Javier lo hacía para visitar a su novia. De todas las relaciones que llegó a establecer en aquél tiempo, sólo la que mantenía con Pablo permaneció y creció con el tiempo. Sólo él atisbaba el esfuerzo que Javier había tenido que hacer para volver a coger un tren camino de Zaragoza. Sin embargo, durante la comida, la conversación discurrió por otros derroteros. Pablo quiso conocer el paradero de algunos compañeros que habían decidido establecerse en Madrid y a los que no veía desde hacia mucho tiempo. Hablaron también del encuentro que iba a tener lugar esa tarde y de lo que la organización esperaba de Javier. A pesar de que el zaragozano no albergaba duda alguna sobre la capacidad de su amigo y sabía que estaba acostumbrado a disertar ante grandes auditorios, la Sala Mozart del Auditorio de Zaragoza, con sus 1.450 butacas, constituía un gran reto.

 

Pablo esperó a que la camarera dispusiera los cafés y sendas copas de coñac sobre la mesa para abordar un asunto que le preocupaba y que, sin embargo, no había querido adelantar a su amigo antes de llegar a Zaragoza ya que, estaba seguro, eso habría sido motivo suficiente para que rechazara su invitación. Y, por encima de todo, Pablo creía que la presencia de Javier en ese congreso era inevitable. Lo más granado de la profesión se reunía para abordar, desde todos los puntos de vista posible, un problema de tan rabiosa actualidad como la violencia de género. Y, sin duda, Javier Gorraiz, era uno de los mayores expertos y de más reconocido prestigio en el tema.

 

"La Republicana" era el típico recinto que, a lo largo de la jornada, experimentaba una paulatina transformación. Local de encuentros y cafés en las primeras horas de la mañana, en torno al mediodía se convertía en una auténtica casa de comidas, de las que ya no se estilaban, para terminar albergando la típica "fauna" de tertulia y café a partir de las cuatro de la tarde.

 

En ese momento sólo una mesa, además de la suya, continuaba ocupada. El resto habían sido despojadas de su traje multicolor y comenzaban a aglutinar estudiantes que alternaban su café con unos folios subrayados, o insignes representantes de la intelectualidad aragonesa, entre los que no era extraño encontrar a José Antonio Labordeta, Antón Castro o Luis Alegre.

 

Mientras Javier calentaba la copa entre sus manos, Pablo decidió abordar el asunto que le preocupaba sin más dilaciones.

 

- Marga va presentar la inauguración de esta tarde, dijo.

 

Javier depositó la copa lentamente sobre la mesa mientras Pablo veía cómo el habitual color cetrino de su rostro daba paso a un blanco cerúleo que llego a preocuparle.

 

- ¿Cómo que Marga va a presentar la ceremonia? -interrumpió. Es una broma de muy mal gusto, Pablo.

 

Pablo sintió en ese momento que había cometido un tremendo error pensando que Javier habría sido capaz de superar los acontecimientos que tuvieron lugar hacía casi ya veinte años. Fue consciente en ese mismo momento de que su amigo no había olvidado y que seguía sufriendo.

 

Por su parte, Javier seguía sujetando la copa entre sus manos pero era incapaz de levantar la cabeza, que había hundido entre los hombros. En unos minutos había vuelto a recordar todos los retazos de información que a lo largo de todos esos años se había empeñado en ocultar.

 

Marga Andreu había conseguido un trabajo tras finalizar sus prácticas como periodista en Heraldo de Aragón y, según había podido saber, tras varios años ejerciendo la profesión en diversos medios, había conseguido una plaza de editora en la nueva televisión autonómica que recientemente se había puesto en marcha. Lo que no podía imaginarse de ninguna de las maneras era que volvería a verla y que, incluso, sería la encargada de conducir la inauguración del congreso al que él había sido invitado.

 

Javier no podía reaccionar. Se debatía entre sus recuerdos y el ansia de volver a ver a quien tanta influencia había tenido en su vida. No sólo durante el tiempo que compartieron juntos sino en los años siguientes.

 

Pablo empezó a hablar. Lo hacía sin pausas, no dejaba resquicio para preguntas. Le contó que había mantenido el contacto con Marga. Le explicó cómo, al igual que le había ocurrido a Javier, ella había ido escalando puestos en su profesión hasta ganarse el respeto de sus compañeros. Relató cómo se había sobrepuesto al accidente y cómo, pasado el tiempo, había conocido a un prometedor abogado penalista con el que finalmente se había casado. De eso hacía escasamente cinco años pero, por las noticias que tenía, no les iba del todo mal.

 

Javier seguía sin entender nada. Oía la cháchara aguda y nerviosa de Pablo sin llegar a entender que la persona a la que se refería era la misma a la que él había amado infinitamente. La misma con la que había compartido sus primeros sueños e inquietudes. La única mujer que había conocido sus más íntimos deseos. La misma a la que él casi había matado de un golpe.

 

Javier se levantó derramando el contenido de su copa por encima de la mesa. Pablo trató de impedir que se marchara pero él ya no escuchaba. Había estado mucho tiempo ciego y sordo y no podía consentir que nadie, ni siquiera Pablo, resquebrajara el precario equilibrio que tanto tiempo le había costado conseguir. Balbuceó una excusa y trató de buscar una salida. Pablo se interponía insistiendo en que no podía abandonar en ese momento y que había llegado la hora de que se enfrentara a sus viejos demonios. Javier le apartó sin miramientos y salió a toda prisa sin saber dónde se encontraba ni hacía dónde encaminarse.

 

A esa hora de la tarde, la calle Alfonso era un hervidero de gente. Javier era uno más entre muchos. Sin rumbo fijo, las palabras de Pablo sobre el accidente, como él lo calificaba, le habían transportado diecisiete años atrás. Una tarde de invierno.

 

Ese fin de semana Javier había llegado a Zaragoza tremendamente cansado. Estaba compaginando sus estudios con un trabajo de ordenanza que había conseguido en el Ministerio de Industria. Aunque no le exigía un gran esfuerzo, el hecho de tener que compatibilizar clases, trabajo y estudio, además de los viajes de fin de semana, estaban mermando sus fuerzas. Cuando llegó a la estación se encontró con que Marga no había acudido a esperarlo. Eso sucedía con frecuencia. A veces su trabajo en el periódico le impedía planificar su tiempo libre e iba improvisando en la medida de lo posible. Javier tenía la llave del piso que compartía con otras dos compañeras y sabía que Marga le habría dejado la cena preparada y se habría preocupado de cambiar las sábanas de su cama, que pronto arrugarían. Sin embargo, por algún motivo que él no había sido capaz de identificar a lo largo de todo el tiempo transcurrido, sintió como una ira sorda e inexplicable iba creciendo en su interior. Todo el esfuerzo que había venido realizando con el fin de ahorrar el dinero suficiente para poder seguir viajando los fines de semana, los continuos desplazamientos, la necesidad de compartir el piso con alguna de las compañeras de Marga y la convicción de que esa situación tendría que prolongarse en el tiempo actuaron como detonante de la discusión que Javier inició en cuanto ella regresó a casa.

 

En todos esos años no había podido olvidar su cara. Los ojos abiertos por la sorpresa ante la inesperada explosión de ira con que la recibió. Muchas otras veces, Javier había tenido que esperar hasta bien entrada la madrugada a que Marga llegara cuando se tenía que quedar al cierre de la edición. Su jefe estaba empeñado en que de esa manera aprendería mucho más. Sin embargo, aquel día la espera no hizo sino acrecentar su enfado.

 

Cuando Marga entró en la habitación, Javier reprodujo una de las escenas que con más frecuencia había sufrido en su casa y que se había jurado a sí mismo jamás protagonizar ni consentir. Cuando ella, aturdida por los gritos y completamente desorientada, se fue a la cocina escapando de sus reproches, Javier la siguió tratando de que prestara atención a sus invectivas y amenazas. En un momento aciago, Marga se dio la vuelta y Javier, perdiendo completamente el control, la empujó. Un golpe seco y rotundo. El que nunca debió dar. Ella se dio la vuelta con sus grandes ojos interrogando, rechazando...

 

La caída se produjo de inmediato. Y en ella se interpuso la esquina de una mesa.

 

Diez días después, cuando Marga se recuperó del coma, se negó a volver a verle. Nada ni nadie consiguió que atendiera las súplicas de Javier. Nunca aceptó una explicación.

 

De eso hacía ya diecisiete años. Un tiempo que Javier había pasado tratando de perdonarse a sí mismo y estudiando los motivos que llevan a una persona hasta el extremo de someter a un igual por medio de los golpes. Sin embargo, ni el tiempo ni años de terapia habían conseguido mitigar el dolor que sentía. Las palabras de Pablo le habían devuelto el amor que creía enterrado así como un sentimiento de culpa que nunca le había dejado y que permaneció agazapado esperando el momento de volver a atenazarlo.

 

Para cuando Javier quiso darse cuenta, volvía a encontrarse en la puerta del hotel. Faltaban tres cuartos de hora para el inicio del congreso. Sin pensarlo, porque sabía que la alternativa era inexistente, se dio una ducha, se cambió de ropa y cogió un taxi para dirigirse hacia el Auditorio.

 

Media hora más tarde, se reencontró con Pablo -que había pasado de la exaltación de la palabra a un completo mutismo- y algunos otros colegas que conocía de otras citas académicas. Una vez dentro, y sin tiempo para poder prepararse, descubrió a Marga. El paso de los años había dejado su huella. El pelo, todavía rizado, ya no brillaba como antaño. Pero tampoco entonces se lo recogía con la severidad con que ahora lo hacía. Salvo por la cicatriz que rápidamente reconoció en su rostro, el resto de su cuerpo aparecía como algo ajeno a él. La Marga que el había conservado en su memoria era rubicunda, generosa. La mujer que tenía ante si había disciplinado su cuerpo, al que el vestido de gasa se adaptaba perfectamente. Unos estilizados zapatos de tacón completaban un atuendo que sólo por los rizos que escapaban entre las horquillas le traían retazos de lo que alguna vez fue.

 

Javier quiso acercarse a ella pero su cuerpo se negó a obedecerle. Como siempre ocurre en estos casos, los organizadores del encuentro salieron rápidamente a su encuentro. ¿Cómo no? El Doctor Gorraiz llegaba precedido por su prestigio. Era un especialista en su campo, uno de los mejores. Por encima del corrillo de trajes y corbatas que le envolvió sus ojos seguían fijos en Marga. A duras penas conseguía mantener una conversación coherente con quienes le rodeaban mientras ella se mantenía a un lado, expectante. ¿Expectante? A pesar de que sus miradas seguían entrelazadas, Javier se sentía incapaz de descifrar su expresión. Poco a poco, como respondiendo al nudo en el que sus ojos habían quedado trabados, Marga se acercó y los organizadores aprovecharon para presentársela

 

- Marga Andreu -dijo el presidente del Colegio de Psicólogos de Aragón- es quien se encargará de presentar el acto. Hemos preparado una introducción a partir del currículum que nos envío.

 

Diecisiete años más tarde, Javier volvió a tener entre sus manos aquellos dedos que una vez estrechó con amor. Un toque fugaz, porque ella retiró la mano con presteza, que trajo a su memoria momentos, olores, sensaciones y, por encima de todo, Serrat. Aquellas largas tardes de domingo en las que acariciaba sus oídos con letras y músicas robadas que los mantenían atados. Igual que atadas seguían sus miradas. En sus ojos, Javier pudo entrever la profundidad de su dolor y una eterna negación. Un muro de reproches que siempre se interpondría entre ambos.

 

Su larga experiencia, los años de clases en la Universidad, su probada disciplina no fueron suficientes para afrontar la conferencia más difícil que había tenido que impartir en su vida. La vergüenza atenazaba sus entrañas ahogando las palabras. La culpa envolvía su actitud. Javier desgranó sus razones. Explicó cuáles son las condiciones que llevan a un hombre a cometer un acto de sometimiento tan execrable. Y, mientras tanto, sentía el dolor de Marga que se acaba fundiendo con el suyo propio. Un dolor que se mantenía estéril.

 

Cuando finalizó, entre la muchedumbre, Javier sólo llegó a atisbar un hombre alto que se acercaba a ella rodeando su cintura. Marga levantó su cara -Javier seguía amando ese perfil- para que él la besara. En su interior, sintió una nueva oleada de ira que rápidamente trató de someter porque los muertos, estaba claro, no tenían sentimientos. Él había muerto hacía diecisiete años y aunque, una vez más, había emprendido el viaje...... era un viaje de ida y vuelta.

5 comentarios

Lamia -

Oye, que la voy actualizando todos los días. Mira a ver si tengo yo el problema o tu que no recargas la página...

fer -

pero que pachaaaaaa!!!!

Ya te has cansado y no escribes más u que.

un mushu.
tutatito

fer -

ya has visto mi blog motero??? pincha aqui http://moto-cruces.spaces.live.com

Lamia -

Hola Fer. No te preocupes que te iré pidiendo.
Besos.

Fer -

Me gusta, pero como no soy muy de leer mucho texto seguido en la pantalla, pues me lo guardaré para leerlo a pocos.

Si quieres fotos ilustrame sobre el tipo de fotos que quieres y veré si tengo.