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El Rey de la Caverna

Érase una vez un rey que habitaba una Caverna. Pequeño, enjuto y avispado, tenía unos ojos, inteligentes y ávidos, que protegía bajo dos paraguas negros que apuntaban un nuevo color merced a esas primeras nieves que anuncian el inicio de la postrera estación. El monarca jamás abandonaba su trono y, si lo hacía -cosa extremadamente inusual-, siempre era acompañado por alguno de sus fieles vasallos.

El rey de la Caverna dirigía vidas y destinos desde su atalaya oscura, casi parda por la falta de luz, energía que ilumina e inspira el discernimiento. Siempre rodeado por sus fieles, recibía las noticias del reino bajo el tamiz de enfoques interesados. Aunque sus dominios eran limitados, el dignatario apenas conocía a sus súbditos. Ignoraba sus intereses y preocupaciones y desconocía sus deseos y anhelos. Sin embargo, el rey creía dominar su reino.

Los habitantes del reino eran gentes oriundas del lugar y otros llegados de lejanas tierras que, sabiendo de la bonanza del país de la Caverna, habían acudido en busca de vidas mejores. Al principio las tierras y zonas de acampada fueron abundantes, cómodas y al abrigo de los vientos. Pero, a medida que el reino fue creciendo en extensión y población, los habitantes cada vez encontraban mayores incomodidades. Escaseaban los alimentos, el abrigo de la caverna ya no era suficiente y los recién llegados, y algunos viejos que habían sido desplazados por nuevos vasallos, se hacinaban en covachas improvisadas en las que almacenaban sus enseres más queridos.

El rey de la Caverna dirigía su reino inconsciente de la situación que atravesaban sus súbditos.

Sin embargo, un buen día, los suspiros y sollozos de los que aguardaban fuera llegaron hasta el rey. Cuando el monarca preguntó a sus fieles vasallos por el origen de las quejas, aquellos que habían permanecido al abrigo de la caverna y calientes gracias al fuego del rey, no supieron encontrar una respuesta. Entonces, en un acontecimiento único que sólo se producía la luna anterior a la llegada del invierno, un pequeño rayo de luz consiguió atravesar los miles y miles de toneladas de piedra que protegían la Caverna. El rey, entonces, descubrió una nueva cara de sus fieles vasallos. Una expresión que sólo aquella luz furtiva había puesto de manifiesto. Y el rey, sollozando a su vez, en armonía con sus súbditos, exclamó: Durante todo este tiempo sólo he conocido la cara que me presentabais. Ahora, gracias a esta luz huidiza que sé que no perdura, descubro nuevos aspectos desconocidos para mi. No sé nada de vuestras vidas, deseos o temores. ¿Cómo he podido gobernar mi reino ante esta falta de información?

En ese momento, sin embargo, el pequeño haz de luz que se había mantenido tembloroso sobre el grupo de vasallos se esfumó. El rey se dio la vuelta y volvió a su trono en medio de la Caverna.

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