Más flores
Tengo en mi casa, encima de la mesa de la cocina, dos pequeños manojos de flores amarillas. De esas que crecen libremente junto a las veredas. Parecidas a las que uno puede encontrar cuando un domingo por la mañana sale a dar una vuelta por los campos de los alrededores. Muy similares a las ves cuando recorres un sendero de montaña. Parecidas a aquellas que, cuando éramos pequeños, arrancábamos sin cuidado en una carrera desenfrenada por llegar al final del camino antes que nadie.
Son dos pequeños ramilletes de un verde musgo en el que las flores, de amarillo intenso, se yerguen orgullosas durante el día y se vuelven tímidas al abrigo de la noche escondiendo su rostro y velando sus pétalos hasta que el amanecer les devuelve a la vida.
Las flores que han llegado a mi casa no tienen el relumbrón que presentan esas grandes margaritas que se asoman a los escaparates de algunas floristerías, ni el perfume insípido de los frutos de invernadero, ni los pétalos perfectos que sólo el jardinero consigue a base de injertos y humillaciones.
Nada de eso. Mis flores, las amarillas, tienen la fortaleza que les ha conferido una tierra parda, la tristeza de una tarde de invierno en la que el cierzo ha soplado hasta casi arrancarlas de su base, la humedad de esa lluvia que cae constante y liviana pero que empapa los campos. Mis flores, las amarillas, tienen imperfecciones, rasguños, heridas profundas también, fruto de los vaivenes a los que las ha sometido la corriente que genera el viento cuando sopla cerca del agua y levanta las hojas. Esas niñas mimadas del viento, que viajan sin orden ni concierto. Esas criaturas caprichosas que unas veces suben y otras veces bajan. Esos vestigios que resisten el invierno a la espera de una primavera que cada día está más cerca.
No recuerdo cuándo fue la última vez que hubo flores en mi casa. Quizá coincida con aquel tiempo en el que aún sabía besar. Pero si de algo estoy segura es de que aquellas fueron flores de invierno, frías, sin aroma, perfectas y duras. No como las que ahora adornan mi casa. Mis flores, las amarillas, han traído un calor desconocido. Una ternura que emociona. Un aroma tan intenso que, aún cuando no estén, seguirá impregnando cada espacio de mi hogar. Una luz que se refleja en todos y cada uno de los pétalos de todas y cada una de las flores amarillas de esos dos ramilletes verdes. Mis flores, las amarillas, las que han llegado por sorpresa, sin saber muy bien cómo ni cuándo, han conseguido además aflorar algunas preguntas que aguardaban ocultas en un corazón puro. Preguntas directas, duras, incisivas, ansiosas de encontrar respuestas. Preguntas que duelen pero que alumbran una nueva certeza. Preguntas que otros querrían formular y por respeto no plantean. Preguntas que sólo la inocencia con la que se expresan convierten el dolor de la respuesta en una herida más liviana.
Mis flores, las amarillas, duermen ahora acunadas por el fondo acuoso en el que se bañan.
Mis flores, las amarillas, esconden sus pétalos. Tímidas, vergonzosas.
Mis flores, las amarillas, despertarán mañana con el valor que les dio la tierra.
Mis flores, las amarillas, volverán a desplegar sus pétalos con el esplendor que sólo un sol radiante permite.
Mis flores, las amarillas, suspirarán con la caricia del rocío.
Mis flores, las amarillas, extenderán sus pétalos y, unidas, aguardarán el verano.
La foto, aquí.
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Lamia -
carlitos -