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Ensoñaciones

Pregunta

Pregunta

Si alguien dice que te amo...

pregunta cuánto.

Y te diré: un destello.

El espejo de la luz sobre el helecho caduco;

instante de cordura en un sueño inalcanzable.

El recuerdo del suspiro que la ola bosqueja en la arena.

Un copo de nieve fundido en los dedos. Un pedazo de cielo.

El lamento del cierzo enlazado en un árbol.

El vacío que deja el deseo. Un hilo de seda, un puente.

También un silencio.

 

Si alguien dice que te amo...

pregunta cuándo.

Y yo diré: sólo un momento.

El encuentro de miradas fundiendo el abismo que recrea la Nada.

Espejismo de cuerpos desnudos.

Las burbujas de una copa.

Un reloj de arena.

El sol y la luna. El mar y la roca. La arena y el viento.

Un momento en el ruido.

Y también, ¿por qué no?, en todos los silencios.

 

Si alguien dice que te amo...

pregunta hasta cuándo.

Y, en la distancia, diré: mientras llega tu voz.

Hasta el último aliento.

En cada palabra,

en el brillo de los ojos,

en el gesto: en tu desaliento.

El anhelo de tus besos.                                                                                  

Lo que queda en el recuerdo:

ese calor de tu mano acunando el silencio.

 

Si te dicen que te amo... atiende al viento.

Quizás las miradas, el sol, la luna, la arena, el helecho,

el deseo, el recuerdo, un suspiro o un beso....

puedan vencer este silencio.

 

Foto: M. A. Latorre.

Cigüeñas

Cigüeñas

El sol se ha despertado hoy cuando yo ya caminaba por el parque. Mientras lo atravesaba, he sentido el frío en los huesos, el aire de este mes de diciembre que va desgranando los días previos a la Navidad. Y apresurada, por ese camino que me gusta, he levantado los ojos al cielo para encontrar dos cigüeñas que regresaban de su primer vuelo. Amplias, elegantes, las alas extendidas, sobre el edificio de las cúpulas doradas.

La foto, aquí.

Hielo

En mis paseos por los blogs amigos me siento parásito porque mis palabras nacen de ideas que traigo de un viaje ajeno. A veces encuentro matices que ponen nombre a mis sentimientos. En otras ocasiones es una noticia, una imagen, una foto... Y aunque estoy convencida de que sus razones están alejadas de las mías, no puedo silenciar las palabras que surgen de esos retazos de historias ajenas.  

Este texto lo traigo de la casa de LaMima.

 

Tu ni lo imaginas, pero

si te alejas un momento...

me inunda el hielo.

 

 

Y de él ha surgido este sueño:

 

 

Tu ni te lo imaginas, pero

si te alejas un momento...

me inunda el hielo.

 

Ese manto de escarcha infinita que protege

el corazón desierto...

cubre de nuevo el abrigo que guarda tu nombre

anudado en aljófares.  

 

Rocío permanente que limpia el alba,

celosa de tu ausencia,

permite que el hielo transite en silencios constantes

llenando el espacio.

 

Tu ni te lo imaginas, pero

si te alejas un momento...

me inunda el hielo.

 

Paisajes vacíos, cuencas exánimes,

páramos desolados y antiguos en los que el frío,

intenso, silente,

hace victoria del duelo.

 

Escarcha.

Helada blanca que cubre

un espacio indolente de nadas y ausencias,

de temor, de miedo.

 

Tu, que ni lo imaginas.

cuando te alejas,

 permites que el  hielo adivine el final

y doblegue la lava que aún templa mis venas.

 

Tu ni te lo imaginas, pero

si te alejas un momento...

me hiere el hielo.

Apagón

Es curioso. Nunca le ha temido a la oscuridad. Ni siquiera cuando era pequeña. En realidad, no es una persona pusilánime. Bueno, si quitamos que tiene vértigo  (y eso consiguió vencerlo este verano subida a los árboles detrás de su hijo en un parque de tirolinas) y le dan miedo los pájaros (contra esto, que es así desde que tiene conciencia, ya no lucha. Simplemente vive con ello). Pero, a parte de eso, normalmente se enfrenta a las situaciones que encierran un cierto peligro con bastante serenidad.

 

Sin embargo, hoy le ha ocurrido algo sorprendente. Bueno, lo ha sido al menos para ella. Y es extraordinario porque jamás ha temido la oscuridad.

 

Hoy, que tenía clase de baile, L. A. ha registrado un apagón. Una ausencia de luz total en una noche, que ponía fin a un trimestre de carreras y pequeños sacrificios para poder llegar a clase cada jueves a las ocho y media. Justo cuando bailaba con J. L.

 

En un grupo en el que la media de edad debe de rondar los 55, J. L. baja bastante ese ratio. Y no sólo eso. Es además uno de los bailarines con los que mejor se desenvuelve en clase. Quizá porque su nivel y el de ella son bastante similares, o quizá porque la hace reír. Y que un hombre consiga arrancarle una sonrisa siempre es un punto a favor del varón, más si llega incluso a la carcajada.

 

Es curioso pero no baila igual con todo el mundo. Hay compañeros de danza con los que desde el primer momento se entiende a la perfección y se adapta a ellos como un guante y otros con los que, desgraciadamente, cada pieza es una batalla constante por defender un terreno en el que no permite que todo el mundo se deslice. J. L. pertenece, sin duda, al primer grupo.

 

Estaban bailando cuando la luz ha desaparecido. Completamente. La sala donde bailan no tiene ni una sola ventana. Está al final del local, con lo cual la luz de la calle no llega. Y, de repente, se ha encontrado en medio de la sala, agarrada a la mano de J. L. como si ella fuera una tabla de salvación. Se ha quedado totalmente paralizada e incapaz de reaccionar o de moverse.

 

El resto de los compañeros ha empezado a buscar los móviles y a tratar de aportar algo de luz al recinto que, os aseguro, para ella ha pasado de ser un lugar de diversión a convertirse en una caverna. Y eso sólo en unos segundos.

 

Y ha seguido allí parada. En medio de la sala. Agarrada a J. L. Sin poder hacer otra cosa que asir su mano. Sin pensar. Sin hablar. No podía. Sentía el terror congelando la sangre de sus venas.

 

Y J. L., que es un gamberro, ha empezado a hacer bromas. Sin soltarle la mano. Y se ha metido con ella. Sin soltarle la mano. Y se ha quedado quieto a su lado. Sin soltarle la mano. Y cuado se ha dado cuenta de hasta qué punto se había paralizado el terror, sin música, si luz, sin ver nada, ha hecho lo único que podía sacarle de esa situación: se ha puesto a bailar.

 

Así contado produce una cierta hilaridad. Una sala llena de gente, ni un solo rayito de luz, y dos destalentados bailando al son de su propio canturreo. Ajenos a todo cuanto ocurría a su alrededor. Así, hasta que ha vuelto la luz. Y entonces, han descubierto que otros hacían lo mismo. Y ha recordado que ya en las cavernas, los hombres, desde los albores de los tiempos, bailaban y cantaban para ahuyentar sus miedos.

 

Y han seguido riéndose porque, sin saber cómo, ambos han recordado las viejas películas de Fred Astaire y Ginger Rogers y han bailado una salsa al ritmo de aquella vieja canción que ambos interpretaban en "Sombrero de Copa" que decía algo así como "Heaven, I´m in heaven"... y terminaba "dancing cheek to cheek". Eso sí, la han tarareado juntos porque seguían sin música y sin profesor... que les había dejado tratando de buscar el origen del problema.

 

 

Algo más cálido... cuando termina noviembre

Algo más cálido... cuando termina noviembre

Muchas veces, los amigos esperan de nosotros aquello que no estamos preparados para ofrecer o que quizás ni siquiera sospechamos que precisen. Sin embargo, con los verdaderos amigos llegamos a establecer un vínculo que a veces nos permite detectar ligeras señales que nos hablan de la necesidad de un abrazo, de un beso, de una palabra amable, de un espacio de tiempo para escuchar sus cuitas. O a veces puede ocurrir que necesiten una cierta distancia para elaborar sus historias en soledad.

 

Mi mes de noviembre, que ha estado vestido de oscuro, lleno de hojas caducas y de nieblas, ha sido un mes doliente. Durante este tiempo he preferido el aislamiento y la reflexión. Mis amigos recientes han susurrado acerca de mi ausencia. Mis amigos de siempre han respetado mis silencios. Hay un nuevo amigo con el que hablé por primera vez en el peor día de noviembre. Y otro, tremendamente querido, al que ese día ni siquiera contesté un mensaje de apoyo a pesar de que estuvo.

 

Ahora, finalizado un tiempo que aunque parecía eterno ha pasado en un suspiro, vuelvo los ojos al mundo e intuyo que, cuando mi noviembre termina llevándose momentos tristes, hay amigos que se preparan para afrontar el invierno. Amigos a los a veces no llamo y opto por un mensaje apresurado. Un conjunto de palabras que, a pesar de todos los guiños, no deja de ser un bloque de letras sin matiz a las que es imposible cargar con todo el peso emotivo que arrastran. Y ese amigo que sientes tan cerca responde que esperaba un mensaje más cálido. Y eres consciente de que, una vez más, no has sido capaz de dar vida a las palabras. Quizá por falta de tiempo. A lo mejor porque no era el momento.

 

Siempre lo he dicho: la elocuencia verbal no es uno de mis fuertes. Y la escrita, requiere de tiempo, de esfuerzo, de reflexión y de sentimiento. Por eso, con más calma, quiero compensar unas palabras apresuradas con las que acabo de plasmar, escritas desde el corazón, y compartir además con él este baile narrativo que interpretan el mar y la roca a partir de una fotografía de Miguel Ángel Latorre, con la esperanza de que le recuerden la calidez del verano, que siempre vuelve. Sólo hay que saber esperarlo.  

 

 

Ha vuelto los ojos al mar, que estaba esperando. Sobre el promontorio que se yergue orgulloso, hacia el horizonte, se asoma a la eternidad de sus vaivenes. Y esa oscilación cambiante de cristales transparentes le atrae, como un amante. Un susurro roza su piel y la eriza, mientras la espuma crestea las olas.

 

Ella, de espaldas al embrujo de su voz, resiste. Sin embargo, su nombre, apenas pronunciado, suena como nunca antes. Siente que sea otra. Tan dulce se expresa.

 

Lentamente, desde la roca, gira su rostro. Esperando... Es el mar. Ella permanece. Estática en un promontorio. Unida a él, sin saberlo, en fusión incandescente.

 

Y el mar, cansado de tanto viajar, buscando reposo en la orilla, descubre ese nuevo ser, que surge de la roca con la fuerza de los siglos. Los pies anclados al suelo, que supura junto al agua pedazos de cielo. Y, aún sin quererlo, acaricia la roca sobre la que ella gime. Y el tiempo pasado, largo y comprometido, ha preparado el camino para un encuentro perfecto: mar y tierra, vaivén y murmullo.

 

El mar, que es sabio, eterno, profundo, muestra todas sus caras. Ella prefiere el susurro. Pero atisba la tormenta, cuando el viento agita sus cimientos y, desde el fondo, surge la fuerza eterna que lo consume. Entonces, el agua se arbola. Se enrosca. Salta en cabriolas locas. Avanza pariendo las olas, que surcan espacios prohibidos. Porque el mar, imbatible, también requiere un espacio: sobre el promontorio, frente al horizonte. Y, aunque la fuerza que imprime a las olas sube escarpando el talud, ella está lejos, ausente. La roca, que aísla y protege, la mantiene limpia, al abrigo del mar, tan cálido... Sólo algunas gotas pequeñas, sublimes, surcan su rostro mientras funden con las lágrimas que derrama al ver que el sol se aleja. Astro luminoso que apaga su fuego en olas coléricas, deja sobre el mar reflejos eternos que hablan de retos, de amor, de silencio.

 

Y el mar, imbatible, sigue esperando. Superficie exangüe. La vida se escapa. Las olas ya no suspiran. Sólo permanecen. Descansando. Y la espuma, que en la tormenta forma corrientes furiosas, se funde ahora con el agua,  amalgama constante que duerme.

 

El mar ya no tiene fuerza. ¡Perdió tanto!  Ahora sólo queda el reflejo de lo que fue. Un suspiro. Un anhelo de lo que pudo ser. Porque el encuentro, aún imaginado, fue tan limpio... Caricia soñada: la ola se vierte en la arena con el sabor añejo de una costumbre. Y la playa acepta que llegue, consciente de que la estancia será breve. Aunque, en el fondo, desea que ese baile constante siga para siempre.

Fernando Sarria

Un poema de Fernando Sarría para empezar la semana.

 

Puedo devorarte en un portal,
amarte en un baño de bar
junto a las cajas de cervezas vacías,
dentro de un coche en lo oscuro
o entregados en una cama de motel,
no importa el sitio,
lo único será lo que tendremos…
el uno al otro y el mundo parado.

Silencio

Silencio

He descubierto que en la vertiente en la que el sol se pone la aurora llega perezosa. Y más cuando un manto de lluvia humedece la madrugada. En la penumbra, y en medio del silencio que llena la plaza, los pasos perdidos resuenan sobre las piedras con el eco infinito de los muros.

 

Rodeando su perímetro, he franqueado la puerta, tras subir la escalinata que guarda el silencio. Una vez dentro, ese mutismo del que vengo escapando, me golpea con la fuerza de una ola enfurecida. Y el miedo, sujeto hasta ahora bajo siete llaves, aprovecha la sorpresa para instalarse en mi alma.

 

Casi a punto de volver sobre mis pasos, el calor de la Casa del Padre ha plantado batalla al temor que envuelve el espíritu. Y, poco a poco, como siempre ocurre, Él ha ganado la batalla.

 

Despacio vadeando el tiempo silente que rodea los bancos, he elegido uno cerca del lugar en el que los susurros conjuran el arrepentimiento. La luz roja habla de una presencia humana.

 

Aunque he descubierto que en la vertiente en la que el sol se pone hay un lugar para la reflexión, el espíritu está tan agitado que no encuentra el camino hacia a luz y prefiero el encuentro directo. Conversación nueva con un Amigo antiguo, el diálogo surge a trompicones. Con excusas. Y, a medida que el tiempo transcurre y el corazón espera, la paz me llena. Y sin la carga de pesos ajenos y sueños perdidos aprendo de nuevo a dar las gracias. Por lo que hay. Por lo que tengo. Por lo que vendrá.

 

Y después, mucho silencio después, pido valor. Más. Para olvidar que una vez anhelé lo que no era mío. Para saber mantener lo que siempre fui. Para cultivar lo que siempre tuve.

 

Y al levantarme, junto al lugar en el que los susurros generan paz, respiro de nuevo. Y sonrío. Y la luz me llena de nuevo a pesar de que la escalinata tras la que se esconde el silencio está más húmeda, más resbaladiza a causa del sirimiri que cae sin cesar. Sin embargo, desciendo segura, sin miedo. Porque el silencio, que me pareció muy largo, fue bueno.

 

 

 

                                                        

La foto, aquí.                   

Una de citas

En mis paseos por los blogs amigos he encontrado esta cita:

 

"Sólo porque alguien no te ame como tu quieres no significa que no te ame con todo su ser".

Aún noviembre

Noviembre, en silencio,

impone sus reglas.

Y el dolor que trajo el otoño

no cede espacio al invierno.

 

Hay una herida profunda,

que traspasa incluso la niebla más densa.

En la noche, que corre lenta, el alma busca razones que el corazón desprecia.

 

La bruma cubre el espacio.
Y por debajo, pidiendo excusas,

quedan palabras:

escritas, susurradas, ignotas.

 

Sin embargo yo... No tengo nada.

Sólo silencio.

Sólo la niebla, el corazón, el alma.

Y la pregunta.

Incorrecta. Suspendida. Sin respuesta.

Niebla

Niebla

 

La niebla esconde las flores. Todas y cada una de ellas. Las que resisten el otoño y aquellas que, escondidas en los libros, vivieron el calor del verano.

 

La niebla ha llegado esta mañana. Como el velo de una novia, ligero y sutil, sostenido en el viento. Como el vaho que trae la emoción a los ojos. Con su silencio. Polvo de estrellas.

 

La niebla -que transforma paisajes, sonidos y personas desdibujando la memoria- permanece. Aire denso y pesado. Recuerdos antiguos. De otras vidas. Fueron existencias en las que el sudor helado del rocío llegaba cada mañana para quedarse. Y el sol, que no estaba, alentaba pasiones imperfectas. Emociones muertas. Resecas por el viento. Y sólo la niebla, con el poder que el agua instila, despertaba del sopor una piel arrugada, marchita, ahogada.

 

La niebla ha llegado esta mañana y el frío que le acompaña ha herido las hojas de muerte. Batían en lo alto, lastimando pensamientos y emociones. Bañadas en un sudor frío. Su olor, humedad y primavera, recordaba que el invierno está cerca.

 

Pero antes, este noviembre reseco, callado, pesado, certero, resistirá un poco más. A pesar de las flores, de las hojas que reniegan del frío que les impele al letargo. La niebla, que atenúa la luz, oculta todo. Y adormece. La niebla esconde las flores. Todas y cada una de ellas. Y, en silencio, caen. Despacio. Dañadas. Muertas.

Julio Cortázar

"Nada está perdido, si tenemos el valor de proclamar que todo está perdido y hay que empezar de nuevo".

Dentro y fuera

Dentro y fuera

Llueve

El agua sigue cayendo impenitente sobre Zaragoza. Empezó ayer por la tarde-noche y sigue sin parar. La lluvia y la nostalgia. Porque el otoño entierra sus raíces a medida que se prepara para dar paso al invierno pero la nostalgia que ha traído no cede espacio.

Noches de Tormenta

He ido al cine. Sola. A la primera sesión de la tarde. Como a mí me gusta.

 

La mayoría de la gente que conozco no quiere ir al cine sin compañía. Unos me cuentan que les da corte, otros que les parece aburrido y alguno ha llegado a decirme que el día que no tenga nadie con quien acudir a ver una película significará que está tan solo que ya nada tendrá sentido. En fin.

 

A mí siempre me ha gustado ir al cine sola. No me agrada que quien se sienta a mi lado haga comentarios sobre la película, los actores o tal o cual aspecto del diálogo o del escenario. El cine tiene para mí un misterio al que la masificación de las sesiones vespertinas o el ruido de las palomitas y las bolsas de plástico de las gominotas le quitan parte de su magia.

 

Me encanta sentarme en medio de la sala, sin nadie alrededor. Y reír, llorar, compadecerme, enfadarme o alegrarme yo sola. Sin necesidad de tener que disimular mis emociones ni contenerme. Y esperar a que la película termine. A que pasen los títulos de crédito y la banda sonora haya finalizado. Y levantarme cuando se encienden las luces y en la sala ya no queda casi nadie. Y salir fundiéndome de nuevo con el mundo. Sin embargo, he de reconocer que éste es el único momento que me asusta. No me importa hacer fila en la taquilla, ni pasear haciendo tiempo para que la sesión empiece, ni soportar los miles de anuncios que las distribuidoras proyectan al inicio de cada película. Ni sentarme en medio de la sala mientras las parejas y grupos de amigos buscan acomodo al tiempo que se preguntan qué hará esa tipa ahí y qué clase de persona será para atreverse a ir al cine sin compañía (preguntas que, por otra parte, me hago yo cuando voy con mis amigos alguna vez al cine y veo alguien en esas circunstancias. Sobre todo mujeres. Porque ya se sabe que los hombres han hecho tradicionalmente cosas que las féminas hemos tardado más tiempo en imitar).

 

Nunca me ha gustado interrumpir ese momento mágico que se produce cuando un film termina. La capacidad que tengo para imbuirme en las historias y disfrutarlas hace que necesite de un periodo de transición para volver a la realidad. Y eso, que cuando uno está en su casa se lo puede permitir, no es posible sin embargo en una sala de cine en la que las luces se encienden de repente y tienes al acomodador esperando a que te levantes y pensando si eres una de esas chifladas que no tiene a nadie en el mundo y ha elegido "su" cine para montar el numerito de turno.

 

Pues no, no soy ninguna chiflada (al menos eso creo). Pero hay veces que me cuesta regresar a la realidad y pagaría por tener un ratito más sentada en la butaca, escuchando la banda sonora y realizando esa transición de la ficción a la realidad con mayor reposo.

 

La película que he visto este fin de semana es "Noches de Tormenta", con Richard Gere y Diane Lane como protagonistas. Supongo que a estas alturas del fin de semana no desvelo nada si digo que es un melodrama romántico para el mayor lucimiento del americano.

 

He de confesar que he visto Pretty Woman las dos millones o tres de veces que la han pasado por televisión. En cada una de las cadenas, quiero decir. Me sigue emocionando todavía la escena final con la música de ópera atronando la calle. Y, aunque sólo fuera por eso, habría ido a ver la película. No puedo decir que no me ha gustado y tampoco puedo analizar demasiado para no estropear la película si alguno de los que me leéis decidís ir a verla.

 

No obstante, fui al cine convencida de que vería una bonita historia de amor, con final feliz, que me alegraría la tarde. Porque, tal y como ha he comentado alguna vez, aunque me gusta mucho el cine, cuando pago una entrada lo hago para disfrutar. Las películas de fondo, las que te hacen llorar, las que plantean los grandes dilemas de nuestra existencia las dejo para el videoclub. Porque entonces ya sé de qué van y decido el momento en el que me apetece ver unas u otras. Sin embargo, cuando voy al cine, lo que me gusta es disfrutar, evadirme, no pensar demasiado y encontrar historias con final feliz, insisto.

 

El sábado no fue así. Salí fatal del cine. Me pareció un dramón sin sentido y lo único que pude salvar fue la correspondencia epistolar que los dos protagonistas mantienen en un momento determinado de la película y el hecho de que, con pocas palabras, impulsaran su relación, expresando tantas cosas.

 

Siempre he sentido envidia de esas personas que son capaces de decir más con menos. Quizá sea porque, paliando mi falta de elocuencia verbal, cuando escribo trato de ser tan prolija y detallada a fin de expresar todo lo que quiero contar que construyo textos interminables a los que mi limitada audiencia debe renunciar en el segundo párrafo. Sin embargo, y desde que tengo memoria, ha sido así: tengo dificultades para transmitir mis sentimientos y, sin embargo, en cuanto tengo una hoja de papel y un bolígrafo cerca puedo escribir y escribir y escribir, y analizar y explicar y contar. Puedo llorar con la pluma y también reír. Y me gustaría pensar que también consigo conmover a mis potenciales lectores.

 

Quizá mi estado de ánimo no fuera el mejor para ver este tipo de película. Sin embargo, antes de entrar valoré la posibilidad de que no fuera lo que yo esperaba y, aún así, consideré que tampoco me vendría mal echar unas lagrimillas de esas que salen fácilmente y que relajan el alma.

 

Sin embargo, durante toda la película, a pesar de que tuve el corazón en un puño en varios momentos, no derramé ni una lágrima. Y eso que ambos protagonistas hacen méritos para instarte a ello a lo largo de todo el metraje. Quizá por eso, porque no derramé las que llevaba ni las que esperaba acumular durante su proyección, salí del cine con tan mala sensación.

 

El que pretenda ir a verla puede hacerlo porque el argumento merece la pena y está muy bien rodada. El peso de la interpretación recae mayoritariamente sobre Gere y Lane y ambos están a la altura de lo que se espera de ellos. Pero algunos paisajes, imágenes y situaciones tienen para mí connotaciones excesivamente personales. Quizá por eso experimenté un sentimiento al que, desgraciadamente, he recurrido en demasiadas ocasiones durante los últimos años. Como si de una estatua de sal se tratara, cuando el dolor es demasiado intenso, noto como el hielo se instala de fuera a dentro de mi corazón y lo paraliza y anestesia. Y ese frío se extiende como una marea por el resto de mi cuerpo. Se instala en el estómago, salta a los ojos y en segundos, el frío se ha apoderado de todo.

 

Menos mal que Chopin siempre actúa como un bálsamo y ha vuelto a derretir parte de ese hielo. No todo. Porque si el calor vuelve de nuevo, regresará también el dolor. Y me costó mucho encerrarlo en el Baúl. Es mejor no levantar la tapa. Todavía.

Ausencia

Me duelo de tu ausencia y me pesa tu silencio. Te añoro. Tanto, tanto.... Y me pregunto dónde estás. Porque quizás un bosque te acoge mientras piensas junto a mis hayas.Y eso duele también.

Envidio el musgo que te roza, las hojas que apagan tus pasos, el viento que revuelve tu pelo, las ramas que azotan tus ropas, el sol que acaricia tus rasgos. Te añoro.

Tanto, tanto... Que me rebelo. Y me duelo de tu ausencia. Y me rebelo, siempre, cada día. Y parece que fue hace años cuando nos vimos, lustros cuando hablamos y un tiempo imposible cuando nos rozamos.

Y la lucha continua: vísceras y cerebro. No hay previsto un desenlace para esta batalla porque navego entre ambos bandos. Como un borracho en una noche oscura, voy de un lado a otro sin rumbo ni destino. Siguiendo sólo la estela de tus pasos, la sombra de tu voz.

¿Me buscas en el bosque? ¿Me recuerdas? ¿Luchas también mientras disfrutas la gloria de la conquista? Porque la victoria fue total. Y la rendición también.

Y Lamia sigue esperando, como siempre, en la piedra junto al arroyo, donde la viste por última vez.  

Un sueño

Un sueño

¿Se puede dedicar un post? Si es así, con la promesa de que algún día confío en escribirle uno mejor, éste se lo dedico al hombre que lleva el corazón en las alas.

 

 

Hoy he soñado.

Es una novedad porque, después de varias semanas de insomnio pertinaz, hoy he soñado. Aunque habitualmente alterno periodos de sueño fácil con temporadas en las que tengo mucha dificultad para dormir, la última quincena ha sido un tiempo de vigilia. Unos días en los que el pensamiento me llevaba hacia conversaciones y acontecimientos que me causaban tal desasosiego que el sueño rehuía mis párpados. A medida que mi cabeza ponía un poco de orden en los sentimientos, el sueño ha ido llegando reservando sin embargo el último y el primer momento de consciencia para el objeto de mis preocupaciones. Sigue aún tan presente que cada mañana, mientras el agua se desliza sobre mi piel, hago un esfuerzo de voluntad. Sólo aspiro a que llegue la noche, un día más. Uno tras otro. Puede que así consiga extirpar esta congoja que me atenaza el corazón y me revuelve el estómago. Y, sin embargo, transito la jornada subida en una montaña rusa: arriba cuando lo siento a mi lado, abajo cuando se aleja. Y procuro que la cumbre sea cada día menos alta y el agujero menos profundo. Pero no evito la feria. Porque, a pesar de todo, me siento viva. Viva después de mucho tiempo.

Y vuelvo al principio. Porque hoy he soñado. No lo hago habitualmente. Y tampoco suelo tener pesadillas (aunque alguien me ha confesado que se las provoco, ¡lo siento!). O si ocurre, no guardo recuerdos de esa evasión onírica que, según los psiquiatras, nos permite afrontar la vida sin enloquecer. Y es que no tengo conciencia de repasar inconscientemente más allá de lo que llena el noventa por ciento de mi tiempo: es decir, mi trabajo. Sin embargo, hoy no he soñado con ello. Aunque algún entendido en interpretación de sueños, que lo habrá, seguro que saca pelos y señales a cuanto pueda contar.

Hoy he soñado que estaba en Pamplona. Dicen que siempre volvemos a los escenarios de nuestra niñez. Paseaba por sus calles con un grupo de gente desconocida, la mayoría mayores que yo, y se supone que estábamos visitando sitios turísticos de la ciudad. En un momento determinado, el guía nos hablaba de unos pasadizos que el ayuntamiento había descubierto y rehabilitado recientemente (supongo que he recuperado de mi memoria algo que me contó mi madre hace poco y es la recuperación por parte del Ayuntamiento de Pamplona de una serie de callejones que habían permanecido años en una situación de desahucio y abandono). En realidad no se trataba de un callejón sino que más bien parecían una especie de túneles similares a esos por los que habitualmente se deslizan los espeleólogos. Yo iba pertrechada con mis inseparables botas de monte azules y me tiraba por el pasadizo decidida, sin temor y, sin embargo, con la convicción de que había un obstáculo que no iba a ser capaz de salvar. Y, efectivamente, los turistas que iban delante de mi pasaban sin problemas por un estrechamiento del túnel mientras que yo no sólo no lo conseguía sino que me quedaba completamente atascada. Y no se trataba de una cuestión de volumen porque los que iban delante de mi eran bastante más voluminosos.

Y ahí me he quedado porque la alarma del despertador ha venido en mi rescate.

Y, recordando el sueño, me he percatado de que no es la primera vez que lo tengo. Porque, aunque he comentado que habitualmente no recuerdo mis sueños, si que es verdad que tengo otro sueño recurrente que siempre aparece en periodos de dificultad en el que me encuentro ante una pared de ladrillos que derribo quitando los cantos uno a uno. Aunque nunca consigo retirarlos todos antes de despertar.

Decía antes que alguien que sepa algo de interpretación de sueños sacaría pelos y señales a esta historia pero, en realidad, no hace falta. Estoy atascada. En varios frentes de mi vida. Y está claro que tengo que empezar a tomar decisiones. El problema es que siento que las cosas no sólo dependen de mi sino que hay terceras personas implicadas y eso complica la solución a los problemas.

En cualquier caso, soñar sienta bien porque en mi caso significa que he conseguido dormir. Aunque mi cabeza vuelva una y otra vez al punto en el que mi corazón sigue anclado.

La foto, que es como un baile de dos sueños que se encuentran, es de M. A. Latorre, de su serie "La otra Expo".

Luna

Luna

 

Hay luna llena y me recuerda a ti. Llena la noche.

Suspendida, en su capa de gala, espera el alba.

Y se esconde.

En las nubes que, dulces, protegen su rostro.

Esperando la luz que hará que se funda buscando la estela que trae el rocío.

Mientras la contemplo,

apartando los ojos de una claridad tan diáfana,

recuerdo tu voz.

Y espero que suene, una vez más. Sólo para mí.

Como hace la luna. Que me regala el alba.

De blogs, bitácoras y paréntesis

De blogs, bitácoras y paréntesis

 

Mi querido profesor y Alas de Plomo han coincidido estas semanas pasadas en una reflexión relativa al tamaño e influencia de los blogs. Mientras uno se centraba en los blogs nacionales y aragoneses, el otro cruzaba fronteras y reproducía un artículo de Sarah Lacy en el que la periodista norteamericana explicaba que el blogging ha pasado de ser un mero fenómeno de aficionados a convertirse en un nuevo medio de formación de opinión. Del post de Alas de Plomo saco la conclusión de que si él es un blogueñín (como se autodenominaba cariñosamente), yo soy una blogueñinica. De la información que ofrece el artículo de Sarah Lacy deduzco que soy lo que, en una traducción muy libre, podría denominarse blogger por amor al arte. Es decir, aquel que lo hace por el mero gusto de llevarlo a cabo.

 

También he descubierto que lo que yo creía ser un blog ha resultado ser una bitácora. En definitiva porque, aunque lo que me empujó a entrar en la blogosfera fue la necesidad de encontrar una obligación para recuperar el hábito de la escritura creativa, a estas alturas de la película se ha convertido en el medio que me permite expresar mis estados de ánimo, desengaños, aspiraciones, miedos y deseos. Por lo tanto, blanco y en botella: bitácora.

 

En esta bitácora pues he contado vivencias, desengaños, historias reales o imaginadas, aventuras, desventuras... A través de ello seguro que habéis podido inferir algunas de mis actitudes vitales. Sin pretender hacer una declaración de principios, debería haber iniciado mi blog como hace India en una de sus canciones: "Dicen que soy". Aunque no me siento identificada con la letra, porque habla de una mujer completamente opuesta a mi, sí que me ha hecho pensar en el hecho de que todos tenemos una parte de nosotros mismos que nos resulta difícil aceptar porque encarna todo aquello que no nos gusta de nuestra personalidad. Desde hace unos días, y después de haber asegurado "dicen que soy una tía valiente", soy consciente de que no lo soy tanto como creía. Porque está claro que cuando uno hace una afirmación de este tipo debe estar preparado para todo lo que venga después.

 

Y hay cosas para las que, evidentemente, uno no está preparado. Una en este caso, no está preparada. He descubierto que sigo teniendo muchas dificultades para asimilar el rechazo. Debe ser que en esta compleja personalidad, mitad Lamia mitad muchas otras cosas, queda una reminiscencia de aquella época infantil en la que nuestra única aspiración era sentirnos amados. Evidentemente, desde mi más tierna infancia ha llovido mucho y he crecido (física y emocionalmente, es evidente) pero parece que todavía sigo anhelando la aprobación y el cariño de quienes me rodean.

 

Y todo esto me da pie para confesar que los sentimientos son como algunos árboles frutales. De algún hueso que alguien dejó olvidado surge una semilla que, con buen sol y los cuidados necesarios, se desarrolla hasta convertirse en un pequeño esbozo del gran árbol en el que podría llegar a convertirse. Con los sentimientos ocurre lo mismo que con esos pequeños brotes que encontramos en el camino. A veces acontece que viajamos distraídos y no percibimos su presencia pero otras, cuando estamos apunto de pisarlos, bordeamos la vereda para evitar dañarlos. Y si tenemos un poco de tiempo, llegamos incluso a transplantarlos y buscarles un lugar mejor para que se desarrollen.

 

Esas plantas son como los sentimientos también. A veces surgen en el lugar más inapropiado: un terreno estéril sin los nutrientes necesarios para desarrollarse; entre un matorral de espinos, que la ahogarán antes de que se desarrollo; o incluso en un terreno abrupto en el que sabemos que será muy difícil que salga adelante. Pero, aún así, nos empeñamos en que prospere.

 

Y, por encima de todo, los sentimientos son como las plantas porque nadie en su sano juicio las arranca por gusto. Aún a sabiendas de que tendrán un futuro difícil. Sin embargo, prefieren que no salga el sol, que no llueva, que la sombra se proyecte sobre ella para que la planta poco a poco se marchite, sin dolor.

 

Sin embargo, la raíz de ese tallo, que no se ve, que está oculta, se agarrará con fuerza a los estratos de la tierra buscando sustento para la planta, aquello que le permita aguantar la llegada de tiempos mejores.

 

Por eso, los sentimientos son como las plantas: es difícil acabar con ellos. Aún en el mejor de los casos; que es cuando de verdad queremos hacerlo.

 

Y termino diciendo, que aunque me considero con la libertad suficiente para escribir de todo aquello que me ocurre y me preocupa, creo que ya he cargado bastante al personal con mis historias. Voy por ello a tratar de hacer un paréntesis y alejarme lo suficiente como para conseguir que la raíz permanezca hivernando, sin molestar demasiado, esperando que el que conoce el secreto de las flores decida algún día volver a regarla. Quién sabe: quizá la planta vuelva a crecer o haya muerto definitivamente. Sin embargo, ese pequeño esqueje ha conocido un sol que ha brillado como nunca.

Por ello.... Gracias. Muchas gracias.

No soy agua

No soy agua

 

No soy agua.

No soy tierra.

Sólo aire que recorre un desierto.

Espacio en blanco de agua en cascada.

Nube gris que esconde la luz.

No estoy... ni soy.

Burbuja resuelta en un manto de agua.

Me esconde en un hueco,

lo deja tu estela.

Y espero. No soy.

Gotas amargas... tampoco son de agua,

cruzan el aire,

duro y triste.

No soy.

Ni estoy.

 

La foto es de M. Á. Latorre, de su serie "La otra Expo"

La palabra

Esto sí que es un pedazo de poema... y no esos divertimentos sentimentales que escribo yo...