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Cosas que me gusta contar

El Instituto

P. ha vuelto a sorprenderme. Incluso en la adversidad encuentra ventajas. Y, una vez más, nos da una lección. Contemporiza, explica, razona, argumenta. Y nosotros, quienes tendríamos que darle alternativas, como siempre….

A pesar de la mala noticia, el lunes ha sido brillante. Como P., a esta hora de la noche me quedo sólo con lo bello: un juego con palabras y letras, una confidencia al filo del mediodía sobre un regalo, un sueño en una cocina, un viaje de sube y baja y, por encima de todo, una esperanza que me hace sentirme ligera.

Descubrimiento

Descubrimiento

 

Un buen día te despiertas y descubres que sensaciones antiguas, olvidadas, o enterradas, o muertas... vuelven. Y regresan con la misma intensidad e insistencia con la que anteriormente te aplicaste en desterrarlas, con la inquietud que genera lo desconocido, con la urgencia del deseo insatisfecho. Un buen día te despiertas y descubres que vuelves a estar viva.

La foto es de M. Á. Latorre.

¿Felicidad?

¿Felicidad?

 

He oído esta mañana que no es posible la felicidad si no es tras un gran dolor.

 

 

 

Y he pensado. Un buen rato. Y le he dado una vuelta. Y después otra.

Y he concluido que en esta afirmación hay una parte de verdad. Aunque creo que no toda. No pienso que para alcanzar la felicidad sea preciso pasar previamente por el infierno. Sin embargo, cuando uno ha sufrido mucho, en el momento en el que la felicidad se atisba al principio se ve como un espejismo. Hace tanto tiempo que no convive con ella que uno ya ni recuerda sus características. Después, a medida que avanza el tiempo y el espejismo toma cuerpo, su consistencia lleva a pensar que se trata de algo real más que de una entelequia. Cuando menos algo posible y cercano. Es entonces cuando el deseo de alcanzarla es tan grande que el incrédulo camina hacia ella. Y, ante su contacto, etéreo y difuso, empieza a defenderla. Pelea por ella. Y poco a poco se instala en ella o, más bien, la felicidad se acaba instalando en uno mismo. Y, entonces, el afectado se abstrae y disfruta cada momento sin pensar en el dolor. El sufrimiento está tan lejos que empieza a parecer un sueño. Si no fuera porque todavía hay momentos que se lo recuerdan, uno podría creer que nada de aquello existió. Sin embargo, es indudable que todo lo vivido lo ha preparado para este momento. Para saber reconocer todo lo bello que la felicidad conlleva. Y uno, o una, según sea el sujeto, empieza a disfrutar de una nueva sensación que creía perdida para siempre. Y la felicidad se instala haciendo que cada momento merezca la pena ser vivido. Y convierte los lunes en jornadas llenas de luz. Y permite que el sol brille con el fulgor del verano. E incluso hace que uno llegue a pensar que podría ser la propia Ursula Andress en "James Bond contra el Doctor No" o el mismo James Bond.

 

Porque después de todo, la felicidad no está en lo grande. Reside en las pequeñas cosas, que es de lo que están llenos nuestros días. En esas palabras susurradas al comienzo del día, en una sonrisa cómplice, en un abrazo, en una mirada...

 

 

La foto, aquí.

Cumpleaños

 

P. nació hace doce años, un día como hoy. Pasado el tiempo, empiezo a pensar que fue a partir de ese momento cuando mi vida inició una senda que me ha llevado por paisajes agrestes en los que la ternura y el amor de P. me han ayudado a crecer. Él es sin duda la persona que más me preocupa y, sin duda también, la que más alegrías me aporta.

 

Cada mañana, aún cuando su físico y su mente corresponden a un muchacho de doce años, sus ojos, azules como un día de primavera y herencia de esa parte del Norte que lo habita, me hablan de una inocencia intacta, de un amor incondicional.

 

Por todo eso, por su sonrisa, por su alegría, doce años después sigo pensando varias semanas antes de que llegue este 19 (un 19 dichoso por fin) cómo puedo sorprenderlo y de qué manera conseguiré que éste vuelva a ser un día especial. Y en esta tarea consigo implicar también a su abuela, sus tíos, sus primas, sus amigos, los míos, mis compañeros... Y así, cada 19 de febrero, viéndolo feliz, crece en mí un orgullo tan profundo como incondicional es el amor que le profeso.

 

E intento que perdone mis ausencias, mis enfados, que me olvide de comprar sus plátanos, que nunca recuerde las citas con el dentista o el pediatra, que siempre llegue la última y me vaya la primera de las reuniones del colegio, los momentos que empiezo a robarle porque los necesito para mí, el día que olvidé ir a buscarlo al autobús, las mañanas que salgo corriendo antes de que termine su desayuno, las alubias verdes y las espinacas de bote, las conversaciones por teléfono interrumpidas, los fines de semana cambiados...

 

E intento que entienda que no he tenido elección.

 

 

(La canción, antigua antigua, le encanta. Y nos hace reír a ambos siempre que la escuchamos juntos. Y juntos la cantamos a voz en grito).

Recapitulando

Recapitulando

¿Por qué siempre que vamos al médico el paisaje que vemos desde su ventana es tan inhóspito y el cielo tan gris?

 

¿Por qué a veces resulta más fácil contar a personas que nos son totalmente desconocidas pensamientos tan íntimos que no nos atrevemos a compartir con quienes se encuentran más cerca?

 

¿Por qué el amor tiene que llevar siempre aparejado el sufrimiento?

 

¿Por qué después de todo lo acontecido aún mantengo intacta la capacidad de ruborizarme ante determinadas palabras o sentimientos?

Amigos

He pasado el fin de semana arropada por mis amigos.

¿Qué más se puede pedir?

Es curioso pero a veces basta sólo con un silbidito para que aquellos que te quieren bien estén junto a ti. Estoy más cerca de la felicidad de lo que he estado en muchos años.

Vuelve "El Efecto Canapé"

Vuelve "El Efecto Canapé"

Me estoy "quitando".... de comer....

 

Ahora que llega el nuevo año, todo el mundo hace propósito de enmienda y decide "quitarse de algo". Lo más habitual es quitarse del tabaco. Quien mas quien menos, los fumadores claro, cuando empieza el nuevo ciclo deciden que es el momento oportuno para dejar de fumar. Oportuno no, oportunísimo diría yo. ¡Animalicos! ¡Si es que no saben lo que hacen! En medio de las comilonas, reuniones familiares, cenas de empresas... Cuando menos apetece un cigarro (ja y ja) la gente va y decide dejarlo. Yo llevo casi veinte años sin probar un pitillo y todavía cada principio de año me hago el propósito de no volver a fumar. Y eso que este año he andado cerquita de recuperar el vicio. Sólo la visión de mi cartera (siempre con agujeros) más vacía de lo habitual por culpa del tabaco logró mantenerme en mi actual posición antivicio.

 

La gente "se quita" también del alcohol. Que es otra droga perniciosa donde las haya y absolutamente permitida y tolerada. Y no quiero hablar de otro tipo de drogas, de las que la gente se quita con muchísima dificultad si es que alguna vez lo logran. 

 

En mi caso, la comida ha sido y es una droga de lo más atractiva. Cuando estoy triste: como. Cuando estoy nerviosa: como. Cuando estoy contenta: también como. Cuando estoy preocupada: venga de comer oye. Eso si. Sólo hay una circunstancia en la que no como y eso ocurre cuando me enamoro. Como una becerrita. Y una, que es de natural enamoradizo, no había tenido muchas ocasiones para verse en esta tesitura últimamente. Así que en los últimos ocho años había cargado mi esqueleto con veinte kilos adicionales.

 

Para los que, como yo, somos estómagos agradecidos, la Navidad supone la vuelta de "El Efecto Canapé" con toda su virulencia. Para aquellos que no sepan de qué hablo, pueden darse una vuelta por este post y verán a qué me refiero.

 

Pues bien, hoy hemos comenzado la campaña. Menos mal que en esta primera ocasión he llegado tarde y me he tenido que ir pronto. El pecado ha sido únicamente un sorbito de cava para poder brindar con el jefe por la Navidad. Pero, oh dioses, mañana sigo. Con el otro jefe más gordo tenemos otro brindis. La experiencia me dice que en este caso no habrá sólo copita de cava. Sin embargo, creo que también podré escaparme con una sola coca cola entre pecho y espalda para poder caer en brazos de un auténtico festín de pasta y ensaladas en buena compañía, espero, seguidos por unas copitas.... que, me temo, no serán de cava. Menos mal que por la tarde hay baile y eso me hará quemar algunas de las muchas calorías que seguro que se reparten por mis lorzas.

 

¿Y el sábado? Pues el sábado otra comida de amigos... o un viaje. Casi preferiría el viaje porque si trabajo no como. Bueno, como pero menos.

 

¿Y el lunes? Más brindis, con más cava, más comida... Argggggg.

 

Y todo esto antes de llegar a los días críticos: Nochebuena, Navidad, Noche Vieja, Año Nuevo, Reyes... ¿Os suena? 

 

¿Os imagináis sólo por un momento lo que supone para un drogadicto de la comida, como yo, tener que pasar varias horas, durante varios días seguidos, delante de platos y viandas tan apetitosos de aspecto como de gusto sin pecar ni una sola vez? Pues la verdad es que supone una tarea de titanes. Y una fuerza de voluntad sobrehumana.

 

¿Cómo voy a hacer caso de los consejos de Alredor y Carlitos y dejarme llevar por mis impulsos? Que no chicos que no. Que es imposible. Que tengo que seguir domándolos porque se empieza dejando libre un impulso y los demás, cual caballos en manada, salen desbocados en tropel buscando un espacio libre en el que liberar sus músculos. Y, la verdad, últimamente ando muy sobrada de impulsos de todo tipo. Así que mejor no enredar.

 

En fin. Espero que estos días también me traigan horas de baile que contribuyan a contrarrestar El Efecto Canapé y terminemos las fiestas con un honroso empate. No aspiro a perder pero espero no ganar.

 

Ya os contaré.

Impulso

Había un antiguo anuncio de televisión que pasaban habitualmente coincidiendo con la época navideña que decía algo así como:

"Si un desconocido te regala flores.... Eso se llama IMPULSO".

Y resulta que lo que anunciaba era una colonia de nombre Impulso.

Pues bien....

impulso.

(Del lat. impulsus).

1. m. Acción y efecto de impulsar.

2. m. Instigación, sugestión.

3. m. Fuerza que lleva un cuerpo en movimiento o en crecimiento.

4. m. Deseo o motivo afectivo que induce a hacer algo de manera súbita, sin reflexionar.

coger, o tomar, ~.

1. locs. verbs. Correr para efectuar un lanzamiento o un salto con mayor ímpetu.

 

 

¿Y qué hago yo trayendo hasta aquí definiciones del DRAE?

 

Pues que hoy va de impulsos.

 

Y he buscado su significado en el diccionario y me encuentro con la cuarta acepción que dice:

 

"Impulso: Deseo o motivo afectivo que induce a hacer algo de manera súbita, sin reflexionar".

 

Pues ésa soy yo.

 

Que sí, que sí.

 

Que es que soy así: naturalmente impulsiva. Y, efectivamente, mis impulsos a veces impiden que el filtro de la reflexión realice de manera efectiva su labor de contención. Y, lo que hace que las cosas tengan un matiz aún más negativo, es que me da lo mismo.

 

Que sí, que si.

 

Que hago las cosas de manera impulsiva, sin reflexionar, y luego me duelo de sus consecuencias. Pero, insisto, me da lo mismo. Siempre tengo la sensación de que lo que he hecho tenía que ser así.

 

Y resulta que me he dado cuenta de que ahora, en este momento, en estos tiempos, en estos días, frente a mi muy arraigada costumbre, contra mi voluntad, mis deseos y mi espíritu, estoy sujetando mis impulsos. Y ellos, como locos, tirando de mí como caballos desbocados. Y yo, que se supone que tengo raciocinio, y voluntad, y conocimientos, y edad, y todas esas mandangas que te cuentan cuando se supone que hay algo que no debes hacer... me canso de decirles a los impulsos: que no, que no, quietos, quietos, so, so, so, soooooooooo.

 

Y los caballicos a su marcha. Con la melena al viento. Y corriendo como locos, insisto. Que para eso son caballos desbocados.

 

Y claro, al final, ellos a su bola. Porque, además, después de tirar y tirar intentando su doma, los músculos se resienten. Da igual que sean físicos o psíquicos (que también los hay). Que si, que si, que se resienten. Y mucho.

 

Al final, uno acaba agotado. De tanto sujetar...           

 

Y en estas andaba divagando cuando la música se ha colado en el post. La banda sonora de hoy ha venido marcada por dos intérpretes. Por una parte, las canciones de José Luis Perales, a quien he reencontrado en una entrevista que esta mañana le hacía C. Francino en la Ser. Lo reconozco... soy una cursi pero siempre me ha gustado Perales. Y hubiera entrado hoy en este post si no hubiera sido porque en algún momento del día, no recuerdo cuándo ni dónde, he escuchado este "The way we were", que me va como anillo al dedo. Porque, en una comida casi de titulares con una amiga hoy hemos hablado de cómo soy y de lo que debería ser. Y ella, que me conoce muy pero que muy bien, se ha quedado tranquila. Porque, a pesar de todos los pesares, "what´s too painful to remember/we simply choose to forget".

 

Y sigo ejercitando músculos.

 

Por fa... disfrutad del temazo. Momento Barbra Streisand. Simplemente genial. Y aprovechad porque, amenazo, Perales cae un día de estos...

The way we were (Barbra Streisand)

Memories,
Like the corners of my mind
Misty water-colored memories
Of the way we were
Scattered pictures,
Of the smiles we left behind
Smiles we gave to one another
For the way we were
Can it be that it was all so simple then?
Or has time re-written every line?
If we had the chance to do it all again
Tell me, would we? could we?
Memories, may be beautiful and yet
What´s too painful to remember
We simply choose to forget
So its the laughter
We will remember
Whenever we remember...
The way we were...
The way we were...

Los recuerdos iluminan el fondo de mi mente,

la llovizna empaña los recuerdos

de cómo éramos.

Fotografías esparcidas

de las sonrisas que dejamos atrás,

sonrisas que nos dimos uno al otro

Por cómo éramos.

¿Será que era todo tan sencillo entonces,

o el tiempo ha vuelto a escribir cada línea?

Si tuviéramos la oportunidad de hacerlo todo de nuevo

¿dime? ¿lo haríamos? ¿podríamos?

Los recuerdos deberían ser bonitos pero,

lo que era demasiado doloroso recordar

decidimos simplemente olvidarlo.

Por lo tanto, las risas son

lo que recordaremos

cada vez que recordemos

Tal como éramos,

tal como éramos.

Andando a casa

Andando a casa

Esta tarde he vuelto a casa caminando. El cierzo soplaba. Atrevido. De cara. Con la caricia del hielo. Y los pasos, urgentes, han hecho que, por un momento, reviviera un viaje en moto, con el viento jaleando los cabellos, la máquina ronroneando entre curvas camino de aquel pantano que lleva el nombre de una amiga.

 

He disfrutado esa libertad. La que otorga el aire frío del invierno que trae noticias de las cumbres. Sola en el camino, sin retos especiales, sin el peso constante de la mochila de agravios, dolores y anhelos. Solos el cierzo y yo.

 

He elegido el camino que me gusta. Ése que va por detrás, un poco escondido, sin el relumbrón de las luces que iluminan el gran paseo por el que los coches transitan rápido, como si todos supieran dónde ir. Ese camino, un poco más estrecho, un poco más oscuro, ligeramente menos frío, me conduce por la fachada posterior del edificio en el que a veces desemboco.

 

Y mientras lo rodeaba, el pensamiento, libre como un pájaro sin rumbo, ha volado hacia él. Y, por un momento, ese sentimiento, que mantengo bajo siete llaves para que ni siquiera un suspiro lo delate, ha golpeado el candado y ha roto el freno que durante el día le pongo. Y, por un momento (me sentía tan libre), sólo por un momento, he dejado que flotara. Que siquiera por un instante volara a su encuentro. Le he permitido expandirse aún siendo consciente de lo que después me cuesta retenerlo.

 

Pero el cierzo me hacía tan libre que no había coacciones ni censuras. Y mientras caminaba en torno al jardín he soñado flores: amapolas y orquídeas, y margaritas, y rosas... He soñado un cielo azul. Un cierzo frío acariciando las flores.

 

Y al llegar donde la fiesta se tiñe de oro, he devuelto el sentimiento a toriles, como el sobrero que fracasó en la lidia. Y he vuelto a cerrar el candado. Con siete llaves. Y un pasador seguro. Y el cierzo y yo hemos seguido caminando. Solos el cierzo y yo. Juntos. Libres.

 

 

La foto la he "tomado prestada", me temo que sin su permiso, del blog de José Antonio Melendo.

Nada que contar

Llevo un rato sentada ante la pantalla. Primero en el sofá, con La Travista de fondo y el enano montando su fuerte para construir batallas de soldados y caballeros. Después frente a la mesa, con Chopin, que siempre es una apuesta segura. Y ni aún así. Hoy no sale nada. Debo haberme quedado vacía. El peque dice: "¡Déjalo, mami! Ya te imaginarás algo después". Pero yo, erre que erre, soy de las que creo que la inspiración debe encontrarte trabajando.

 

Como en otras ocasiones, he empezado a emborronar páginas. Porque, al igual que ocurre en el deporte, la escritura hay que precalentarla.

 

Quizá es que me he acostumbrado a lo bueno demasiado pronto. Llevo una temporada en la que todos los días encuentro cientos de motivos acerca de los cuales escribir. Y la estructura de la pieza surge casi sin esfuerzo.

 

Sin embargo, para qué hacer las cosas fáciles pudiendo hacerlas difíciles.

 

En lugar de aprovechar lo que naturalmente llega, a veces me pongo tareas. Y en este momento tengo dos pendientes a las que, de ninguna de las maneras, parece que pueda darles forma.

 

Por una parte, he empezado un cuento para una pequeña que está atravesando un mal momento. Bueno, en realidad quizá sea demasiado decir eso de una niña de cinco años pero no es menos cierto que los críos también tienen etapas de crisis como consecuencia de algunos cambios a los que tienen que adaptarse en su desarrollo. Es un cuento que habla de hadas. De hadas que habitan un Bosque de Helechos. Y ahí estoy. No paso de la primera página. Y eso que me siento una y otra vez. Pero nada.

 

Otra de las tareas que tengo pendientes es un sueño sobre una imagen. Un reflejo de hojas y luces que me atraen y sobre los que, de momento, tampoco puedo decir nada. Y las miro. Una y otra vez. Y me absorben como la primera vez que las vi. Sin embargo, parece que mis dedos se resisten a teclear lo que el espíritu todavía desconoce.

 

El proceso de creación en mi caso sigue un camino bastante abrupto. Las ideas surgen en momentos imprevistos a partir de palabras, sonidos, imágenes, noticias, sensaciones... Deben atravesar un espacio desértico en el que permanecen aletargadas en un continuo que me acompaña sin molestar. Vuelven una y otra vez a lo largo de día de distintas maneras. Y les doy una vuelta... y otra. Y añado un detalle... Y no pienso nada... Y me inspiran de nuevo. Se van, vuelven... Y, de repente, un buen día, me siento ante el ordenador y las palabras surgen sin dificultad y los dedos son una línea fluida entre el pensamiento y el relato.

 

Pues bien, en estos momentos, ambas historias, que de alguna manera han nacido entrelazadas porque las dos surgen de la combinación de una imagen y una palabra, están escondidas en mi particular desierto. Y no lo pasan bien. Les falta esa inspiración que nutre los relatos. El espíritu que les ha de dar vida. Y juntas transitan por un espacio frío del que trato de sacarlas sin éxito.

 

Porque, y eso hace tiempo que lo sé, cuanto más énfasis pongo en acelerar el proceso, mayor lentitud aplican las historias al tiempo que precisan para su maduración.

 

Así que no queda más que esperar. Cuando surjan... vendrán a mí con la urgencia del amante. Exigiendo. Hurtando mi tiempo para volcarse atropelladas antes de que la inspiración escape de nuevo a ese tiempo desierto en el que los relatos duermen.

 

Merece la pena

Durante una larga etapa de mi vida, cada noche, al acostarme, rebuscaba momentos de la jornada tratando de recuperar un solo instante por el que hubiera merecido la pena empezar el día. Siempre he recordado las risas, un abrazo, una palabra, un acontecimiento... Por pequeño que fuera el detalle, hacía que todo lo demás tuviera sentido: sólo por haber sido capaz de disfrutarlo. En toda su intensidad.

 

Casi a oscuras, cuando los escaparates aún no reflejan imágenes, he salido hoy a la calle. Y el agua, que caía en cortinas constantes y espesas, ha teñido de nostalgia un instante anodino. La lluvia traía una cierta añoranza por la tierra en la que ya no vivo y he dejado que el sentimiento anegara mi espíritu como una ola de verano acariciando la arena.

 

A mediodía, tampoco sé muy bien por qué, mientras taconeaba el pavimento de la plaza de España, mi pensamiento ha volado veinte años atrás, cuando por primera vez pisé esta tierra que ahora siento tan mía. Quizá haya sido el color del cielo, de un gris compacto y denso, quizá el reflejo de ponerme los guantes. A lo mejor ha sido ese frío del Norte, que cala los huesos de tal forma que ningún aliento es capaz de ahuyentar. Y mientras, apresurada, acudía a una cita, he reflexionado sobre lo acontecido en las dos últimas décadas. Y no soy lo que fui. El camino ha sido arduo, largo, lleno de obstáculos. Sin embargo, cuando siento... cuando miro lo que de verdad quiero, me gusta lo que hallo. Incluso esas aristas que nunca estuvieron y que, sin embargo, ahora, me protegen.

 

Y después, una comida llena de sentimiento, de cariño. Un encuentro pleno de palabras. De historias. De problemas. De deseos inconfesables. De amores insatisfechos. De dudas. Con alguien a quien quiero mucho. Con esa persona que ha posado en mi regazo una confidencia que pesaba como una losa. Un encuentro, en torno a un poco de pasta y un algo de alcohol, que nos ha ayudado a estrechar unos lazos que van tejiendo una relación sólida y profunda.  

 

Y después, la tarde ha estado llena de risas ligeramente ebrias. Auspiciadas por un sol que brillaba vacilante. Libre de los cúmulos que lo apagaban otros días. Un sol cuyos rayos contribuyen a que las flores, tras la caricia de la lluvia, se muestren con todo su esplendor. Un sol que proyecta su cálido reflejo a pesar incluso del invierno. Un sol que recuerda esas tardes de verano en las que uno languidece contemplando el horizonte. Un sol tan dulce que ahuyenta incluso el frío que llega del Norte.

 

Por todos y cada uno de esos momentos: por el sol que, de las dos, me muestra su mejor cara;  por el encuentro; por las aristas; por la lluvia... Por todos y cada uno de esos momentos... el día de hoy ha merecido la pena.

La Arquitectura de tus Huesos

La Arquitectura de tus Huesos

 

Luisa Miñana publica esta semana un nuevo capítulo de La Arquitectura de tus Huesos. Y la cosa vuelve a ir de fotos: de fotos de barcos, de pagodas y, cómo no, de arquitectura. En concreto, parte de una imagen del Flying Cloud, un cliper que surcó los mares en la primera mitad del siglo XIX.

 

Siempre me ha atraído el mar. Prueba de ellos son los relatos, poemas y ensoñaciones (o como queráis llamarlos) que habitan mi blog además de algunos otros que esperan llegar a esta casa algún día. Hay uno que escribí hace mucho tiempo y que ha estado durmiendo en un cajón esperando el momento oportuno para salir a la luz.

 

La filosofía de La Arquitectura de tus Huesos es, según comentaba hace unos días Luisa, desarrollar una red cibernética a partir de un relato, foto o poema, y abordar el tema desde distintos puntos de vista.

 

Desde esta premisa, y con la esperanza de que ella lo considere oportuno, he pensado que el capítulo de esta semana podría ser una buena ocasión para compartir mi relato. Porque el barco de mi historia era el Silver Maid, pero también podría haber sido el Cutty Shark, el Scotish Maid o incluso el Flying Cloud si  este cuento se hubiera parido en otro momento.

 

Espero que os guste.

 

MAR DE SOLEDAD

 

 

Cuando embarqué en el "Silver Maid" tuve la impresión de que el viaje acabaría mal. Desde el principio pensé que no debería haber cedido a aquel primer impulso que me hizo llevar a mi hijo Dennis conmigo. El pequeño siempre había sido un niño retraído pero a raíz de la muerte de su padre todavía se había encerrado más en sí mismo. Dennis y James siempre habían estado muy unidos. A pesar de que mi esposo viajaba mucho y de que el niño no lo veía tan a menudo como hubiera sido deseable, entre ambos, desde que nuestro hijo dio sus primeros pasos, se estableció una relación de la que yo me sentía excluida.

 

Con la desaparición de James, mi mundo se hizo añicos. Nada era como yo había dispuesto. Todos me daban consejos, todos sabían bien qué debía hacer, qué me convenía y cómo tenía que actuar. Pero nadie me hablaba de la soledad, de la desesperación, de la añoranza que atenazaban mi corazón y me impedían ver nada más allá de mi dolor.

 

En ese vacío no podía encontrar un lugar para Dennis. Mi pequeño se iba alejando cada vez más de mí y yo no quería darme cuenta.

 

Cuando recibí la carta de Gina, pensé que un cambio de aires nos vendría bien a los dos y el contacto con otros niños de su edad le beneficiaría. La querida Georgina nos recordaba que teníamos otra familia que reclamaba nuestra presencia en Buenos Aires.

 

Aunque al principio dudé, finalmente decidí que un largo viaje podría ayudarnos a superar los angustiosos momentos que habían precedido y rodeado la muerte de James. Nunca antes había viajado en barco. Tampoco Dennis. Pero la perspectiva de conocer a una familia, que para nosotros había sido completamente ajena, se planteaba cuando menos sugerente y se imponía a la sensación de que algo nefasto estaba a punto de suceder. En realidad, no sabía muy bien qué más podía ocurrir tras haber perdido a la persona que más quería en este mundo y alrededor de la cual giraba toda mi vida.

 

Aquellos lejanos primos que James -Jaimecito, según ellos- había dejado en Buenos Aires cuando sus padres decidieron volver al hogar patrio, nos ofrecían ahora un mundo nuevo que, al menos, contribuiría a desdibujar nuestro dolor. La fotografía de la prima Gina, sonriente junto a su hijo pequeño, que adjuntó en su misiva fue el argumento definitivo que me animó a comprar los pasajes y embarcarnos rumbo a Argentina.

 

La carta llegó en el momento oportuno. La soledad de Inglaterra, la lluvia y el frío estaban haciendo mella en mi carácter. Aunque yo siempre había sido una persona alegre y dicharachera, la muerte de James convertía cada jornada en una lucha contra la molicie que pugnaba por instalarse en nuestra casa. Las travesuras y aislamiento de Dennis estaban haciendo que me alejara de él y abandonara su atención en manos del servicio. Su presencia, además, era un constante recordatorio de la ausencia de su padre. Y eso era algo para lo que todavía no estaba preparada. No podía aceptar que James se había ido para siempre. Cada mañana me levantaba imaginando que había vuelto a salir de viaje y que dentro de poco recibiría una carta anunciando su vuelta.

 

Pero la misiva no llegaba y la soledad se iba posando sobre mi alma, tan ligera y definitiva como un sudario. Cada tarde repetía un ritual que durante años había seguido. Me vestía, bajaba al salón y -con mis labores en el regazo- me preparaba para recibir las visitas que se acercaban a tomar un té y calentarse junto al fuego de la chimenea, al resguardo de las adversas condiciones meteorológicas que azotaban las nebulosas tardes londinenses.

 

Sin embargo, las visitas que antes aguardaba con impaciencia, pues me traían los últimos chismes de la city, ahora se me antojaban aburridas y superficiales. Los amigos que antes entretenían mis tardes constituían ahora una incómoda presencia que debía soportar con estoicismo mientras mi mente se alejaba vagando por lugares imaginados.

 

Las noticias que llegaron de Argentina resultaron providenciales. La foto que Gina habían incluido en su carta fue como un soplo de aire puro en un escenario viciado y decadente. La luz, el agua que corre libremente entre la espesura y el verde que se impone en la instantánea ejercieron sobre mí una atracción difícil de describir.

 

Gina había sido siempre la prima preferida de James. Ella era quién poblaba sus recuerdos de infancia y juventud. Hasta el punto de que los celos, un buen día, quisieron hacer mella en nuestra relación. Sin embargo, el tiempo me confirmó que Gina era a James lo que las nanas son a los bebés. Ella había sido su punto de referencia, formaba parte de su paisaje infantil. Teniendo en cuenta que los padres de mi marido habían viajado a lo largo y ancho del continente sudamericano, su prima había sido una especie de madre, compañera, hermana, amiga... En fin, todo.

 

Cuando la foto llegó a mis manos, casi podía adivinar la conversación de Gina con su hijo. Y las risas del pequeño bromeando y haciendo muecas: "¿Me pongo así?". Aventuraba también la dulce reconvención de su madre pidiéndole formalidad para hacer la foto que luego enviarían a la prima de Inglaterra, pobrecita, que había perdido a su marido. "¿Igual que tu, mamá?". "Igual que yo, cariño". Quería imaginar también el dolor de Gina ante la muerte de James y su deseo de ayudar a una familia que había perdido el sustento y el puntal de apoyo.

 

 Una vez embarcamos en el "Silver Maid" las cosas, lejos de mejorar, fueron empeorando de manera directamente proporcional a las condiciones meteorológicas. El viento y la lluvia que atacaron los costados del barco nada más partir de Portsmouth serían una constante a lo largo de toda la travesía.

 

Aunque nuestro abogado, el querido George, había intentado conseguir los mejores pasajes que pudo con tan poco tiempo de antelación, la travesía no presagiaba nada bueno.

 

1913 no había sido un buen año. James había fallecido en noviembre y era enero de 1914 cuando el "Silver Maid" inició la singladura. Corrían vientos de guerra en el continente y todo hacía pensar que, si finalmente estallaba el conflicto, Inglaterra tendría que tomar partido. Eso estaba provocando que muchas familias emigraran hacia el Nuevo Continente con la intención de iniciar una nueva vida lejos de Europa.

 

La falta de espacio y el mal tiempo hacían que nuestro carácter se fuera agriando a medida que avanzaban los días. Dennis cada vez resultaba más insoportable y yo me sentía incapaz de contenerlo. La consecuencia era  que el pequeño campaba a sus anchas por el barco sin que nadie supiera nunca muy bien dónde se encontraba.

 

Quizá si yo no hubiera estado tan obsesionada con mi propio dolor podría haber detectado a tiempo las inconscientes señales que el niño enviaba desde hacía semanas.

 

Aquella mañana, a punto de avistar tierra firme, noté la falta de Dennis. Desde la hora del desayuno no lo había vuelto a ver. Yo me había retirado a mis aposentos para descansar y él, como cada día, había desaparecido escaleras arriba hacia la cubierta. No quise darme cuenta de que quizá no era lo más conveniente que el pequeño correteara por la proa con el viento y la lluvia azotando el casco con fuerza. Pero, el dolor, nuevamente, pudo más y me abandoné a mis recuerdos.

 

Sin embargo, cuando al filo del mediodía me dispuse a arreglarme para acceder al comedor, no pude ignorarlo por más tiempo: Dennis había vuelto a desaparecer y, desde hacía horas, nadie tenía noticias suyas. Salí en busca de mi hijo: ese pequeño que hacía un tiempo había llevado en mi interior y que ahora se había convertido en un extraño al que no sabía cómo ni de qué manera tratar.

 

Cuando salí a cubierta, la fuerza del viento casi me arrojó al suelo. Pequeñas gotas de agua se adherían a mis ropas. El vestido se enroscaba entre mis piernas como una trampa mortal que me impedía avanzar. Mientras luchaba contra la fuerza de los elementos y trataba de alcanzar la popa, fui consciente de lo egoísta que había sido con mi dolor y mi vida. Mi pequeño podía estar en esos momentos en grave peligro y a mí ni siquiera me había preocupado averiguarlo.

 

Mis gritos trataban de sobreponerse al ruido que me ensordecía. El viento agitaba las velas en un baile diabólico mientras el mar interpretaba una melodía furiosa y, al tiempo, arrebatada. Mientras recorría el barco gritando el nombre de mi hijo, completamente empapada, aún pude aventurar lo que sería mi vida sin Dennis. El legado de James, mi amor hacia él, todo lo que me quedaba estaba representado en la figura de un niño al que yo había ignorado durante meses.

 

Al escuchar mis voces, algunos otros viajeros se habían unido a la búsqueda. A medida que pasaba el tiempo yo perdía los estribos y trataba de imaginar dónde podría haberse escondido mi hijo. En aquel instante recordé que, en otro tiempo, Dennis adoraba reptar bajo las telas que a menudo utilizaba para realizar mis trabajos de costura, mientras su padre y yo charlábamos a la vuelta de uno de sus innumerables viajes. Y traté de pensar qué sitios albergaría el "Silver Maid" que pudieran servirle de escondite. Mi mente se negaba a aceptar que el pequeño quizá ya no estuviera en el barco.

 

Jadeando por el esfuerzo de luchar contra el viento y la lluvia que azotaban la cubierta del barco, me detuve un instante al lado de los botes de salvamento, intentando orientarme. A través del ruido pude escuchar un débil quejido que procedía de debajo de las gruesas lonas que cubrían las barcazas. Con cuidado, a fin de no asustarlo, levanté una de las esquinas para descubrir a Dennis, acurrucado y tembloroso en el interior del bote.

 

Con la ayuda de algunos pasajeros, conseguí llevarlo hasta el camarote. Allí, entre lágrimas y sollozos, entendí que la soledad no es sólo cosa de adultos y que mi indiferencia le había herido tan hondo o más que la muerte de su padre.

 

Mis brazos rodearon aquel cuerpecillo menudo que temblaba de miedo y de frío.

 

El amor que pudiera darle en los años venideros no sé si, en algún momento, llegaría a compensarle de las carencias anteriores. En cualquier caso, la travesía tocaba a su fin y un mundo nuevo, lleno de oportunidades, se abría ante nosotros.

 

Mientras abrazaba a mi pequeño tratando de recuperar el tiempo perdido, soñaba con una nueva vida en la que tanto Dennis como yo pudiéramos hallar el consuelo que ahora nos faltaba.

 

A punto de arribar a tierra, sin embargo, supe que nunca más podría volver a mirar el océano sin sentirme angustiada. Sin sufrir el vacío que durante un momento había llenado mi corazón al temer que, después de la muerte de James, también había perdido a nuestro hijo. Y, por una vez, pensé que quizá lo mejor fuera dejar atrás para siempre ese mar de soledad.

 

19 de noviembre

19 de noviembre. 19. 1 y 9.

 

A pesar del tiempo transcurrido,  no consigo despojarlo del vestido de odio, dolor, desesperanza, de miedo. No es sólo un número. Ni un solo día. Porque el 1 y el 9 se conjuran dando paso al 20. Y así... hasta el 8. Jornadas habitadas por el dolor y el miedo. Lágrimas. Muchas lágrimas. Y el corazón descarnado, devorado, rasgado, arañado, desgarrado en mil jirones.

 

El dolor, todavía, permanece agazapado y, cuando vuelve noviembre, antes de que lleguen los números, anticipa la fecha tatuada en mi alma. Y, sin querer, aparece el odio; ése que me costó tanto tiempo desterrar. No por nada, sino porque dañaba tanto que sólo sumaba horror al lamento que expresaba. Y lo enterré. Tan profundo, que a veces tengo que recordar que existió. Porque aún debo protegerme. De sus ojos, sus palabras, sus acciones, sus lamentos, sus cantos de sirena varada. Porque esta mañana lo he visto. Como casi todos los días. Después de tanto tiempo sigue tan presente... La sombra que proyecta ensombrece todo lo que toca. Y cae sobre mí como la losa de una tumba. Que oculta la luz. Para siempre.

 

Pero intento recordar que hoy sólo es 19. 1 y 9. Nada más.

 

Y me levanto, otro día, con la esperanza de que sople el cierzo, llevándose la niebla tan lejos... Y con ella el odio. Y el miedo. Y el temor. Y la inseguridad que se instaló en mi vida.

 

Ésa que me hace dudar de una sonrisa tan dulce...

 

Que me hace sentir que no soy nada. Ni nadie. Y regreso al pasado. Y lo veo de nuevo. Y no me permito avanzar. Porque prefiero el dolor al sentimiento. Porque siempre me equivoco. Porque nunca es lo que quiero.

 

E intento pensar que el resto del tiempo no es sólo una espera de este regreso. Que lo que ocurre no es sueño. Que existe. Que es cierto.

 

Cada mes de noviembre, cuando las nieblas traen el susurro de otro tiempo, me envuelvo en la bruma, me escondo, me cierro. Para que nadie llegue tan hondo que vea en mí el odio que hierve esperando la chimenea que construyen el 1 y el 9. Y que surge: violento. Con la fuerza de los elementos. Casi tan puro como cuando fue concebido. Con la misma intensidad con la que antes amé, todo mi ser se volcó en construir un bloque compacto, denso, macizo, impenetrable. Una arquitectura perfecta en la que enterrar el pasado. Una edificación sólida para guardar y ser guardada. 

 

Y cuando inquieres cómo estoy, te respondo sonriendo porque te hurto esa parte de mí. Tan oscura. Tan profunda. Tan ajena a mi ser. Tan extraña que a penas la reconozco. Sin embargo, sigue ahí. Aletargada.

 

Vuelve siempre en noviembre. Cuando las hojas caen, cuando las flores mueren.

 

Hoy es 19 de noviembre. 19. 1 y 9.

 

(No me busquéis, no me llaméis....pero no me ignoréis. Aunque yo estaré por ahí, mi alma se ha ido lejos, tratando de olvidar que cada hora, cada minuto, cada lugar... siguen ahí a pesar de que es 19).

La Arquitectura de tus Huesos

La Arquitectura de tus Huesos

 

Luisa Miñana, como cada semana, acaba de deleitarnos con un nuevo capítulo de La Arquitectura de tus Huesos.

 

En esta ocasión, el punto de partida es un relato titulado "Omnia Vincit Amor" (El amor lo puede todo) que aborda la desigual relación que se inicia entre un adolescente de catorce años y una mujer de 28. Luisa explica que el origen del relato es una historia real que, como la vida misma -digo yo-, podría no serlo.

 

En esta labor de contextualización que Luisa lleva a cabo con cada uno de los capítulos de La Arquitectura de tus Huesos, voy a aportar un granito de arena transcribiendo un fragmento de la novela El filo de la navaja, de W. Somerset Maugham (que, por cierto, tomo prestada, y espero que no se moleste, del blog de Luisgui):

 

"Si un amor no es pasión, no es amor, sino otra cosa; y la pasión no prospera siendo satisfecha, sino estorbada [...] porque la pasión no piensa en las consecuencias. Dice Pascal que el corazón tiene razones que la razón no toma en cuenta. Si quiso decir lo que yo supongo, opinaba que cuando la pasión se apodera del corazón, inventa razones que no solamente parecen plausibles, sino convincentes, para demostrar que vale la pena perder el mundo por salvar un amor. Y nos convence de que vale la pena sacrificar el honor y de que no es precio caro el sentir oprobio y vergüenza".

 

Y termino mi personal contextualización con la siguiente cita: Amor animi arbitrio samitur non ponitur (Elegimos amar, pero no podemos elegir cuándo dejar de amar).

De la hora de la cena a la amistad, pasando por el corazón

La hora de la cena es el momento que mi hijo aprovecha para contarme algunas de las cosas que le preocupan. Hoy hemos abordado el tema de los amigos. En un momento en el que los colegas empiezan a tener una importancia vital, siente que alguno de los que componen su círculo más íntimo no responden a las expectativas que él ha puesto sobre ellos.

Ha seguido una "profunda" conversación sobre la amistad, la necesidad de cultivarla y la conveniencia de trabajar para que ese sentimiento no se pierda sino que, con el paso del tiempo, profundice y se fortalezca. Y sobre la conveniencia, también, de cortar aquellas ramas que surgen podridas porque podrían llegar a contaminar toda la planta.

La conversación me ha hecho reflexionar sobre mis propios amigos y, una vez más, he vuelto a ser consciente de lo afortunada que soy y de cómo mis propios "colegas" me han acompañado en los mejores y los peores momentos.

Es cierto que en la vida de uno acaba habiendo muy pocos amigos verdaderos. Quizá podrían contarse con los dedos de la mano. Tengo una amiga que es como si fuera una hermana. Nos conocemos desde nuestra niñez y juntas hemos vivido nuestros primeros amores, la preocupación por los estudios, el descubrimiento del mundo, aquellos viajes surrealistas llenos de risas, los desamores, los éxitos y los fracasos, los anhelos más íntimos... Ella es mi AMIGA.

Es verdad que hay otros que, en mi círculo de confianza, ocupan lugares destacados. Pero también es cierto que, a estas alturas de mi vida, hay muy pocos a los que yo les permita reconvenirme o "renegarme".

Sin embargo hay uno que no por reciente es menos amigo. Él me hace llorar a veces, con él me río, es un ángel de la Guarda en muchas ocasiones, me tomo muchos cafés alegres, sombríos, serios, relajados... Compartimos muchas cosas. Y sólo él conoce secretos que los demás ignoran. Nuestro grado de confianza ha llegado a tal punto que ambos podemos permitirnos el lujo de decirnos cosas que a otros no osaríamos siquiera insinuar y también consentirnos palabras que en el resto constituirían una ofensa imperdonable.

Mi amigo, mi compañero, hoy me ha reñido. Me ha reconvenido porque escribo. Y, más que nada, lo ha hecho por lo que escribo. Supongo que, como alguno de vosotros, preferiría que abordara otros temas o relatara cuestiones menos sombrías. Y, por encima de todo, sé que está preocupado por mi bienestar.  

Sin embargo, el mes de noviembre pesa como una losa. Y aún queda un buen trecho de subida y toda la bajada. Y, a pesar de que también otra persona me ha dicho hoy que -dada mi vocación/profesión- no debería tener ningún problema a la hora de escribir acerca de cualquier tema, la verdad es terca y la página en blanco no puede ser ajena a lo que pasa por mi corazón y por mi mente. Por eso, y aunque me empeño, los temas no acuden y relleno el espacio con esa música que en este tiempo me ayuda a cubrir las ausencias.

Cada noche repito el mismo ritual. En la habitación donde él duerme, ajeno a mis cuitas, me siento. Porque es ahí donde me gusta escribir. Porque por un oído escucho música y por el otro esa respiración pausada que me habla de un niño sano, feliz. Y es ahí, sin embargo, donde me siento más sola. Frente a la página en blanco. Y cada noche es una batalla. Porque, sin orden ni concierto, las ideas llegan a las yemas de mis dedos, que vuelan veloces sobre el teclado, vertiendo sentimientos profundos y sinceros. Y muchos días, sin el filtro de la noche, que pone las cosas en su sitio y las devuelve al lugar que les corresponde, subo los textos al blog. Piezas que, cuando leo más tarde, casi no reconozco salvo por un eco lejano. Por eso, y porque he querido hacer caso de mi amigo, he empezado escribiendo acerca de la amistad y he terminado hablando de otras cosas. No obstante, porque sus consejos siempre son certeros, voy a perseverar y trataré de seguir sus indicaciones. Sin embargo, y aún cuando he tratado de renunciar a la escritura, la necesidad es más grande que mi determinación y las palabras surgen en cada momento y las ideas se agolpan en los dedos a la espera de encontrar esa senda blanca que las conduce al papel, donde toman forma y conciencia y se convierten en una realidad ajena a la mía.

En cualquier caso, muchas gracias t., porque has conseguido que la tarde fuera más alegre que la mañana. Y te prometo que voy a intentar escribir en los próximos días sobre esa estampida a la que nos referíamos el otro día y que tantas carcajadas nos arrancó.

Noviembre

A María no le gusta noviembre. Vuelve a llover. Igual que aquel día. Y que los otros que siguieron. Llovía sin cesar. El cielo estaba oscuro y las jornadas llenas de pesar. Llovía continuamente: fuera, el agua caía en un manto incontenible que lo arrugaba todo, y dentro, el corazón, desgarrado en su tristeza, desbordaba el dolor en lágrimas infinitas.

 

Cuando llega noviembre María recuerda las prisas bajo la lluvia, sin paraguas, cargada con sus bolsas, de taxi en taxi. Los nervios. El miedo. La angustia. La tentación que llega ante un coche veloz que casi roza su ropa. Rememora sensaciones antiguas, encogida en vehículos ajenos para evitar que la reconocieran y delataran su presencia. Evitando lugares habituales, sitios conocidos, los pocos amigos que quedaban. Aislada del mundo. Porque cualquiera da pistas a aquel que sabe encontrar abrigo junto al poderoso. Siempre escondida en espacios cerrados. Sin apenas atreverse a pisar la calle por miedo a encontrar aquello de lo que huye.

 

María recuerda también noches eternas. Días inacabables. Jornadas en las que el teléfono sonaba sin cesar al abrigo del sol o la luna. Llamadas repetitivas que se anunciaban con una melodía que jamás ha querido volver a escuchar y que ha quedado soldada a fuego con el dolor de aquel tiempo.

 

En este noviembre, lluvioso y frío, de un otoño caduco, ella rememora los días de espera, sin destino, sin ocupación, sólo aguardando. En la confianza de que,  uno tras otro, aquello tendría fin. Recuerda las mañanas. Final de un periodo en el que el sueño llegaba tarde y preñado de imágenes odiosas, de miedo. En los que el despertar sólo traía más angustia. Un corazón acelerado que despertaba antes que el resto del cuerpo anticipando el dolor que iba a llegar con la conciencia. 

 

María recuerda ahora aquel hostal que fue su primer refugio. Sucio, frío. Inhóspito. Lleno de extraños. De ruidos ajenos. Donde las miradas no eran buen augurio y rehuía las palabras para no tener que dar explicaciones. Y allí estaba. Avergonzada. Porque estaba de prestado. Junto a ella, otras. Solas. Con niños... Y María sigue recordando las lágrimas del pequeño. Sus sueños interrumpidos, sus llantos. Y recuerda el otro sitio. Aquel que, compadeciéndose de su desesperanza, les ofreció quien menos esperaba. Y no puede olvidar las noches de frío que siguieron. La lluvia constante, los viajes en un coche prestado por una carretera desconocida y el peligro que acechaba en cada esquina. Y la lluvia. Que caía sin cesar. Impenitente. Derramándose en lágrimas sueltas.

 

Y recuerda su extrañeza, cuando escapaba un momento de su escondite, porque para el resto del mundo la vida continuaba. Y ella, María, contaba sus monedas. Porque no sabía cuánto tiempo durarían. Buscaba una salida, un refugio más seguro. Porque el cerco se estaba cerrando.

 

Y era noviembre. Y ningún noviembre ha vuelto a ser lo mismo desde entonces. Y menos cuando llueve. Porque la lluvia trae el recuerdo, que vuelve una y otra vez con toda su crudeza. Porque el paso del tiempo no ha borrado las escenas que regresan con la misma intensidad de entonces.

 

Y María, porque ya lo sabe, ensaya el mismo método. Pasa las noches esperando una nueva mañana. Un día tras otro. Aguardando que el tiempo transcurra y que, cuando el 19 no sea más que un recuerdo, el dolor se esconda hasta el próximo noviembre.

El Baúl Dorado (II)

Una vez más, mi inexperiencia informática me ha llevado a meter la pata. Una vez más. Esta entrada corresponde al viernes pasado pero, por un dedo que ha ido donde no debía, ha aparecido publicada de nuevo aquí. Disculpas mil.

Tengo un baúl dorado en el que guardo todas las cosas importantes. En él llena un espacio enorme el amor a mi hijo, las caricias que conservo para mi madre, los besos que guardo para mi hermano, el calor con el que acaricio la mejilla de mi tata, las sonrisas que guardo para mis amigos, el amor que un día perdí, mis éxitos y mis fracasos, mis aspiraciones y decepciones, todas las historias que aún no he escrito, toda la ilusión por lo que debe venir, el presente y el pasado, todos mis recuerdos.

 En ese baúl también he decidido guardar todo lo que no ha cabido en ese folio en blanco que ha quedado expuesto. Porque quizá algún día, cuando levante la tapa para rebuscar un sentimiento perdido, recuerde este tiempo. Y quizá entonces pueda decir. Quizá en ese momento la pluma rasgue la hoja sin herirla. Vertiendo la tinta como un río que desciende las cumbres para acariciar la pradera.

  Voy a cerrar la tapa susurrando unos versos de Alejandra Pizarnik ("Cenizas. Las Aventuras Perdidas"):

 

"Yo ahora estoy sola

-como la avara delirante

sobre su montaña de oro-

arrojando palabras hacia el cielo,

pero yo estoy sola

y no puedo decirle a mi amado

aquellas palabras por las que vivo".

 

Ni las digo, ni las diré. Porque se quedan en el baúl, de donde nunca debieron salir.

 

 

 

El folio en blanco

El folio en blanco

 

No hay nada peor que un folio en blanco. Es el vértigo. La desazón. La duda eterna.

 

La mayoría de las veces, cuando me siento a escribir, tengo una idea aproximada de lo que quiero contar. Sin embargo, hay otras ocasiones, como es el caso, en las que me enfrento a la hoja de papel absolutamente virgen y sin idea alguna sobre la que divagar. Y me entra temor. Más bien terror. Miedo a no poder volver a escribir. Angustia ante el riesgo de que nunca más sea capaz de transmitir mis inquietudes de una manera coherente. Inquietud ante la idea de no poder esbozar sentimientos y pensamientos en un relato atractivo que emocione, que interese o que conmueva.

 

¿Es el fin de las ideas? ¿Volveré en algún momento a sentirme atraída por una persona o acontecimiento hasta el punto de que me inspiren un nuevo relato? ¿Soy lo suficientemente capaz como para continuar con algo que lo demás pueden ver sólo como un divertimento y no como una necesidad ineludible, que es lo que realmente significa para mi la escritura?

 

Y aún hay cosas peores. Y es sentir que desde el interior de tu ser surgen sentimientos y emociones que tendrías que plasmar en la escritura y ni puedes ni debes hacerlo. Escribir, que es para mi la vida, alimento del espíritu, calmante y estimulante, se ha convertido en una necesidad. En un deseo irrefrenable e irresistible. En algo a lo que ni quiero ni debo renunciar.

 

Sin embargo, y aunque aseguré que no tenía ninguna intención de autocensurarme, finalmente he caído en mis propias redes. Porque sí que me he impuesto límites, fronteras y ataduras que no sé cuánto tiempo podré mantener. Pero que, sin embargo, atenazan muchas de las cosas que todavía quedan por contar.

 

Podría dedicarme a recomendaros libros, a comentar las últimas noticias de la actualidad regional o nacional, a disertar sobre folclore (que también es una de mis aficiones), a relatar aventuras y desventuras de mi comunidad de vecinos.... En fin, tantas y tantas cosas... Sin embargo, como ya comentaba hace unos días, esta bitácora ha ido adoptando un cariz más intimista, más personal. Con todos los peligros que eso conlleva.

 

Trato de mantener siempre un equilibrio entre todo lo que me gustaría contar y aquello que me permito decir. Porque en el fondo, aunque Lamia me protege, detrás de este ser del bosque hay una persona real, con jefes reales, con una vida real, con un amor real. Y, como alguien me advirtió hace unos días, al final, aunque los pajarillos se comieron las migas de Hansel y Gretel, siempre queda una huella imborrable que va marcando la senda que recorremos. Y quizás alguna persona, en algún momento, llegue a descubrir la esencia de Lamia. Y me preocupa pensar que también se desvele todo lo demás por las implicaciones que ello pudiera tener para otras personas ajenas a este blog y que, sin desearlo, algunas veces se han convertido en protagonistas involuntarios de mis escritos.

 

Por todo ello, y metida de lleno en esta automutilación que me he impuesto, vuelvo cada día a la hoja en blanco sin saber muy bien qué escribir y cómo hacerlo. Y sigo dando las gracias cada día, porque a pesar de ello, seguís estando conmigo, leyendo mis entradas, comentando mis escritos. Y, por eso, cada noche me siento de nuevo ante la pantalla del ordenador tratando de encontrar las palabras que me permitan hablar sin decir, contar callando. Mientras busco un camino, que he vuelto a perder hace sólo tres semanas, y  en el que deambulo sin orden ni concierto, entre brumas otoñales y mares tempestuosos.

 

Serenidad

 

Serenidad frente a rencor. Mi querido Alas de Plomo siempre tiene la palabra exacta. Minutos antes de leer sus palabras escribía desde el dolor porque las relaciones personales son difíciles y su evolución un misterio. Otro bloggero, que renombra los días cada jornada,  se refería esta semana también a cómo las relaciones de amistad derivan -en demasiadas y decepcionantes ocasiones, a su juicio- en momento pasados que hacen que te cuestiones el tiempo y la energía que a ellas dedicaste.

 

Sin embargo, gracias a las palabras del hombre que lleva el corazón en sus alas, he dado marcha atrás y he reescrito mis pensamientos desde la serenidad. Ideas y sentimientos que nacen de una confesión y que, como acto que llevamos a cabo, tiene su consecuencia. Un resultado que no sólo depende de nosotros y que, por inesperado, a veces tampoco es de nuestro agrado.

 

Por eso, y por la serenidad, no transcribo lo que tenía previsto.

Sobre palos y velas (II)

 

Me vais a permitir que vuelva sobre el artículo de Pérez Reverte, que esta semana me ronda la cabeza sin remedio.

 

Sobre el tema de los malos tratos se ha hablado largo y tendido desde muchos puntos de vista. Sin embargo, ni de lejos nadie se acerca a esa situación de dominio y esclavitud a la que muchas mujeres están expuestas cada día.

 

Me gustaría contaros la historia de alguien a quien conozco bien y que, después de mucho tiempo, sigue tratando de escapar a los cantos de sirena de su maltratador. Sólo es la historia de una de esas "pavas" a las que alude Pérez Reverte en su artículo del XL Semanal "Sobre palos y velas".

 

I.  era una chica normal, que venía de una ciudad normal, con una familia normal.

En su casa no había habido problemas: sus padres habían sido felices y mantenía una buena relación con sus hermanos. Ella había estudiado una carrera y, con la intención de poder trabajar en aquello que le gustaba, dejó su casa, su ciudad, a sus padres y sus hermanos.

 

I.  había tenido muchos amigos y amigas, pero no había salido demasiado. Mientras ellos aprovechaban los fines de semana para ir a la discoteca o "potear" por lo Viejo, I.  permanecía en casa quemándose las pestañas con los libros.  

 

Con veinticuatro años recién cumplidos se marchó a la capital. Allí descubrió un nuevo mundo: sin libros, sin obligaciones extraordinarias, lleno de teatros, música, pintura... Había llegado a un paraíso desconocido en el que, demasiado pronto, descubrió un príncipe azul que pronto se transformó en rana. I. por cuestiones profesionales volvió a cambiar de ciudad. Un municipio de tamaño mediano, no demasiado alejado de su casa, que le ofrecía un sinfín de oportunidades. Allí inició una etapa de aprendizaje laboral y vital. Aunque siempre había tenido muchos amigos, nunca le había resultado fácil establecer relaciones sentimentales con el sexo opuesto: su excesiva seriedad, su timidez, su falta de experiencia... Sin embargo, pasado un tiempo, I.  llegó a intimar con otro príncipe azul que ocasionalmente aparecía por su trabajo. Poco a poco, la relación fue tomando cuerpo y, dos años más tarde, contra la opinión de muchos de sus conocidos, contrajeron matrimonio.

 

Hubo tres años de ceguera feliz. I.  estaba enamorada hasta las túetanos -porque, entre otras cosas, cuando se entrega lo hace sin condiciones-  y vivía por y para su príncipe. Un hombre mediocre y ajeno tanto a sus costumbres como a su formación que, sin embargo, la anuló y amarró sin necesidad de cadenas. Con el transcurso del tiempo, los malos tratos llegaron: desprecios solapados, críticas más o menos abiertas, censura a sus actuaciones profesionales, una separación firme y paulatina de sus amigos y de su familia... Pasado un tiempo, I. ya no tenía amigos, no tenía fe en si misma, había perdido toda su seguridad, había perdido su cultura, su educación... porque sólo vivía para evitar los fríos silencios de su marido, al que seguía amando, y para evitar sus críticas y desprecios. Sin embargo, la vela del amor se iba apagando poco a poco, a pesar de los intentos de I.  por adaptarse a la nueva situación. No se resignaba a vivir una vida que nada tenía que ver con lo que tantas veces había anhelado y en la que un niño de menos de tres años la acompañaba en su sufrimiento.

 

I.  quería escapar. Pero ¿dónde iba a ir? El había conseguido convencerla de que su familia no la quería, sus amigos la habían olvidado, su trabajo no duraría sin los sabios consejos de su marido... sin ingresos, sin hogar... ¿qué haría? Menos mal que tenía a su marido que velaba por ella. Nada importaba que I.  siguiera trabajando en dos sitios distintos, que aún sacara tiempo de vez en cuando para, a escondidas casi, hablar con su madre y sus hermanos, que, a duras penas, conservara sus amigos de la infancia aún después de años de silencio... I.  era la Nada. Nada persona, Nada profesional, Nada madre, Nada mujer... Sólo esposa. Porque era Suya. Suya para siempre....

 

Un día, sin embargo, I.  despertó de esa pesadilla. Sin saber cómo, la ceguera que se había instalado en su vida dio paso a una luz que le hizo ver al príncipe en toda su dimensión y, como en el viejo cuento de los niños, se dio cuenta de que su rey estaba desnudo. No llevaba el traje de brillantes que él tantas veces le había mostrado, no tenía una buena voz, no era tan culto como ella lo veía, ni tan simpático como aventuraba. Era sólo otro cabrón que había vivido una vida prestada.

 

Él hizo un último intento para amarrarla y, a sabiendas de que su hijo sería su mejor testigo, llevó a cabo un intento de suicidio. I.  cogió una maleta y al niño y emprendió una nueva vida. Un camino lleno de espinas porque el sapo le agarró de la falda cuando I.  escapaba de la charca y durante mucho tiempo, a pesar de los tirones que ella daba, intentó trepar a su antiguo trono arañando los jirones de la autoestima que, a duras penas, había permitido a I. escapar de su condena. Aún ahora, ocho años más tarde, el sapo sigue croando en su charca, tratando de seducir a I.

 

La historia de I. no ha terminado aún. Hay una posdata. Esa "pava", que diría Pérez Reverte, que lucha por conseguir que la proximidad de cualquier hombre no le ponga los pelos de punta y desate ese mecanismo de alarma que siempre permanece aletargado como defensa imprescindible ante posibles nuevas agresiones, ha descubierto que hay alguien que podría volver a abrir esa ventana que durante tanto tiempo ha estado cerrada. Alguien que, poco a poco, se ha ido filtrando en su piel y por quien, según parece, podría bajar la guardia un ratito y volverse a enamorar.

 

Pero esto no es más que una posdata a una historia de una "pava" que aguantó a su maltratador porque llegó un momento en el que era incluso incapaz de pensar que era posible una vida distinta. Porque llegó a creer incluso que no se la merecía.

 

Sin embargo ahora si lo sabe. Merece otra vida, mejora y más plena. Y, si algún día llega, merece un hombre que la ame sin condiciones y sin ambages. Porque, eso si, ha demostrado ser fuerte, íntegra, buena hija, mejor madre, excelente profesional, amiga de sus amigos y, por encima de todo, ella misma.

 

Y, por si alguien tiene alguna duda, Lamia es el alter ego de I.