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Cosas que me gusta contar

"Salgari"

"Salgari"

 

Este relato nació, supongo, en el transcurso de algún viaje. Esos que me gusta hacer sola, con la única compañía de un fondo musical y dejando que mi mente se sumerja en el mundo onírico en el que duermen la mayoría de mis ideas.

 

 

 

Cuando Pedro Iturralde bajó la ventanilla del coche para abonar el importe del peaje, una bofetada de calor invadió el interior del coche.

 

- Suerte con los toros, maestro.

 

Sonrío al mozo del peaje y arrancó su Audi antes de que el otro se atreviera a sugerir que le firmara un autógrafo. Se apresuró a subir la ventanilla y continuar el viaje. Estaba claro que ni en el peaje de la autopista pasaba desapercibido.

 

Pedro Iturralde había decidido hacer el viaje a Pamplona en coche y reunirse con su cuadrilla en la capital navarra. Quería disponer de un tiempo para si mismo antes de tener que enfrentarse a sus viejos recuerdos. Pero no le iba a resultar nada fácil. Estaba claro que la excelente temporada que venía realizando y los éxitos en Méjico le precedían haciendo que los aficionados lo reconocieran en los lugares más insólitos. Acababa de tener una prueba de ello. Nada más salir de Zaragoza.

 

Aunque nadie discutía sus éxitos en el ruedo, el hecho de que en las últimas semanas hubiera sido fotografiado junto a una guapa actriz, protagonista de una de las series de más éxito de televisión, sin duda había contribuido a dinamitar, definitivamente, su ansiado anonimato. Pero Pedro no quería ese tipo de fama. Ni siquiera la otra, la que había llegado con sus éxitos taurinos. Sin embargo, su arte no podía ser discreto.

 

Eran las últimas horas de una calurosa tarde del mes de julio. Pero en el interior del vehículo Pedro podría haber imaginado que se encontraba en cualquier otro mes de no haber sido por el impenitente sol que hería sus ojos traspasando el cristal de sus gafas.

 

El maestro viajaba como más le complacía. Sólo, con sus pensamientos y las viejas melodías de Los Panchos por única compañía. A Pedro, que cada temporada recorría miles y miles de kilómetros, le gustaba conducir. Cuando toreaba prefería que fuera su mozo de espadas quien se hiciera cargo del volante. Sin embargo, en las distancias relativamente cortas, Pedro siempre viajaba solo mientras aprovechaba para dejarse llevar por sus pensamientos.

 

Por primera vez en diez años, volvía a Pamplona. Durante todo ese tiempo había vivido en Francia, mientras se preparaba para tomar la alternativa de manos del maestro Esplá; en Salamanca, donde aprendió a lidiar los toros de raza a los que después se enfrentaría en las plazas de primera categoría; en Sevilla, donde dio sus primeros pasos en el verdadero mundo del toreo, en el de los grandes cosos taurinos con tremendas exigencias. Durante algunos periodos de tiempo vivió también en Méjico. Allí estableció una especie de cuartel general desde el que se desplazó por todo lo largo y ancho de la geografía Iberoamericana.

 

Finamente, cuando el éxito le sonrió, se compró una amplia casa en Zaragoza porque no se atrevió a hacerlo en Pamplona. La capital del Ebro le ofrecía un refugio lo suficientemente seguro y anónimo, a la vez que cercano, que le permitía estar al tanto de cuanto acontecía en su tierra de origen manteniendo, sin embargo, una distancia saludable.

Después de años negándose, había llegado el momento. No podía dilatarlo más. Su apoderado le había dado un ultimátum:

 

- Pedro, no puedes dejar de torear en Pamplona. Es una de las plazas de primera categoría y es la única del escalafón en la que todavía no has lidiado.

 

Y, por eso, Pedro de la Fuente, "Salgari", había sido semanas atrás la gran baza de la Casa de la Misericordia en el cartel que ofrecía para los Sanfermines.

 

Pedro Iturralde hacía mucho tiempo que había perdido su apellido. Ni siquiera en los primeros tiempos, durante su estancia en Francia, había conservado su nombre. Los franceses fueron los primeros en ponerle el apodo. Era un torero letrado. Los libros tenían en su equipaje un sitio igual de importante que los trastos de matar. Tuvo una época, nada más llegar a Francia, en la que haciendo una especie de regresión a su infancia releyó toda la saga de Emilio Salgari. Aquellos protagonistas aventureros, fuertes, valientes... Pedro quería emularlos a todos. Por extensión, sus compañeros empezaron a denominarlo "Salgari" y así fue cómo, años más tarde, su nombre completo comenzó a imprimirse en los carteles. El maestro se había distanciado tanto de sus orígenes que cambió el apellido vasco (Iturralde, que significa junto a la fuente) por el De la Fuente, que se había convertido en una segunda piel. Años más tarde, nadie se acordaba ya de dónde procedía su sobrenombre y todo el mundo creía que lo había adoptado del primer toro que lo envío al hospital.

 

Pedro de la Fuente, "Salgari", torearía la tarde siguiente en la plaza de toros de Pamplona, el coso taurino que siempre había rehuido por motivos muy personales y al que finalmente se iba a enfrentar. Tenía que dar lo mejor de si. Enfundado en una casi nueva identidad, confiaba despistar cualquier atisbo de reconocimiento por parte de su familia. Aunque durante los últimos diez años algunos amigos y conocidos habían tratado de hacerle llegar distintos mensajes de su madre, Pedro había decidido que su pasado murió el día que partió para Nimes..

 

Los inicios no fueron fáciles. Aunque Pablo Hermoso de Mendoza, confidente y amigo, le había recomendado a uno de los empresarios de la plaza francesa, cuando Pedro llegó no tenía nada que ofrecer salvo su arrojo y valentía. Su tierra de origen no le había proporcionado demasiadas oportunidades para aprender su arte. Pese a algunos cortos periodos en los campos de Andalucía acompañando al rejoneador, su preparación era absolutamente insuficiente. Por eso, los primeros meses en Nimes fueron tremendamente difíciles. Pedro vivía en un pequeño ático en el centro de la ciudad, que se abría sobre un patio de vecinos en el que los olores, los sabores, la historia de cada uno de sus moradores era compartida y sufrida por todos los demás. Cuando no estaba entrenando o trabajando en una multiplicación infinita de trabajos sinsentido que le permitían subsistir, Pedro permanecía asomado a su ventana tratando de combatir la nostalgia que le producía un cielo permanentemente encapotado con la visión de futuras tardes de gloria granadas de sol. Meses y meses de férrea disciplina y continuo entrenamiento.

 

Desde su ventana soñaba con volver a España. Al principio, quería contar a los cuatro vientos que Pedro Iturralde, un pamplonés de toda la vida, había sido capaz de acabar con todos los prejuicios que existían en su tierra y convertirse en uno de los mejores toreros del escalafón. Porque Pamplona era así. Vivía los toros pero ninguno de sus hijos -hasta ese momento- habían pasado a formar parte de un mundo tan duro, de viajes constantes y peligro perenne.

 

Aunque en casa de Pedro siempre había habido tradición torista, no mantenía recuerdos más allá de las conversaciones que sus padres sostenían cuando finalizaba la corrida. Hasta donde le alcanzaba su memoria, ambos tenían un abono en grada de sombra que habían adquirido cuando fueron conscientes de que los años pasaban y ya no tenían ni edad ni ganas para aguantar los excesos de los peñistas. Pedro, en el tiempo que duraba la corrida, veía los toros desde la barrera, nunca mejor dicho. Televisión Española, la única tele que entonces existía, retransmitía varias corridas de San Fermín. Si no, la radio les avisaba cuándo era el momento de prepararse y salir corriendo a esperar a sus padres en aquella esquina del buzón del Colegio de María Inmaculada, el Servicio Doméstico para todos los pamploneses, donde la mitad de la ciudad esperaba a que la otra mitad saliera de los toros.

 

Pedro todavía conservaba en su retina el color de las pancartas de las Peñas, el blanco impoluto de las madres empujando carritos de bebé y sujetando a los niños firmemente por la muñeca mientras los mozos salían de plaza cubiertos con plásticos azules, amarillos y rojos que, lejos de protegerlos de la suciedad, se habían convertido en un amasijo de harina, vino y huevos que resbalaba por las mangas y perneras convirtiendo su atuendo sanferminero en un campo de batalla sobre el que las madres guerreaban cada día en un intento por devolverle una blancura imposible que ya nunca más lo sería más allá del 14 del julio.

 

Mientras cruzaba el puente de la autopista sobre el río Ebro a la altura de Castejón recordó una vez más, como siempre que atravesaba la localidad, las tardes del mes de agosto que, gracias a su amigo Vicente, pasó junto al agua imaginando tardes de gloria y aplausos. Porque Vicente fue testigo de sus primeros capotazos. Junto a la casa que sus abuelos tenían, a la que se accedía por una pequeña vereda que discurría entre el río y la vía del tren, había un pequeño cercado en el que un ganadero local criaba reses bravas que luego vendía a los ayuntamientos de las localidades vecinas para solaz de los lugareños durante las fiestas patronales de cada pueblo.

 

Cenaban junto a los abuelos de Vicente, a quienes siempre tendría que agradecer veranos felices compartiendo confidencias y enseñanzas con el que acabaría siendo su mejor amigo, para después salir a la calle con cualquier excusa. La verdad es que, en aquellos agostos tórridos de sueño imposible, cuando todos los chavales jugaban en la calle mientras sus padres reposaban la cena en el umbral de las casas, no les resultaba demasiado difícil justificar unas ausencias que Pedro aprovechaba para dar unos cuantos capotazos a las reses que después llegarían a los ruedos "espabiladas" por un chaval de a penas diecisiete años que utilizaba un viejo mantón de la abuela de Vicente para citar a aquellas vacas de escaso porte y cuernos casi ausentes mientras el amigo vigilaba para salir corriendo ante la menor señal que indicara la presencia del ganadero.

Cuando ahora recordaba aquellos momentos no podía hacer sino sonreír y revivir el calor de la sangre bombeada a toda velocidad por sus venas como consecuencia de la adrenalina descargada. Todavía hoy, tras una tarde de gloria, cuando todos se retiran y sólo Vicente permanece junto a él apurando un último gin-tonic, ambos ríen a carcajadas rememorando anécdotas de aquellos veranos. Como cierta vez que un gran perro les sorprendió en su camino hacia el cercado y Pedro se escudó tras Vicente sin pensar en las consecuencias.

 

- Todavía no sé cómo no dejé de hablarte aquel mismo día-, termina siempre Vicente riendo a carcajadas. .

 

Para Pedro fueron sin duda los mejores días antes de iniciar un viaje en el que tendría que afrontar sinsabores y dificultades, una vez aceptado el hecho de que la feroz oposición de sus padres a su deseo de convertirse en torero no remitiría nunca.

 

Mientras Los Panchos llenaban el agradable compartimento en el que había convertido su coche, "Salgari" volvió por unos momentos a convertirse en Pedro Iturralde, el tímido estudiante de Medicina que, solamente en verano y con la excusa de visitar a algún compañero de universidad, abusaba de la amabilidad de su mentor para bregarse en los campos de Andalucía ante fieros astados descartados para la lidia pero que sin embargo a él le permitían ir aprendiendo los entresijos de un oficio al que, sin duda alguna, finalmente se dedicaría.

 

Nunca iba a olvidar las lágrimas de su madre y la violenta reacción de su padre cuando les anunció su decisión de abandonar la carrera y dedicarse al toreo. No sirvió de nada que durante seis años de su vida se hubiera dedicado a obtener las notas más brillantes de su promoción. Ni que blandiera ante ellos el título que tanto habían ansiado ambos para él. Siempre querrían más. Cualquier cosa antes que los toros. Después de muchos años, habían renunciado incluso a sus abonos de la plaza de toros con el objeto de "no alentar esa idea de mil demonios que vete a saber quién te ha metido en la cabeza".

 

Pero Pedro, que sólo con recordarlo volvía a sufrir el mismo lacerante dolor que aquel día le hurgó las entrañas, se mantuvo firme, preparó sus maletas y emprendió un viaje sin retorno. Supo cuando abandonó la casa de sus padres que nunca volvería. Sólo entonces se dio cuenta de que nunca nada sería suficiente. Nunca estaría a la altura de las expectativas que sus progenitores habían puesto en él. Y dolió. Y siguió doliendo durante mucho tiempo. Y todavía dolía.

 

Sin embargo, había llegado la hora de enfrentarse a sus viejos demonios. Vicente tenía razón. Era el momento de volver a casa. Aunque sólo fuera para triunfar en esa plaza ante cuyas puertas tantas veces había soñado. Quizá consiguiera cruzar el callejón por el que, contracorriente, tendría que salir abrigado por las peñas. Unos mozos que, según le había anunciado su amigo, ya coreaban su nombre cada tarde en el coso. Sólo esperaba estar a la altura de las circunstancias. Nunca se perdonaría un fracaso en Pamplona.

 

El Audi se deslizaba ya por la Avenida de Zaragoza cuando fue consciente del contraste de rojo y blanco en el que la ciudad se sumerge cada 6 de julio. Le habían reservado una habitación en el Hotel La Perla. Porque, aunque la mayoría de los toreros se hospedaba en el Hotel Yoldi, Pedro no quería perderse la oportunidad de disfrutar de las buenas carreras que el Encierro le proporcionaría por la mañana y ver cómo se desenvolvían en la calle aquellos morlacos a los que, después, tendría que enfrentarse en la plaza. Un buen desayuno en el Belagua y un paseo por el Casco Viejo hasta la hora de la comida esperaba que le ayudaran a superar la nostalgia que, como una bofetada, le había golpeado en el momento en que fue consciente de su llegada a Pamplona.

 

Vicente casi le había insultado después de hacer la reserva y comprobar el precio de la habitación. Pero a Pedro eso le daba igual. Había llegado un momento en el que sólo quería disfrutar de todos aquellos pequeños placeres que el fruto de su esfuerzo podía proporcionarle. Y aún lamentaba que los suyos no pudieran compartirlo con él. Sabía cuánto hubiera disfrutado su madre en la casita que recientemente había adquirido en Zarautz, junto al Restaurante Arguiñano, en primera línea de playa, y con la que ella siempre había soñado. Cada vez que podía, Pedro dejaba Zaragoza para disfrutar de una visión privilegiada del Cantábrico. Nunca se cansaba de pasear la vista entre el promontorio sobre el que se asienta el camping y la abrupta silueta del "ratón" de Guetaria.

 

Tras aparcar su Audi en el reservado que el hotel tenía en el aparcamiento de la plaza del Castillo, Pedro se dirigió hacia el establecimiento. Aunque estaba acostumbrado a los tumultos que habitualmente le rodeaban al llegar a las plazas, no estaba preparado para los abrazos, saludos, gritos y aplausos que los pamplonicas le prodigaron nada más salir del aparcamiento, después de que una señora con su abanico y su pañuelico rojo anudado al cuello le reconociera.

 

Pedro agradeció el refugio fresco e íntimo que le proporcionó el hall del hotel. La recepcionista le anunció que su cuadrilla había llegado ya y que estaban dispuestos a reunirse con él en cuanto "el maestro" se hubiera aseado y descansado un poco. Pero "el maestro" no estaba dispuesto a compartir su tiempo con nadie. El día anterior le había dejado muy claro a Vicente que no deseaba cumplir con la rutina habitual de las horas previas y que sólo estaría con ellos cuando tuviera que vestirse para salir hacia la plaza.

 

Esa tarde y la mañana siguiente Pedro volvió a reencontrarse con una ciudad que, al igual que él, había madurado. Cada rincón, cada calle, cada local le resultaban familiares. Sin embargo, el paso del tiempo había tenido un efecto beneficioso sobre la población. Todo aparecía más nuevo, más limpio, más organizado. Y eso teniendo en cuenta que los Sanfermines nunca es el mejor momento para visitar Pamplona. La excesiva afluencia de visitantes, a pesar de los titánicos esfuerzos de su Ayuntamiento, siempre tiene consecuencias nefastas para la ciudad.

 

Exactamente a las cinco de la tarde, Vicente cruzaba la puerta seguido por toda la cuadrilla. Para esa tarde, Pedro había elegido un terno grana y oro. Entre las filigranas que adornaban la chaquetilla, el maestro había pedido a las Madres Recoletas que bordaran un pequeño San Fermín casi oculto en un lateral bajo su brazo izquierdo. En la taleguilla, las iniciales S. F. J., casi a la altura de la faja, para invocar la protección de San Francisco Javier, copatrón de Navarra.

 

Vicente colocó sobre la cama la montera, las hombreras, la camisa, los machos, el corbatín, los cabos, el chaleco, la casaquilla, la faja, la taleguilla, las medias y las zapatillas. Y, después, tal y como venía haciendo desde hacía casi diez años, transformó a Pedro Iturralde en Pedro de la Fuente, "Salgari".

 

"Salgari" llegó a la plaza y saludó a sus compañeros de corrida: Enrique Ponce y Julián López, "El Juli". Después de pasar por la capilla, "Salgari", envuelto en su capote de paseo y con la montera en la mano, se colocó entre sus compañeros y se dispuso a salir al coso. Notaba en sus entrañas el retumbar de los bombos. Pero el ruido de la plaza, casi ensordecedor, estaba actuando como un calmante, adormeciendo las emociones que hasta hacía unos segundos habían galopado sin freno llevándolo al extremo de pensar que no podría hacer el paseíllo.

 

Ahora, en la misma puerta de acceso al coso ya sólo quería que los caballos de los alguaciles iniciaran el camino hacia la Presidencia. Pedro de la Fuente, "Salgari", adelantó su pie. No había marcha atrás. Al son de la música, con el sol brillando sobre las lentejuelas que adornan su traje de luces, "Salgari" pisa con autoridad la arena y avanza. Junto a la Presidencia, donde siempre estuvieron, sus padres aplauden. Pero el torero está ya en el callejón, desplegando sus trastos, esperando la salida de "Embajador", un cebada gago negro bragao meano, de 579 kilos de peso.

 

 

La ilustración corresponde al grabado titulado "El famoso Martincho poniendo banderillas al quiebro". Aguafuerte, aguatinta, punta seca y buril. 249 x 357 mm. De la serie "La Tauromaquia", de Francisco de Goya. Podéis encontrar toda la serie aquí.

Soy Canalla

Coincidiendo con la celebración del Día del Libro, la Asociación de la Prensa, con el patrocinio de la Diputación Provincial de Zaragoza e Ibercaja, ha editado un libro que, bajo el título de “Soy Canalla”, recoge treinta relatos breves de historias relacionadas con el periodismo. Los autores son periodistas aragoneses que, tal y como dice la contraportada del libro, “cuando los micrófonos y las cámaras se desconectan… los fantasmas que han revoloteado por la redacción durante toda la jornada de trabajo acompañan a los periodistas a sus casa. Ahuyentarlos no siempre es fácil, aunque algunos han aprendido a combatirlos convirtiéndolos en letra impresa”.
Aunque la distribución va a ser limitada, si tenéis la oportunidad de conseguirlo, os recomiendo su lectura. Mi felicitación también para el autor de la portada, Daniel García-Nieto.

Ventana al Mar

Ventana al Mar

El mar ha vuelto a entrar en mi sueño. Poco a poco, sin estridencias, como llegan todas las grandes cosas. Una vez más me ha sorprendido el color. Azul, añil, verde, ¿o era acaso rojo? Puede ser. Y el olor, ese olor salobre que impregna la piel y los cabellos y que el agua transforma en una capa áspera que arrastra viejos y eternos sueños.

Cuando el mar ha llamado a mi puerta, el sueño vagaba entre tinieblas y lóbregas sombras. Sólo la noche arroja a mi espíritu esa quietud que el alma busca en el bullicio. Pero la calma no siempre llega cuando yo quiero. A veces mi sueño fluye entre antiguas y vanas ilusiones y un futuro incierto que no augura sosiego.

Mientras antes ansiaba el porvenir, como el viajero anhela la fuente que calma su sed, ahora, cada noche, ¿o también de día?, mis ensoñaciones se regocijan en un mañana que ya es ayer.

El mar va y viene, va y viene. Las olas susurran a mi oído y ni aún en sueños puedo obviar su fatiga. Cuando la espuma burbujea en la cima, diseminándose después a través de la bruma, en mis deseos atisbo otro tiempo.

¿Era el momento en que soñaba con ser libre? ¿Era el instante que hoy se me escapa entre las manos como los granos de arena que las olas arrastran mar adentro?

El mar se ha llevado todo. Todo lo que me quedaba. Incluso ha arrancado de mis entrañas ese pequeño y diminuto ser que, en una sucesiva multiplicación de células, pugnaba por subsistir.

Han pasado muchos días y muchas noches. Días de coraje y sentimientos ocultos. Noches de lágrimas y soledad. Pero la intensidad con la que llegó el vacío se mantiene e incluso crece con el transcurrir del tiempo.

El mar no sólo se ha llevado una nueva vida. Las olas, en su devenir eterno, arrancaron de mi lado aquello que más quería: mi amor, mi compañero, mi amante. Fluido regenerador, el agua no ha querido borrar el amargor de mis días.

En sueños, desde la playa, veo la espuma que baña la arena. Una espuma que se riza en la superficie del mar para acabar suspirando sobre la orilla.

Hubo una época en que soñaba despierta. Yo, juventud y libertad, saltaba alegre sobre rocas y arrecifes. Me batía contra los acantilados una y otra vez, una y otra vez, intentando alcanzar lo imposible. Pero la fuerza me sostenía y nada hacía flaquear mis anhelos.

Sin embargo, la lucha me agotó. El vacío creció en mi seno y el viento arrastró mi fuerza. Mi amor se marchó cuando llegó la calma. Mi compañero nunca lo fue y mi amante se perdió en el tiempo.

El mar ha vuelto a entrar en mis sueños, una vez más. Azul, añil, verde, ¿o era acaso rojo? Bermellón como el niño que nunca será. Carmesí como la vida que se escapaba a raudales entre dolores estériles.

Pero la pérdida de esa vida me ha dado una nueva existencia. Los sueños vuelven en la persona de otro niño. Ese ser, que me quiere y me anhela. Ese motor, que impulsa mis deseos. Como el mar, cuando suspira sobre la playa, mi vida se desliza sin estridencias, en silencio.

Pero el silencio, que me llena, no colma mi ansiedad. El corazón late de nuevo ante el amor imposible. No el perdido, sino el que jamás hallé.

Hubo un momento de mis sueños en el que la luz brilló otra vez. Era una luz tímida, apenas visible. Sin embargo, me quemaba como una antorcha de fuego. Esa llama que a veces arde en nuestro interior y que, cuando crece, nos devora arrastrándonos en una caída sin límite.

Pero, una vez más, el miedo me paralizó y alejó la luz de mi sueño.

Esta noche la claridad ha vuelto. Ahora, libre de ataduras aunque todavía llena de soledades, ese pequeño rescoldo que he descubierto en mi corazón se aviva con la brisa. La luz, el viento y el sol se funden en un solo elemento para iluminar la senda por la que camino. El mar vuelve a susurrar su nombre, suavecito, como sin querer. Y yo sigo mi camino sin mirar atrás. Sin atender una llamada que me golpeó el espíritu, una vez, hace ya tiempo, y que yo desatendí por miedo al dolor. Ese dolor que desde hace meses atenaza mi garganta y que, sin embargo, no aporta más que sufrimiento estéril y soledad. Sin embargo, el dolor que la sola mención de su nombre me provoca no es comparable con la impotencia que siento al saber que jamás osé averiguar hacia dónde nos hubiera conducido el viento.

Un torbellino, ciclón quizá con el tiempo. Pero el mar todavía susurra: "no está bien, no está bien...". Cuando las olas vuelven de ese breve viaje que emprenden allende la arena para instantes después desplomarse en la orilla, todavía despliegan su manto salobre para acoger mi recelo.

¿Y qué fue de ti? ¿Acaso rehuyes mi miedo?

Cuando a veces mi sueño rememora aquel primer encuentro, sigo buscando en la sombra la razón de nuestro acercamiento. ¿Fue real o acaso imaginario?

El mar ha vuelto a entrar en mi sueño.

 

 

La luciérnaga

La luciérnaga

Espero que os guste esta pequeña fábula, que dedico a Alas de Plomo para que me disculpe por mis despistes.

 

Cuenta la leyenda que una vez una serpiente empezó a perseguir a una luciérnaga. Esta huía rápido con la feroz predadora y la serpiente al mismo tiempo no desistía.

Huyo un día y ella la seguía, dos días y la seguía... Al tercer día, ya sin fuerzas, la luciérnaga paro y le dijo a la serpiente:

- ¿Puedo hacerte tres preguntas?- dijo la luciérnaga.

- No acostumbro dar este precedente a nadie pero, como te voy a devorar, puedes preguntar- contestó la serpiente.

- ¿Pertenezco a tu cadena alimenticia?- pregunto la luciérnaga.

- No- contestó la serpiente.

- ¿Yo te hice algún mal?- dijo la luciérnaga.

- No- volvió a responder la serpiente.

- Entonces, ¿por que quieres acabar conmigo?

- ¡¡¡Porque no soporto verte brillar...!!!

Nana de amor

Nana de amor

Desde hace varias semanas el eco de una melodía incomprensible martillea insistentemente mi interior. Ahora, que he vuelto al útero materno, percibo sonidos atravesando la densa bruma que me rodea y atenaza mis sentidos. El sonsonete se repite una y otra vez hasta convertirse en una sucesión de pitidos que me arrastra hacia el exterior sacándome del letargo protector en el que tan cómoda me encuentro. Floto de nuevo en el líquido amniótico mientras, en la lejanía, atisbo la voz de mi madre: suena como un tierno arrullo que calma mi aflicción.

Sin embargo, el sonido se impone a su amor. La nana que resuena en mi cabeza pierde fuerza para cederla a ese eterno ruido que taladra mis sentidos, o lo que queda de ellos. Pasa a primer plano y vuelve la consciencia. Aunque me resisto, mi cerebro percibe mensajes del exterior. El coche que ha destrozado mi cuerpo, arrastrando consigo parte de mi ser, no me ha robado la capacidad de escuchar, la de sentir o la de amar. Unos dones a los que gustosamente renunciaría a cambio de la seguridad que proporciona este refugio temporal.

A duras penas, sin querer y a pesar de mí, la consciencia penetra y con ella descubro que no estoy sola. Una piel roza la mía. Miles de neuronas se ponen en alerta: está junto a mí. La textura que percibo no se parece a la de aquellas manos que me acariciaron y amamantaron mientras fui un bebé, ni a aquellas otras fuertes y seguras que me alzaban al cielo para después recogerme en la caída. Éstas, de las que me gustaría huir, se parecen más a las de aquél de quien me enamoré porque me hacía reír, las de quien me rompió la imaginación y luego destrozó mi corazón induciéndome al llanto.

Suspendida en la humedad, mis lágrimas se funden con las de mi madre. Escucho su voz. Percibo su angustia. Pero mis labios están sellados y ni siquiera sus caricias consiguen hacerlos reaccionar.

Yo te oigo, madre. Y, aunque te escucho, no puedo responder. En el nuevo refugio que me has otorgado escucho tu nana y evoco mi vida. Me amamantaste, me cuidaste, me protegiste y me escuchaste. Me apoyaste cuando lo necesité y me animaste cuando no tuve fuerzas. Me respetaste siempre y me comprendiste. Me trajiste la calma cuando la confusión se instauró. Reímos y lloramos juntas. Pero siempre, siempre, me quisiste.

Cuántas veces hubiera podido hablarte y no lo hice. Y ahora que lo intento no lo consigo. Siento que la vida se me escapa a raudales y yo la dejo ir. No hay nada que la retenga. A tí te esperaré al otro lado.

Mientras tu voz me acompaña, atisbo una luz al final de la oscuridad. De los muchos caminos que hemos recorrido juntas, éste es, sin duda, el más difícil. Aunque siento tu mano junto a la mía, la senda que ahora recorro sólo más tarde la iniciarás tú.

Madre, ¡cómo hubiera deseado evitarte estos momentos amargos! Porque yo ya no padezco pero siento tu dolor. Tu desconsuelo empapa cada poro de mi piel. Tu desesperación me hiere tanto que huyo de nuevo a mi refugio para aguardar el final de mi viaje.

La bruma vuelve. No distingo los objetos pero mi mente, traicionera, vaga entre recuerdos vividos o imaginados. ¿Es real la huida? ¿Es imaginado el desprecio? ¿Acaso la humillación, el desánimo y el menosprecio son una mera ilusión? ¿También cuando caigo entre las ruedas del coche? Creo que todo fue un sueño.

En algún momento sentí dolor. Probablemente cuando rodé bajo la cama tratando de protegerme. Seguro que cuando abandonó la habitación para volver con la correa y arrastrarme hasta el balcón. Qué importa que el coche fuera demasiado rápido. A quién le interesa si yo escapaba de una condena... Dentro de poco sólo seré una breve reseña periodística: "C.A. ha fallecido esta mañana en el Hospital Miguel Servet a consecuencia de las heridas recibidas el pasado fin de semana cuando fue arrollada por un conductor que transitaba por la Avenida Hispanidad en el cruce con Gómez Laguna. Fuentes policiales han confirmado que el conductor del vehículo no pudo evitar el atropello ya que la víctima apareció de repente y se arrojó a la calzada. En el momento del suceso, C.A., y a pesar de las bajas temperaturas que Zaragoza registra estos días, sólo llevaba puesto un pijama".

De nuevo, está junto a mí. Lo siento. Oculta la verdad porque, si no, madre ¿consentirías su presencia? A veces, a través de la niebla, siento sus manos atenazar mi cuerpo. Y el miedo vuelve hasta que escucho tu nana y llega el amor verdadero. Después nada de eso tiene importancia porque mi condena toca a su fin. A partir de ahora empieza su calvario.

Ese sonido vuelve... y me conduce al exterior.

Madre, no llores. Te escucho y me entristece. Vuelve a cantarme esa nana que tanto me gusta. Así, despacito... El sueño vuelve. El sonido se empaña. Las palabras ya no llegan. Al fin, ESTOY SOLA.

 

La foto es de F. González

Los Panchos

Los Panchos

 

"Hace falta que te diga que me muero por tener algo contigo.

¿Es que no te has dado cuenta de lo mucho que me cuesta ser tu amigo?

Na, na, na, na, na.. La, la, la, la.

No quisiera yo morirme sin tener algo contigo".

 

 

 

¡Qué penita mora! Siempre había sido incapaz de recordar las letras de las canciones. A lo largo de su vida, a duras penas había conseguido retener en su memoria algunas letras inglesas que, merced al esfuerzo que había tenido que hacer para entenderlas, permanecían en su memoria inmunes al paso del tiempo. Lo mismo le ocurría con algunas nanas que desde pequeña había aprendido a cantar en euskera y que, a falta de una traducción exacta, llevaba grabadas en su corazón, donde se esconden los recuerdos más dulces.

 

Pero con esta vieja canción de Los Panchos le ocurría una cosa extraña. Era capaz de recordar el principio y el final de las estrofas pero perdía todo el intermedio. Vamos, casi lo mismo que había ocurrido con su vida. Un vacío de siete años que había desaparecido de su memoria pero que seguía grabado a fuego en su interior.

 

El yo consciente de Melisa recordaba entre brumas lo acontecido siete años atrás. Su yo inconsciente, sin embargo, revivía una y otra vez las escenas que le habían conducido a una nueva vida que trataba de sacar adelante con esfuerzo y sacrificio.

 

Había llegado un nuevo tiempo y la luz parecía inundarlo todo. Sin embargo, Melisa seguía sin ser capaz de articular palabras y a su mente acudía sólo, de forma reiterada, la vieja canción de Los Panchos. Una canción que parecía tener vida propia y que sonaba una y otra vez siempre que él se acercaba. Melisa quería mirarle a los ojos pero él hurtaba su mirada, temiendo lo que vendría después. Ella también recelaba pero se dejaba llevar por la música, que la envolvía en un nudo de bruma espesa y cálida.

 

La foto está aquí

Un baúl dorado

Un baúl dorado

Tengo un baúl dorado, repleto de tesoros.

Ha pasado un amigo y le he regalado una flor.

Rosa, que me ha llamado para recordarme que sigue esperando, se ha llevado un libro.

Javier, al que hace tiempo que no veo, debería quedarse con mi cuaderno. Así sabría cuánto lo quise y cuánto lo quiero.

Carlos, con esa timidez que barniza los primeros encuentros amorosos, no sabe qué pedirme. Ni tampoco sé yo qué darle.

Mi madre se ha quedado con toda la gratitud que guardaba.

Para mis hermanos, amor, amor, amor.

Para los niños.... un montón de serpentines, luces de colores y globos que guardaba en el fondo del cajón.

Para mis jefes... comprensión, mucha comprensión y tolerancia.

A mis compañeros les guardo una sonrisa, que cada mañana nace en la comisura de mis labios y a medida que avanza la jornada se desliza por mi garganta dejando un regusto amargo.

A Dios... gracias eternas por la vida que me dio y las pruebas que establece para hacerme avanzar.

 

Todo esto y todos ellos permanecen en mi baúl.

 

Dentro también tengo letras, pensamientos y canciones que me hacen soñar y que evitan que me hunda en la realidad que me rodea.

A mis primas, a las que quiero siempre, letras eternas que a veces se cansan de leer pero sin las que me extrañan.

Para mis maestros guardo proyectos, escritos, leyendas, actuaciones que siempre esperaron de mi y que me esfuerzo en ejecutar.

Para mi maestra, que casi es una madre, gratitud y respeto.

A mis profesores, por el tiempo invertido en esa educación que me ha permitido ser lo que soy, un recuerdo que guardo bajo un mantel que hizo mi madre y que algún día heredará la niña Leire.

 

Tengo un baúl dorado, que guarda tantas cosas buenas, que reluce y brilla tanto que daña la vista de aquellos que pasan sin mirarlo.

Es mi baúl.

En él, seguro que también guardo algo para ti.

Feliz once cumpleaños

Feliz once cumpleaños

Este cuento, que nació a partir de una fotografía de Miguel Ángel Latorre, es para Patxi.

Es el regalo de cumpleaños que no espera y que siempre quiso. He escrito historias para otros, relatos de ficción que a veces parecen reales y que nunca ha leído... Muchas veces me ha pedido que escribiera un cuento para él.

Aunque mañana cumple once años y ya es lo suficientemente mayor como para no reconocer a los duendes de mi hayedo, seguro que todavía es capaz de atisbar, tras esa hoja tan brillante que hay en primer plano, las manitas de Píplim, el protagonista de SU cuento.

Felicidades, hijo, y gracias por tu luz.

 

Píplim es un duende.

 

¿Qué dices? ¿Qué no existen los duendes?

 

Me parece que estás equivocado. Los duendes siempre han existido y siempre existirán. Pequeños, alegres, traviesos, juguetones... A veces también renegones. Los hay de muchas clases. Igual que las hadas. Todo depende del bosque en el que vivan.

 

Otra cosa son los ogros, los dragones, los gigantes... Eso ya son cuentos de niños pequeños para escuchar a la hora de dormir.

 

Pero tú eres grande. Hoy cumples once años y, por tanto, te mereces una historia de duendes.

 

¿Once años he dicho?

 

Casi los mismos que Píplim si los años de los duendes se contaran igual que los de los humanos, que, por supuesto, no es así.

 

He dicho Píplim, si. ¿No te gusta el nombre? Pues es uno de los nombres de duende más bonitos que he oído. Porque Píplim, te vuelvo a decir, es un duende. Demasiado alto para su especie, demasiado listo para sus vecinos, demasiado rubio para su familia, un poco torpe pero muy simpático.

 

Tampoco tiene las orejas como sus hermanos. Cuando era pequeño, en la edad en la que a los duendes les empiezan a picar las orejas y conforman esa apariencia tan característica de pirámide resbaladiza, Píplim no sentía nada. Es más, sus orejas seguían siendo redondas mientras las de sus hermanos, amigos y vecinos, poco a poco, pasaban a lucir unas bonitas formas puntiagudas.

 

Por más que el pequeño duende recorriera el hayedo buscando ortigas para frotarse la barriga (alguien, no sé muy bien quién, le había dicho que si se pasaba las ortigas por su ombligo tendría las orejas más bonitas de todo su árbol), la forma de sus orejas permanecía invariable. Anda que... vaya cabecita la suya. Resulta que, además de ser el único duende de su edad con las orejas redondas, resultaba doblemente singular con su pequeño ombligo puntiagudo eternamente irritado. Todos los niños de su árbol se mofaban de él. Salvo Pinim y Píbim, sus dos mejores amigos, que siempre recogían las mejores hojas de su barboyedo (el barrio que rodeaba su árbol, para que me entiendas) para hacer un ungüento sanador que reparara su ombligo de tal manera que volviera a recuperar su estado original.

 

Y ya que estamos hablando de su aspecto, la nariz... ¡Vaya qué nariz! Redonda y pequeña. Nada de esa puntita tan elegante que mostraban sus amigos. Nada de las pecas que resbalaban por las napias de sus hermanos. Él ni pecas ni puntita. Vamos, un desastre de nariz. Según todos los del barboyedo... claro.

(Continuará.....)

El Rey de la Caverna

Érase una vez un rey que habitaba una Caverna. Pequeño, enjuto y avispado, tenía unos ojos, inteligentes y ávidos, que protegía bajo dos paraguas negros que apuntaban un nuevo color merced a esas primeras nieves que anuncian el inicio de la postrera estación. El monarca jamás abandonaba su trono y, si lo hacía -cosa extremadamente inusual-, siempre era acompañado por alguno de sus fieles vasallos.

El rey de la Caverna dirigía vidas y destinos desde su atalaya oscura, casi parda por la falta de luz, energía que ilumina e inspira el discernimiento. Siempre rodeado por sus fieles, recibía las noticias del reino bajo el tamiz de enfoques interesados. Aunque sus dominios eran limitados, el dignatario apenas conocía a sus súbditos. Ignoraba sus intereses y preocupaciones y desconocía sus deseos y anhelos. Sin embargo, el rey creía dominar su reino.

Los habitantes del reino eran gentes oriundas del lugar y otros llegados de lejanas tierras que, sabiendo de la bonanza del país de la Caverna, habían acudido en busca de vidas mejores. Al principio las tierras y zonas de acampada fueron abundantes, cómodas y al abrigo de los vientos. Pero, a medida que el reino fue creciendo en extensión y población, los habitantes cada vez encontraban mayores incomodidades. Escaseaban los alimentos, el abrigo de la caverna ya no era suficiente y los recién llegados, y algunos viejos que habían sido desplazados por nuevos vasallos, se hacinaban en covachas improvisadas en las que almacenaban sus enseres más queridos.

El rey de la Caverna dirigía su reino inconsciente de la situación que atravesaban sus súbditos.

Sin embargo, un buen día, los suspiros y sollozos de los que aguardaban fuera llegaron hasta el rey. Cuando el monarca preguntó a sus fieles vasallos por el origen de las quejas, aquellos que habían permanecido al abrigo de la caverna y calientes gracias al fuego del rey, no supieron encontrar una respuesta. Entonces, en un acontecimiento único que sólo se producía la luna anterior a la llegada del invierno, un pequeño rayo de luz consiguió atravesar los miles y miles de toneladas de piedra que protegían la Caverna. El rey, entonces, descubrió una nueva cara de sus fieles vasallos. Una expresión que sólo aquella luz furtiva había puesto de manifiesto. Y el rey, sollozando a su vez, en armonía con sus súbditos, exclamó: Durante todo este tiempo sólo he conocido la cara que me presentabais. Ahora, gracias a esta luz huidiza que sé que no perdura, descubro nuevos aspectos desconocidos para mi. No sé nada de vuestras vidas, deseos o temores. ¿Cómo he podido gobernar mi reino ante esta falta de información?

En ese momento, sin embargo, el pequeño haz de luz que se había mantenido tembloroso sobre el grupo de vasallos se esfumó. El rey se dio la vuelta y volvió a su trono en medio de la Caverna.

Manos Tatuadas

Manos Tatuadas

Todo llega... me voy de vacaciones. Pero, para los que paséis por aquí en mi ausencia, os dejo un relato de mar, especialmente para mis amigos Carlos y María Ángeles. Yo me voy a cargar las pilas y buscar nuevas historias. A partir del 9 de septiembre espero volver a contarlas.

 

"Nuestras vidas son los ríos

que van a dar en la mar,

que es el morir".

(Jorge Manrique, "Coplas por la muerte de su padre")

 

 

 

 

 

 

 

Invisibilidad. Es un concepto que desde hace décadas ronda mi cabeza y ahora se hace presente. Mientras los campos desaparecen tras la ventanilla del tren sólo mi rostro encuentra reflejo en el espejo imperfecto del doble cristal. Una cortina de lluvia me aísla del universo exterior ocultando al mundo mi propia invisibilidad. Sin embargo, el vidrio moteado me devuelve la imagen de unos ojos oscuros, reconcentrados y taciturnos que censuran mis labios, en los que la risa es sólo un extraño invitado.


Mientras el tren arrastra sus vagones entre montañas y llanuras, busco respuesta a la pregunta que durante años ha martilleado mi conciencia. Ahora que mi padre me llama quiero saber por qué lo hace pero, por encima de todo, quiero averiguar la causa de su desprecio. Por qué no impidió mi marcha y por qué, a lo largo de todos estos años, no ha sido capaz de enviar una carta, una llamada de teléfono, un recuerdo a través de mis hermanos. Es como si me hubiera excluido de su vida. Es más, parece que para él jamás hubiera existido.


Desde que tengo memoria, he sido una extraña para él. Mi presencia siempre le ha incomodado. Sin embargo, una vez alcanzada la madurez, me he dado cuenta de que quizá anhelara obviar mi nacimiento. Para él sólo fui un accidente de la naturaleza. Un desliz imperdonable por parte de mi madre, que concibió una sola hija después de ocho varones llamados a surcar los océanos junto a un padre duro y curtido por la mar. Una niña que, además de ser una boca más que alimentar, ni siquiera haría compañía a su esposa, que falleció al alumbrarme. Una pequeña que, desde la cuna, fue criada al calor de otros brazos y al amparo de la lumbre que la abuela Isabel alimentaba durante las largas noches de invierno.

En cualquier caso, las manos que me acunaron nunca lograron suplir la carencia de una madre ni consiguieron que mi padre -casi siempre ausente- superara la muerte de su esposa. Durante años, nadie osó pronunciar su nombre, ni recordar su memoria, ni mencionar anécdota alguna relacionada con ella. Así crecí, sin conocerla. No supe nunca si me deseó, si me quiso, o siquiera si llegó a conocerme.

El traqueteo del tren ejerce sobre mi un influjo benéfico que me adormece y conduce a un nivel más allá de la conciencia, en el umbral del sueño. Allí donde la realidad sucumbe ante un universo onírico, trato de recordar escenas de una infancia ya olvidada. Esa época en la que Manuel.... las ausencias de Manuel, más bien, marcaban nuestro tiempo. Entonces todavía le respetaba y, en la soledad de mi niñez invisible, lo llamaba papá. Sin embargo, para todos nosotros Manuel era usted y padre. Siempre ausente, en viajes eternos que parecían no tener fin y que, además, configuraban el calendario que regía nuestras vidas.

Manuel Gaztambide, el hombre que nunca fue niño y se enfrentó al mar antes que a la vida, vivía historias imposibles en universos inimaginables, con personajes que -a través de sus relatos- adquirían tintes heroicos. Mi padre, cuyos regresos marcaban la llegada de un nuevo tiempo, viajaba siempre al albur de los elementos. El viento del norte conducía su barco desde el Gran Sol hasta la costa cantábrica para después bregar con las marejadas del Golfo de Vizcaya. Desde el cabo oriental de la bahía mis ojos de niña invisible avistaban el Goizeko Izarra*, un barco de altura con las bodegas cargadas de pescado. Haciendo honor a su nombre, arribaba a puerto con las primeras luces del alba. A esas horas, la lonja despertaba de su nocturno letargo a la espera de los cargamentos que más tarde llegarían y serían subastados entre gritos, disputas y apuestas.

Mientras yo corría por las estrechas calles del Casco Viejo sorteando los puestos de flores y verduras de las caseras, un nuevo temor se abría paso en mi mente. Mi padre volvería a ignorarme, como siempre había hecho. En mi alma infantil la desazón pesaba mucho más que las plúmbeas cajas de madera colmadas de pescado que el avezado lobo de mar ya empezaba a descargar en el puerto. Con el corazón encogido y luchando entre dos sentimientos -el del amor a un padre que echaba de menos y el del miedo a enfrentarme nuevamente a Manuel- recorría el largo paseo que conduce hasta el puerto buscando el mástil del Goizeko. Desde lo más alto, mi padre alentaba a mis hermanos y a sus hombres mientras las bodegas del barco regurgitaban su carga de bacalaos.

Durante todos estos años, el recuerdo de mi padre ha ido siempre unido a una mezcla de olores en la que destaca la estela salobre del mar, los efluvios del pescado y ese leve aroma a loción de afeitado que, según me cuentan, mi madre le regalaba cada año por Navidad y que, primero mi abuela Isabel y después yo misma, hemos seguido comprando para él.

Ni la distancia ni el paso del tiempo han logrado diluir la fuerza de esa evocación. Ahora mismo, mientras dormito en un tren de última generación que inexorablemente me conduce a casa, rememoro una vez más ese aroma inconfundible. Manuel, el padre que yo conocí, no el que ahora describen mis hermanos, era alto como una torre y fuerte como el viento del Cantábrico. Cuando tras la temporada de pesca descansaba en el hogar degustando el txakolí[2] que la abuela había preparado para él con las hondarribi zuri[3] adquiridas en alguno de los caseríos cercanos, yo me sentaba en el suelo, junto a sus piernas, para escuchar los relatos de aquel hombre que era, al mismo tiempo, un extraño y el ser anhelado. Sólo en aquellos momentos, cuando mis hermanos vagaban sin rumbo por los bares del casco viejo, Manuel volvía a ser mi padre. Sus manos, con las palmas laceradas por las cuerdas y las huellas del mar tatuando su piel, acariciaban mi cabello de forma inconsciente. Yo permanecía inmóvil, aguantando la respiración, para que nada alterara esa efímera armonía. Manuel hablaba de luchas desiguales entre el hombre y los elementos, de arduos enfrentamientos con la naturaleza para, con mucho esfuerzo, arrancarle sus frutos. Eran días de felicidad. No había escuela, familia o amigos: yo sólo existía por y para mi padre.

Pero Manuel pronto volvía a la faena. El duro lobo de mar me hurtaba la mirada y las saladas y amargas lágrimas de la despedida empañaban la visión del Goizeko Izarra levando anclas rumbo a nuevas aventuras en mares cada vez más ajenos y distantes. Con cada despedida, yo moría un poquito más. De nuevo volvía a estar sola y vacía. Tal y como había estado siempre. Porque su presencia ejercía el efecto de un espejismo. A pesar de que nunca se ocupaba de mí, su fortaleza y su seguridad llenaban mis sentidos a través de esa mano -entrañable para mí, implacable para el resto-, vehículo de sentimientos y dulce instrumento de tortura. La intensidad de esos momentos hacía que la posterior ausencia fuera aún más insoportable. Y pasaban meses en los que no toleraba caricias que lavaran el calor de aquellas manos fuertes y vigorosas que, sin embargo, soportaban el dolor de quien, a la luz de mis ojos, era ya un anciano.

Mientras bullo inquieta en el asiento tratando de no despertar a mi compañero de viaje, me niego a aceptar los hechos que mi propia madurez ha puesto al descubierto. Ahora, cuando la soledad es alma gemela que camina a mi lado, acierto a comprender la constante ansiedad del marinero que retornaba a tierra para encontrar una niña exigente y consentida, en lugar de su esposa, que siempre dio sin esperar nada a cambio. Algo a lo que Manuel no podía dar respuesta porque los jirones de amor que mi madre dejó al morir desaparecieron bajo las paladas de tierra que cubrieron su cuerpo.

Mi abuela Isabel ha intentado explicarme muchas veces por qué mi padre dejó de ser un joven alegre y lleno de ilusión para convertirse en un hombre amargado, lleno de rencor y en lucha consigo mismo. Así, la necesidad de ocuparse de un bebé recién nacido que constantemente le recordaba la pérdida pudo más que la sangre y lo alejaron para siempre de mi vida.

Manuel, con cada nueva singladura, emprendía un viaje a ninguna parte que siempre iba un poco más allá y duraba más tiempo. Parecía como si esa lejanía impuesta fuera el bálsamo que su cansado espíritu necesitaba. Cuando mis hermanos estuvieron en edad de unirse a él, mi padre botó su propio barco y emprendió una particular travesía de despedida, que está a punto de culminar.

Mientras la lluvia se desliza desde el techo, cruzando los cristales para pintar estelas multicolores, intento recordar de qué manera los viajes de Manuel.... los relatos de Manuel, más bien, contribuyeron a hacer de mí lo que hoy soy. Durante mi adolescencia y posterior vida adulta no he podido olvidar aquellas largas noches ante el fuego escuchando cómo Manuel desgranaba palabras y sonidos que conformaban un relato fantástico sobre otros hombres y lugares tan exóticos como lejanos.

Llegado el tiempo de elegir mi destino, el periodismo fue la mejor opción. El tiempo y la distancia me han enseñado que, durante todos aquellos años, Manuel me indujo a escapar. A huir de una realidad que no me complacía y que era incapaz de cambiar. Él eligió la mar. La escritura es mi barco, un folio mi vela, y la pluma mi timón. En ella mezo mis sueños intentando hilvanar historias de lugares y personas que otros jamás conocerán.

A lo largo de los últimos quince años, el mundo ha sido mi casa. Un cuaderno, un teléfono, mi ordenador portátil y una pequeña maleta me han acompañado, cual fieles compañeros de viaje, a lo largo y ancho del Planeta. Bosnia, Kosovo, Chechenia, Afganistán no son sólo lugares en un mapa. Para mí tienen nombres y apellidos de personas y amigos que perdieron la vida por causas olvidadas. Todo ello me dejó un poso de amargo resquemor y desesperanza.

Esa desesperanza encontró un buen caldo de cultivo en las carencias heredadas de mi infancia, de manera que fue cuajando en mi ser a medida que crecía y los viajes de Manuel continuaban. Fruto de todo ello, soy lo que soy: una mujer incapaz de amar. De nadie pude aprender. Mi padre nunca supo darme el cariño que, a veces intuyo, en algún momento tuvo que sentir. Mis hermanos vivieron para la mar. Mi abuela, que fue sin duda el puntal de mi niñez, tampoco me demostró el amor que su corazón albergaba. Como todas las mujeres de mi familia, la expresión de los sentimientos era un signo de debilidad que se aprendía a doblegar desde la infancia y que sólo en la vejez aparecía, cuando la edad justifica ya cualquier capricho.

En esa dura escuela nunca tuve un espejo en el que reflejarme. Así, cuando Saúl entró a formar parte de mi vida, la espontánea manifestación de amor por mi parte se convertía en una ardua tarea que tamizaba la acción transformándola en un artificio que, no por buscado, tenía escaso valor. No obstante, sus atenciones primero, su cariño después y finalmente su amor, han ido poco a poco haciéndose hueco en mi interior hasta derretir el hielo que me atenaza y que agria mi carácter.

Mientras el tren arrastra su estela camino del mar, no consigo imaginar a qué responde la llamada de mi padre, que me busca pasados tantos años y con quien ya nada me une. Sin embargo, una y otra vez releo la carta que Manuel envió y que, a través de dos continentes, ha seguido mi rastro. Rota por las esquinas tras un viaje constante y sobada por manos ajenas, las palabras que contiene encadenan una preocupación que se agarra a mi corazón como nadie jamás lo hizo. Ni siquiera Saúl, mi amigo, mi amante, mi mentor. Ese hombre que, de vez en cuando, me invita a recordar la esencia de mi vida y, por breves instantes, me hace sentir el amor que creía extinguido. La caligrafía que llena páginas amarillentas, rebelde e indómita, muestra un hombre, joven todavía (Manuel nunca lo fue durante mi niñez), que recala en tascas y tabernas. Un hombre que ha abandonado la mar. Un hombre encerrado en sí mismo, con la sola compañía de un pequeño perro blanco, compañero de copas y soledad.

Cuando el viaje de toda una vida parece tocar a su fin, vuelve su corazón hacia mí: la hija invisible, ignorada y que, hace décadas, renunció al amor de su padre. Una renuncia fruto de los sucesivos viajes que, con cada nueva partida, aplastaban viejas y vanas ilusiones en una muerte amarga e inevitable.

Una mano me acaricia el pelo rozando apenas mi frente. Su calor penetra a través de mis poros y atiza un corazón tan frío como el acero. Curtido a partir del dolor y apenas reconocido. Las lágrimas atraviesan mis párpados mientras Saúl libera su mano y acaricia la mía tratando de consolarme. Han sido tantas las veces en las que ha compartido conmigo ese vacío que ahora también sufre la angustia que me produce la ansiedad del encuentro ineludible. El tren, mientras, continúa su largo camino a casa.

Saúl, mi confidente, mi amigo, mi amante, mi padre. Durante años, fue él quien me enseñó las tácticas básicas de supervivencia, quien me introdujo en la tribu y me enseñó su código. Es él quien durante todos estos años, convertido en mi alter ego, me ha acompañado otorgándome el generoso regalo de su amor. Sin él, mis relatos de los mundos vividos hubieran sido distintos. Sólo gracias a su amor he sido capaz de impregnar mis historias de una cierta humanidad desgarrada fruto de mi propia desesperación.

A pesar de la diferencia de edad, o quizás precisamente por eso, el amor que nos une es más poderoso que una mera atracción carnal. El sexo entre nosotros es sin duda la sublimación de un vínculo que me hace fuerte. Sus manos junto a mis caderas, esos fuertes brazos que me envuelven, me compensan de tantas carencias sufridas.

Ahora, mientras siento sus dedos entre los míos, contemplo unos ojos amables que comprenden, que dan sin pedir nada a cambio. Sin embargo, el cansancio se apodera de ellos. Poco a poco. Lo siento. Por eso viajo en este tren. No quiero seguir muriendo. Yo también quiero pilotar mi propia nave. Quiero doblegar a esa infiel amante que me robó a mi padre: la mar. Sin embargo, tampoco yo soy inmune a su influjo: hipnotiza y doblega mi voluntad conduciéndome a los orígenes, incluso en contra de mis deseos.

En estos momentos el sonido es otro, me saca de mi letargo y creo atisbar las notas de una sirena que anuncia la llegada a puerto. Pero no, cuando la bruma desaparece y las gotas dejan de caer, me doy cuenta de que lo que oigo es la llamada insistente de un teléfono que trae la noticia que llevo esperando toda una vida. Saúl levanta el auricular de la horquilla sobre la que descansa y a través de la lluvia, esas lágrimas que se atraviesan en mi garganta y que me ahogan sin necesidad de soga, observo su rostro. El tren de mis sueños se aproxima a la estación. Desde mi lejana aldea, la noticia del naufragio de Manuel llega a través de la mano amante de Saúl. Esa caricia que hace unos momentos sentía en mi pelo y que me trasladaba a otro momento, a otra estancia, es ahora la única capaz de sacarme de este agujero en el que ya estoy cayendo y del que no sé cómo voy a salir.

No hay lluvia, ni tren, ni carta. Sólo la voz de mi amigo, mi compañero, mi amante, a veces también mi padre. Intenta despertarme. Pero me resisto a abrir los ojos. Mientras estuvo Manuel, siempre confié en que algún día volvería a mí. Ahora ya nada de eso me queda. Todo se ha perdido definitivamente porque Manuel también se ha vuelto invisible. Juntos, en esa invisibilidad, volvemos a encontrarnos y nos queremos. Por eso no quiero salir del sueño. No quiero saber que Manuel no regresará de su último viaje. Aunque cada mañana lo imagine faenando sobre cubierta, su etérea espiritualidad flotará en un lugar incierto esperando el inicio de una nueva travesía.

La mano que me acaricia es ligera. Retira mi cabello con la suavidad que sólo el amor imprime al movimiento. Por primera vez, siento sólo su levedad, sin el peso del recuerdo. Lentamente abro los ojos, a través de las lágrimas que enturbian mi visión descubro a Saúl, que llora. Y esas lágrimas que compartimos nos unen al fin.



* Goizeko Izarra, en euskera, significa Lucero del Alba.

 

[2] Vino blanco, joven y ligeramente afrutado, de baja graduación.

[3] Tipo de uva que sirve de base para la elaboración del txakolí.

 

La foto es de Joseba Urretabizkaia, de la página web de la Diputación Foral de Guipuzkoa .

 

 


 

Salsa

Salsa “Dime cómo, cuándo y dónde. Que me des tu cariño, Como el mar las olas.

Un minuto me basta, vida,

Para enamorarte”

 

Suena la bachata con su cadencia binaria. M. evoluciona por la pista al ritmo de la guitarra. Sus pies siguen el dictado de las notas que resuenan en su interior. La música le llena y su cuerpo pasa a ser mero instrumento. Sus manos, sus brazos, sus caderas, sus piernas… ejecutan una partitura completa, real.

 

A. permanece acodado en la barra. Sostiene una copa y observa. Pero su cuerpo tampoco permanece inerte ante el son que escucha. Le gusta ver a M. girando al dictado de las palabras sobre la música. Se ha enamorado de sus brazos, de sus ojos, de esa pequeña mueca que aparece cuando los dedos no siguen a las manos, se ha enamorado de sus pies, que se mecen sobre los tacones; le gustan sus piernas, torneadas y rotundas. Se ha enamorado de sus caderas, que suben, alternas, en el cuarto compás. A. envidia su pelo, brillante y sedoso, porque acaricia su espalda desnuda.

 

“Un minuto me basta, vida, para enamorarte”, dice la canción. A. deja su retiro y recoge a M.. M. abre los ojos. La música les envuelve. El brazo de A. se posa sobre la espalda de M. ¡Cuánto tiempo! El calor del abrazo se extiende como una marea y llena el cuerpo de M.

 Bienvenida a casa, dice A. Y es cierto, M. siente que ha llegado. Sus brazos la rodean reforzando sus giros. El toque en sus manos le devuelve a la vida. Le acaricia, le agarra, le sostiene, le ama… La música, llega por fin a sus dedos.

Aralar es un sueño

Aralar es un sueño

Hubo un tiempo en el que sólo fui mujer, después nació en mi la madre y ahora no sé quién soy. Mientras busco una nueva identidad, ante mí se extiende una densa bruma que emborrona los últimos meses de mi vida. De la etapa anterior conservo mi nombre y mi pequeña. Una niña que, a medida que va creciendo, me obliga a tomar consciencia del vacío que se extiende entre el antes y el después. Dos mundos antagónicos y semejantes que oscilan en la frontera de un nombre: Javier.

Cuando le conocí, aunque me negara a admitirlo, mi matrimonio hacía ya aguas. Las excentricidades y peculiaridades de Carlos me pesaban cada día más. A menudo me engañaba pensando que su descontento era culpa mía y asumía la responsabilidad de nuestro fracaso. Sin embargo, el tiempo y las circunstancias me han abierto los ojos, que durante años han estado cerrados a una realidad que los demás intuían y yo rechazaba. Esos ojos que, casi cada noche desde que conocí a Javier, se abren en el sueño a un mundo en el que la culpa no tiene cabida. Cuando el dolor físico atrapaba hoy mi cuerpo, mi espíritu vagaba en otro espacio. Aralar ha vuelto a entrar en mi sueño.

 

"La lluvia cae fina, en silencio. Se desliza entre las hojas de las hayas para asentarse sobre el lecho que el follaje ha creado en el suelo. La hojarasca forma un manto que acoge las penas antes de disiparse.

El viento, lejano y presente a la vez, trae recuerdos de infancia al tiempo que la sirena de un tren, estertor que atraviesa La Barranca, hiere el silencio de mi alma.

El único ruido que irrumpe en la serena quietud de Aralar es el de mis pies, extremidades casi ajenas que se arrastran entre las hojas y el musgo. El susurro que precede mis pasos es el murmullo que levanta la lluvia derramándose en un fino chirimiri que lava el paisaje y enaltece los colores.

Mis pasos, que aparentan erráticos, me conducen al centro del hayedo. Como un laberinto multicolor -amarillo, ocre, verde, rojo-, los árboles se suceden sin solución de continuidad en una mezcla de ramas, hojas, musgo y hongos. Sin embargo, la espesura me seduce y me protege. Aquí no tengo miedo. No hay dudas. Me siento libre y segura.

Mientras camino sorteando las ramas bajas, siento cómo los sonidos del bosque se apoderan de mis sentidos. Escucho el rumor del viento deslizándose entre las hojas y el baile sensual que éstas emprenden inducidas por una secreta melodía que el aire les dicta; el sonido de la lluvia que se posa sobre los árboles provocando pequeñas cascadas que recorren las copas hasta alcanzar el suelo en el que hunden, firmes, sus raíces centenarias".

Pero la realidad se impone al sueño. Aunque mi mente se resiste, el sufrimiento es tangible. Tan real como el cuerpo que yace tendido a mi lado. Mis ojos ya no contemplan la espesura del hayedo. En el lecho, permanezco inmóvil. Quizás así olvide que estoy aquí. Ojalá esto fuera una quimera y el hayedo la certeza. Sin embargo, Aralar es un sueño.

El dolor, que persiste, trasciende lo físico, proviene de mi interior.

El hombre al que yo amaba dejó de ser él para convertirse en un extraño. Mi corazón se agostó y ahora se enfría. A pesar de los intentos por mantener el fuego, la llama que ardía nos consume y nos aleja al mismo tiempo.

Mientras permanezco a su lado, espiando su respiración, busco razones para seguir junto a él. ¿Convencionalismos sociales? ¿Costumbre? O, ¿acaso es miedo? Miedo a la soledad, miedo a llevar las riendas, miedo a equivocarme, miedo.... a la vida.

Pero hoy el sueño ha desvelado mi secreto. El hombre que rehuye mis días y da vida a mis noches ha traicionado mis sentidos.

Es a él a quien siento junto a mí cuando recorro el hayedo. Es él quien, a mi lado, contempla los cambiantes colores del otoño. En mis sueños, sin quererlo, he suspirado su nombre, lo he besado y acariciado sin presentir que el objeto de mi amor es aquél a quien desde hace tiempo rehuyo.

Sueño y realidad se confunden mientras el odio, la rabia y el desprecio se han apoderado de quien hasta hace poco era mi compañero, mi amante, mi amigo. La ira y el rencor han multiplicado su fuerza. Pero mi pequeña duerme. No escucha mis sollozos, ni mis quejas, ni mi dolor.

 

Mientras, a oscuras, tendida en el lecho, busco respuestas, Javier vuelve a colarse en mi sueño, de la misma manera que se coló en mi vida.

Cuando aquel día se abrió la puerta de Urgencias, el nerviosismo y el miedo no me permitían atisbar nada más allá de mi pequeña. Nuria tenía uno de esos espantosos ataques de asma que atenazan su cuerpecito y le arrebatan el aire. A pesar de que en sus ocho meses de vida no era la primera vez que habíamos tenido que lidiar con el mismo problema, nunca me había sentido tan alarmada. Ver a mi pobre niñita intentando respirar sin poder hacer nada para ayudarla me estaba haciendo perder los nervios. Sin embargo, el Doctor Goicoechea, en el momento en que llegamos al hospital, se hizo cargo de la situación.

Javier Goicoechea llevaba casi ocho horas de guardia cuando entramos en Urgencias. La escena, cuando menos, debía resultar ligeramente peculiar. A mí no me había dado tiempo a arreglarme y llevaba un jersey puesto de cualquier forma sobre un pantalón vaquero desgastado y mi vieja chaqueta de pijama. Agarraba a Nuria como si en ello me fuera la vida mientras Carlos discutía con todo aquél que se interponía en nuestro camino. Javier cogió a la niña de entre mis brazos y se acercó hacia una de las consultas. Desde el primer momento fui consciente de su presencia. El aplomo y la tranquilidad con que inició las maniobras a las que ya estábamos acostumbrados y que tenían por objeto conseguir que la pequeña volviera a recibir el caudal de oxígeno preciso, me indujeron una sensación de paz que hacía mucho tiempo no experimentaba.

Javier también detectó de inmediato que una gran parte de mi inquietud procedía de la actuación de Carlos, a quien aconsejó que saliera mientras consentía mi presencia al lado de mi pequeña.

Después de tantos meses, todavía puedo volver a sentir la seguridad que sus manos transmitían. El cariño y dedicación que mostró hacia Nuria me conmovieron. La parsimonia con que ejecutaba sus movimientos y su serena actitud provocaron en mi el efecto que ni los desplantes de Carlos ni la situación de la niña habían conseguido. En pocos segundos, gruesos lagrimones comenzaron a deslizarse por mis mejillas mientras trataba de ocultar mi cara a los escrutadores ojos del médico al que nunca antes había visto y cuya presencia, sin embargo, me estremecía hasta límites insospechados.

Sin embargo, la misma razón que me había conducido al llanto, después me confortaba. La mano firme que me tendía un pañuelo, me hizo levantar los ojos para encontrar una mirada profunda, inquisitorial aunque al mismo tiempo cálida. Sin duda fue ese momento el que nos unió.

Cuando Carlos regresó, Nuria dormía plácidamente entre mis brazos mientras yo contemplaba el vacío.

Pasados los días, la necesidad de volver comprobar si la corriente de entendimiento que había surgido entre nosotros era sólo un mero espejismo fue mucho más fuerte que mi sentido común. Gracias a mi trabajo como redactora de "Noticias Hoy" contacté con su secretaria para solicitar una entrevista.

Cuando llegué al hospital pertrechada con mi casete, mi bolígrafo y mi cuaderno, el doctor Goicoechea no dio muestra alguna de reconocerme. Sin embargo, sus ojos volvieron a conmoverme con la misma intensidad.

Es la entrevista que más me ha costado realizar en mi vida. No sé qué preguntas hice ni las respuestas que obtuve. Recuerdo que su proximidad fue tan relajante como un baño en una cálida tarde de agosto. Su voz transmitía la misma sensación de paz que ya antes había notado.

El tiempo pasó volando y, al despedirnos, su mano sostuvo la mía un instante más de lo que hubiera sido socialmente correcto. Me pidió que le enviara una copia de la entrevista antes de su publicación y me dio para ello su correo electrónico.

A partir de ese momento nuestros contactos empezaron a hacerse habituales. Me dio las gracias por la publicación de la entrevista. Yo le trasladé algunas consultas pediátricas y, poco a poco, sin darnos cuenta, nuestros intercambios empezaron a hacerse más habituales.

Fue entonces cuando comencé a soñar con el hayedo.

Aralar había sido, desde siempre, uno de mis lugares favoritos. Paisaje de infancia, fue algo más que un mero lugar de esparcimiento. Aralar es sinónimo de Hogar, Tierra, Raíces. Así, todo con mayúscula. Por aquellos parajes paseaba de la mano de mi padre. Junto a mis hermanos, me deslizaba sobre las hojas y la nieve. Quizá por eso, cuando Aralar comenzó a llenar mis sueños lo hizo proporcionándome una sensación de seguridad largo tiempo anhelada. Me sentía a salvo, guarecida, al margen del mundo y aislada de todos. En definitiva, protegida.

Aunque el sueño vino ligado a Javier, él nunca llegó a pisar el lecho sobre el que se asientan mis hayas. Sin embargo, su presencia era un halo que me envolvía como la niebla que baja de las cumbres cuando se oculta el sol para llenar de vida plantas y animales. Por eso, los amaneceres se convirtieron desde entonces en una amarga experiencia que me devolvía a una realidad odiada.

A pesar de todo, el vacío que me abrumaba encontraba consuelo cada mañana en la pequeña banderita roja que oscilaba en mi pantalla anunciando un nuevo mensaje.

Al principio el contenido era escaso, pocas palabras y muchos convencionalismos: "Estimada Paula.... Un abrazo". Después pasó a los: "Qué tal Paula.... Un abrazo". Para acabar con palabras más cálidas: "Querida Paula....Un beso". Los "con mucho cariño", "espero que pronto podamos tomar un café", "algún día de estos te llamo por teléfono"... fueron llegando más tarde, despacio, con timidez.

Cuando cada mañana acudo a mi trabajo, antes de revisar los periódicos del día, la banderita roja ejerce sobre mi una atracción irresistible. A pesar de que trato de retrasar el momento de leer los mensajes, el rítmico movimiento que, cual metrónomo, marca el paso del tiempo, es un imán que me atrae y al mismo tiempo es un recordatorio. Por eso aguardo. El placer que me produce la espera es casi tan satisfactorio como los pequeños retazos de alegría que Javier me regala cada mañana.

Entre los dos, sin palabras, se ha establecido un vínculo que nos acerca y no precisa compromisos. Sin embargo, la profundidad de nuestra relación se acrecienta cada jornada. Nuevas confidencias, pesares compartidos y anhelos no precisados hacen de nuestros mensajes pedazos de una historia sin final, auténticos retales de una vida que no tiene futuro. Estas conversaciones en dos tiempos nos acercan sin poder evitarlo. Sentimos igual, entendemos lo mismo. Sólo él conoce mi hayedo.

 

La distancia que crece en mi cama es tan profunda como el sentimiento que me une a Javier. Su presencia cobra intensidad en la medida en que mis paseos se repiten al tiempo que mi relación conyugal se deteriora.

No me puedo mover. El dolor se intensifica. Aralar ha desvelado mi sueño. Lo que anhelaba por fin ha llegado. En definitiva, es lo que vengo deseando desde que visité Albarracín con la intención de iniciar para el periódico una serie de reportajes sobre lugares aragoneses con encanto.

Albarracín, localidad aragonesa de los Montes Universales, se ha convertido en el destino obligado de intelectuales, financieros, músicos y profesionales.

Este idílico reducto de la provincia de Teruel ha conseguido concitar una serie de elementos que lo hacen atractivo para un turismo de élite, que no pone reparos a kilómetros de curvas y malas carreteras.

Albarracín me colmó. Cuando atravesé la ardua cordillera que defiende sus secretos, me encontré con una pequeña localidad en la que el buen gusto y el mimo han regido todo el proceso de restauración emprendido. Las antiguas casonas y palacios conservan el encanto de su construcción original. Las calles, escarpadas y estrechas, siempre tienen su final sobre la árida roca en la que el pueblo hunde sus cimientos. Por un lado, el barranco. Por otro, el río. Más allá, las montañas.

Después de varias horas deambulando por la localidad, escuchando a los guías, atendiendo a los lugareños, observando el paisaje, me retiré a mi alojamiento. A pesar del cansancio, decidí bajar a cenar no sin antes dar un paseo por el hotel. Se trataba de una pequeña casa rural que habían adaptado para acoger al turismo creciente. El espacio era escaso. Sin embargo, el gusto con el que habían decorado no sólo las habitaciones sino también los espacios comunes hacían de él un lugar magnífico para el descanso.

Abandoné mi habitación y subí a lo que la propietaria había denominado el solanar, que no era sino un antiguo desván en el que unos grandes ventanales dejaban entrar la luz y permitían contemplar el espléndido espectáculo que ofrecen los Montes Universales, circundando la localidad.

No pude resistir la tentación de sentarme en una de las confortables mecedoras que, adornadas con cojines multicolores, presidían la estancia. Sobre la mesa descubrí entonces unos libros abiertos en los que los diferentes huéspedes de la casa habían ido plasmando sus impresiones. Tras acomodarme de nuevo, comencé a leer algunos de los pasajes allí escritos.

- "Lo hemos pasado muy bien. Volveremos. Marta y Luis. 12 de julio de 1995" - rezaba uno-.

- "Hemos venido a celebrar nuestro primer aniversario de boda y pensamos seguir haciéndolo siempre que podamos porque aquí hemos sido felices. 23 de septiembre de 1998" - decía otro-.

Pero hubo uno que me llamó la atención por encima de los demás. Sin duda alguna, quien había escrito aquello se encontraba solo y amaba mucho. Quizá por eso lo leí con especial cuidado. Por eso y porque estaba fechado aquella misma mañana.

- "Entre estas montañas siento con más intensidad tu lejanía. Imagino cómo sería caminar contigo por estos parajes y compartir esas noches que anhelo a tu lado. Podríamos imaginar que el pino y la encina son por un momento las hayas de tus sueños. Y creer que esto durará siempre. Por primera vez, con amor, Javier. 20 de julio de 2002".

Javier, el nombre anhelado. Por un momento dejé volar mi imaginación pensando que aquél era uno de los mensajes que recibía cada mañana. Pero eso era imposible. El que para mí era ya mi amor, nunca traspasaba la barrera de lo correcto. Ni una sola palabra que hiciera mención a algo que pudiera sugerir nada más que una respetuosa amistad.

Por un instante, aquellas palabras me habían transportado a kilómetros de distancia. Me levanté despacio. Sin querer.

En la planta baja accedí al comedor. Se trataba de una pequeña estancia con mesas y sillas disformes ubicadas de tal forma que invitaban al recogimiento. Sin embargo, en uno de los rincones habían dispuesto una gran mesa rectangular, preparada para acoger, sin duda, a algunos de los grupos que habitualmente celebran encuentros y convenciones en Albarracín.

Contra mis deseos, el propietario me ofreció la mesa contigua a la que ya estaba preparada, aunque todavía vacía. Mientras observaba la carta y atendía las explicaciones de Santiago, así se presentó, poco a poco fueron accediendo a la estancia el resto de comensales. Hombres y mujeres bien vestidos cuyas risas y conversaciones denotaban camaradería.

Aunque trataba de concentrarme en el menú, no pude obviar la presencia de uno de ellos. Alto, con una espalda fuerte y proporcionada. Algo en su forma de desplazarse me resultaba familiar. Cuando trató de rodear la mesa y se volvió, la copa que yo sostenía entre las manos se escurrió y chocó contra el plato deshaciéndose en mil pedazos. "Podríamos imaginar que el pino y la encina son por un momento las hayas de tus sueños. Y creer que esto durará siempre". Las palabras que hacía escasos minutos había leído en el libro de firmas volvían a mi memoria y no quería imaginar que, por una vez, el sueño acababa siendo una realidad.

Javier tampoco pudo reaccionar hasta pasados unos segundos. Cuando ya el propietario se había abalanzado sobre mi mesa tratando de poner orden en el desaguisado que había organizado y yo intentaba detener la pequeña hemorragia que uno de los cristales había provocado en mi mano, Javier se acercó. Y se hizo cargo de la situación. Me saludó como si nos hubiéramos despedido el día anterior, pidió un botiquín, me curó la mano y se ocupó de que todo volviera a la normalidad.

- "¿Me permites que me siente a tu lado?"- preguntó-.

- "¿Y tus compañeros?"-respondí yo, sin demasiado convicción-.

- "No te preocupes -me tranquilizó-.

Acto seguido se dirigió hacia la mesa en la que el resto de sus colegas habían iniciado ya la cena y se justificó asegurando que había reencontrado a una vieja amiga y, dado que no tendría otra ocasión de volver a estar con ella, les pedía disculpas.

Javier se sentó a mi lado. No enfrente, como habría sido de esperar en alguien con quien nunca antes me había encontrado a solas. A mi lado. Y me besó. Levemente, en la mejilla. Ahora no puedo recordar sobre qué hablamos. Pero sí su olor. Hubo muchos silencios, muchas miradas, muchas palabras sobreentendidas. Ninguno de los dos realizó alusión alguna a Carlos, ni tampoco abordamos los aspectos comentados en nuestra correspondencia electrónica. Éramos él y yo. Solos en nuestro particular hayedo.

Después de la cena salimos al exterior, de mutuo acuerdo, sin preguntarlo. Poco a poco acomodamos nuestros pasos. No sé cuándo ni cómo pero nuestros cuerpos también se fueron acompasando en un caminar tranquilo cuyo ritmo acabó propiciando que nuestras manos se entrelazaran. Al principio, casi con timidez; después, como dos náufragos que se aferran al casco mientras el barco se hunde. La soledad de la noche era testigo de nuestro mudo caminar. Su mirada devoraba mi interior al tiempo que me transportaba a tiempos y lugares imaginados.

Pero el sueño llegó más tarde. Javier me acompañó a mi habitación. Cogiendo la llave de entre mis manos abrió la puerta y se hizo a un lado para que yo pasara.

Esa noche, el hayedo nos acogió. Ambos deslizamos nuestros pies desnudos por entre los guijarros del camino. Ya no era una presencia sugerida ni una existencia imaginada. Él estaba junto a mí. Su calor me trasladaba a otoños soñados. Su cuerpo cubría el mío aportando una pasión que, al consumirme, llenaba mi vida.

Por la mañana, antes de emprender camino, Javier y yo subimos al solanar. En el libro de firmas quisimos dejar nuestro mensaje.

- "Albarracín será para nosotros el paraíso soñado, el hayedo anhelado. Las montañas albergarán en su seno el secreto compartido. Javier y Paula. 21 de julio de 2002".

Un secreto que Carlos atisba pero que no se atreve a desvelar. No sé si habrá más golpes. Se impondrán los silencios. El desprecio crecerá. No me importa. Cada mañana esperaré ese nuevo mensaje que me transporta a otra vida, soñada quizá pero sin duda mejor.

También ahora, cada noche, regreso de nuevo a Aralar. Sin embargo, mis pasos ya no vagan sin sentido ni dirección. Cada madrugada, las hayas me protegen hasta que llega mi amor. Entre la espesura atisbo primero su presencia. La hojarasca delata más tarde sus pasos. Y mis hayas lo acogen a él y nos esconden a ambos mientras soñamos juntos. Porque soñar me hace libre. Y Aralar.... es un sueño.

 

Este relato lo escribí para M. P., que siempre me apoyó; para P., que iluminó mis peores mañanas; y para M., que me ayudó a crecer.

 

Bruma y agua

Bruma y agua

El viento sopla a favor. Viajo en un velero blanco.

Tiene las velas de humo y el casco...

baúl de recuerdos que pesan y después se alejan.

La brisa que empuja mi barco rebulle, suspira y se enrosca

en los palos de madera que pintan cuadros en el aire.

Sobre la proa me mezo

girando en nubes de bruma, durmiendo en sábanas de agua.

Cuando miro al horizonte, la espuma ciega mi alma.

Un suspiro de plata me ancla al fondo del mar.

Mientras, el viento que sopla,

suave, leve, ala y espada,

no me deja avanzar por la estela dorada

que la luna refleja entre los vientos del alba.

Y no sabe nada...

Vive bajo mi almohada. Suave, es la respuesta esperada. No sé cuándo viene ni hacia dónde va. No sé si duerme y espío su ausencia. Indago su origen.

 

No sé. Ya está en mi alma.

 

Duerme bajo mi alcoba. Lo intuyo y no sé quién es. Su música alcanza mi suelo y se derrama con una cadencia exacta. Do, Re, Mi, Fa, Sol, La... Por la mañana.

 

Él vive desnudo. Y no sabe nada.

 

Si cierro los ojos, desciende la noche sobre mi almohada y mis labios se enganchan en muda plegaria. Añoro sus besos, anhelo su cara.

 

Pero él... Él no sabe nada.

 

Cada madrugada, la niebla aparece y me alcanza. Me viste, me envuelve y me llena de savia, corriente de vida que ensancha mi alma.

 

Él vive desnudo y.... no sabe nada.

 

El alba ha llegado y despierto en la playa. Sus ojos me miran, acarician mi cara. Detengo un suspiro, que roban las olas.

 

Pero él... Él no sabe nada.

 

Cada madrugada, cuando la noche se extiende velada, imagino sus manos acariciando la playa. Deseo sus besos, siento su llamada.

 

Él vive desnudo...y no sabe nada.

 

Cuando la noche entregada, cubre con su manto de estrellas mi casa encantada, él puebla mis sueños, llenando mi alma. Una vez y otra, recorre mi cuerpo, camino del alba.

 

Y cuando me entrego al amor, valiente y de cara, me encuentro vacía.

 

Porque él... vive desnudo. Y no sabe nada.

 

 

Ventana al Mar

Ventana al Mar

El mar ha vuelto a entrar en mi sueño. Poco a poco, sin estridencias, como llegan todas las grandes cosas. Una vez más me ha sorprendido el color. Azul, añil, verde, ¿o era acaso rojo? Puede ser. Y el olor, ese olor salobre que impregna la piel y los cabellos y que el agua transforma en una capa áspera que arrastra viejos y eternos sueños.

Cuando el mar ha llamado a mi puerta, el sueño vagaba entre tinieblas y lóbregas sombras. Sólo la noche arroja a mi espíritu esa quietud que el alma busca en el bullicio. Pero la calma no siempre llega cuando yo quiero. A veces mi sueño fluye entre antiguas y vanas ilusiones y un futuro incierto que no augura sosiego.

Mientras antes ansiaba el porvenir, como el viajero anhela la fuente que calma su sed, ahora, cada noche, ¿o también de día?, mis ensoñaciones se regocijan en un mañana que ya es ayer.

El mar va y viene, va y viene. Las olas susurran a mi oído y ni aún en sueños puedo obviar su fatiga. Cuando la espuma burbujea en la cima, diseminándose después a través de la bruma, en mis deseos atisbo otro tiempo.

¿Era el momento en que soñaba con ser libre? ¿Era el instante que hoy se me escapa entre las manos como los granos de arena que las olas arrastran mar adentro?

El mar se ha llevado todo. Todo lo que me quedaba. Incluso ha arrancado de mis entrañas ese pequeño y diminuto ser que, en una sucesiva multiplicación de células, pugnaba por subsistir.

Han pasado muchos días y muchas noches. Días de coraje y sentimientos ocultos. Noches de lágrimas y soledad. Pero la intensidad con la que llegó el vacío se mantiene e incluso crece con el transcurrir del tiempo.

El mar no sólo se ha llevado una nueva vida. Las olas, en su devenir eterno, arrancaron de mi lado aquello que más quería: mi amor, mi compañero, mi amante. Fluido regenerador, el agua no ha querido borrar el amargor de mis días.

En sueños, desde la playa, veo la espuma que baña la arena. Una espuma que se riza en la superficie del mar para acabar suspirando sobre la orilla.

Hubo una época en que soñaba despierta. Yo, juventud y libertad, saltaba alegre sobre rocas y arrecifes. Me batía contra los acantilados una y otra vez, una y otra vez, intentando alcanzar lo imposible. Pero la fuerza me sostenía y nada hacía flaquear mis anhelos.

Sin embargo, la lucha me agotó. El vacío creció en mi seno y el viento arrastró mi fuerza. Mi amor se marchó cuando llegó la calma. Mi compañero nunca lo fue y mi amante se perdió en el tiempo.

El mar ha vuelto a entrar en mis sueños, una vez más. Azul, añil, verde, ¿o era acaso rojo? Bermellón como el niño que nunca será. Carmesí como la vida que se escapaba a raudales entre dolores estériles.

Pero la pérdida de esa vida me ha dado una nueva existencia. Los sueños vuelven en la persona de otro niño. Ese ser, que me quiere y me anhela. Ese motor, que impulsa mis deseos. Como el mar, cuando suspira sobre la playa, mi vida se desliza sin estridencias, en silencio.

Pero el silencio, que me llena, no colma mi ansiedad. El corazón late de nuevo ante el amor imposible. No el perdido, sino el que jamás hallé.

Hubo un momento de mis sueños en el que la luz brilló otra vez. Era una luz tímida, apenas visible. Sin embargo, me quemaba como una antorcha de fuego. Esa llama que a veces arde en nuestro interior y que, cuando crece, nos devora arrastrándonos en una caída sin límite.

Pero, una vez más, el miedo me paralizó y alejó la luz de mi sueño.

Esta noche la claridad ha vuelto. Ahora, libre de ataduras aunque todavía llena de soledades, ese pequeño rescoldo que he descubierto en mi corazón se aviva con la brisa. La luz, el viento y el sol se funden en un solo elemento para iluminar la senda por la que camino. El mar vuelve a susurrar su nombre, suavecito, como sin querer. Y yo sigo mi camino sin mirar atrás. Sin atender una llamada que me golpeó el espíritu, una vez, hace ya tiempo, y que yo desatendí por miedo al dolor. Ese dolor que desde hace meses atenaza mi garganta y que, sin embargo, no aporta más que sufrimiento estéril y soledad. Sin embargo, el dolor que la sola mención de su nombre me provoca no es comparable con la impotencia que siento al saber que jamás osé averiguar hacia dónde nos hubiera conducido el viento.

Un torbellino, ciclón quizá con el tiempo. Pero el mar todavía susurra: "no está bien, no está bien...". Cuando las olas vuelven de ese breve viaje que emprenden allende la arena para instantes después desplomarse en la orilla, todavía despliegan su manto salobre para acoger mi recelo.

¿Y qué fue de ti? ¿Acaso rehuyes mi miedo?

Cuando a veces mi sueño rememora aquel primer encuentro, sigo buscando en la sombra la razón de nuestro acercamiento. ¿Fue real o acaso imaginario?

El mar ha vuelto a entrar en mi sueño.

 

La foto es una vista del atardecer en la playa de Zarautz (Gipuzkoa)

 

Puntos de Vista

Fruto de un deseo surgió este relato

 

 

POR LA MAÑANA, IGNACIO

 

"Un café solo, largo y sin azúcar. Para llevar, por favor". Cuando Ignacio cerró el grifo y, secándose las manos, levantó la vista hacia la voz más sensual que había escuchado nunca, pensó que la nueva clienta superaba con creces a todas las parroquianas que habitualmente poblaban su establecimiento. Y eso que las empresas que ocupaban los pisos superiores del edificio en el que se encontraba, eran una fuente inagotable de ejecutivas deslumbrantes.

 

Desde detrás de la barra, sólo pudo apreciar que ella era alta. Ignacio la observaba desde su metro ochenta y los ojos de ambos quedaban casi a la altura. Bajo una leve blusa de seda satén, sus opulentos pechos constituían una auténtica provocación incluso a aquella temprana hora de la mañana. El pelo, largo, rizado y con unas precisas mechas rubias que jugaban con la leve luz de la mañana, caía en suaves ondas por encima de sus hombros.

 

Desde luego, su aspecto no correspondía con el pedido: "Un café solo, largo y sin azúcar. Para llevar, por favor", -volvió a repetir la musa. Ignacio no estaba acostumbrado a que los bellezones que llenaban su garito pidieran café solo, largo y sin azúcar a las siete de la mañana. A partir de las ocho, bueno. Muchos cafés con leche y, a pesar de sus estilizados cuerpos, abundante azúcar. Lástima no poder observar la parte inferior de su cuerpo. Sin embargo, no se ahorraría una miradita cuando ella se alejara hacia la puerta.

 

- Café solo, largo y sin azúcar. Para llevar. 1, 40.

- Muchas gracias. Hasta mañana.

 

La diosa de las curvas se alejaba hacia la puerta sujetando un bolso enorme bajo su axila e inconsciente del efecto que estaba causando en los pocos hombres que en ese momento desayunaban en el bar. Unas caderas rubicundas y sensuales se movían sobre las largas piernas enfundadas en unos pantalones pitillo. No tuvo tiempo de ver si llevaba zapatos de tacón mientras trataba de contener el golpe que acababa de recibir en la parte inferior de su cuerpo.

 

¡Cualquiera lo diría¡ No era el tipo de mujer por el que normalmente se sentía atraído. A pesar de su altura, Ignacio era un tío normal. Un poco ancho de espaldas, con unos incipientes músculos que había desarrollado a costa de cargar y descargar cajas y cajas de bebidas, en él destacaba su mirada franca. Sus ojos, pequeños y enjutos, parecían sin embargo querer esconderse bajo unas cejas no demasiado pobladas y de un color castaño que empezaba a virar al blanco. La frente, despejada y ancha, se contraponía a la perilla, perfectamente recortada y -ésta si- totalmente cana.

 

Por lo general, Ignacio se fijaba siempre en mujeres esqueléticas, con las que no emparejaba demasiado mal, aunque hacía tanto tiempo que no salía con nadie que ya tampoco sabía muy bien el tipo de hembra por el que se sentía atraído. Manuela, con quien incluso llegó a compartir su piso, respondía a ese estereotipo de mujer tan en boga en los últimos años: tipo Zara, talla 38.

 

Pero de eso hacía ya mucho tiempo. Más del que Ignacio hubiera querido. El trabajo en el bar lo tenía literalmente atrapado. Sus amigos también hacía tiempo que se habían cansado de esperar a que terminara sus largas jornadas de trabajo y su rutina se habían convertido en una condena. No obstante, era la primera vez que se encontraba realmente contento con el trabajo que desarrollaba.

 

"La Mandrágora" había nacido de una noche de insomnio, hastiado de su profesión de periodista. ¿Dónde podría rentabilizar esa versatilidad que te proporcionan innumerables horas de trabajo, don de gentes, mucho estrés y escaso reconocimiento? El trabajo en el bar era muy parecido al que ejercía como periodista: abundantes contactos, poca profundidad en los encuentros, muchas relaciones públicas y horarios más o menos flexibles. Además, se había acostumbrado a escuchar. Los largos años de ejercicio profesional le habían convertido en una persona observadora que, más que hablar, se detenía en el discurso de sus interlocutores, tratando de analizar lo que escondía esa primera imagen que todos nos esforzamos en mostrar.

 

Salvo por su ex cuñado, el ex marido de su hermana, también periodista, que "en recuerdo de los viejos tiempos" se había alojado en el altillo del bar y había vivido, comido, dormido.... allí durante los últimos ocho meses, Ignacio no conseguía mantener vivas sus relaciones demasiado tiempo. Ya le había ocurrido en su anterior etapa en el periódico. Y ahora, aún cuando su vida discurría por los senderos que él había escogido, continuaba la misma tónica. Lo cierto era que los horarios que regían su existencia eran bastante distintos a los del común de los mortales. Trasnochaba mucho, madrugaba poco y no tenía demasiado tiempo libre durante el fin de semana. Ahora que el bar empezaba a funcionar mejor y había podido contratar un ayudante, además de la cocinera, se podía permitir pequeñas escapadas de lunes a viernes pero nunca sábado y domingo. Era precisamente con el final de la semana cuando su clientela cambiaba radicalmente. Los ejecutivos, trabajadores y funcionarios que desayunaban y comían los días de labor, cedían el paso a parejas de mediana edad y grupos de jóvenes cuarentones que cenaban y tomaban copas envueltos en la suave música celta que flotaba en el ambiente. Desde aquel verano que había pasado en Irlanda, se había hecho un adicto a las leyendas, la historia, la música de aquellos antepasados que recorrieron las tierras del norte. The Corrs, The Cramberries, Old Folk eran sus preferidos. Pero también atendía los gustos de sus clientes y su discoteca se iba enriqueciendo con las aportaciones que hacían sus parroquianos del fin de semana. Más bien esas parroquianas con las que a veces terminaba su jornada de trabajo. Alguna ventaja tenía que tener disponer de tan amplio abanico. Tipo Zara, talla 38, con un poco de suerte alguna de Purificación García y sobre todo, pijas de mediana edad y buena familia que trataban de quemar los últimos cartuchos en un intento por encontrar alguien que "esté a mi altura".

 

Ese fin de semana, sin embargo, no había tenido demasiado éxito. Mucho trabajo y poco tiempo para alternar entre copa y copa. No tendría que haber abierto el bar pero su nuevo ayudante, que presumía de músculos sin importarle las todavía cambiantes temperaturas del mes de abril, había sucumbido a la gripe y "literalmente, me muero", había dicho esa mañana por teléfono.

 

En este mismo instante, Ignacio trataba de luchar contra el sueño, el cansancio acumulado y, ¿por qué no decirlo?, la mala leche que había hecho cuando a las seis de la mañana había sonado su teléfono móvil. José Luis, por supuesto, dormitaba en el altillo del bar cuando llegó y había resultado inmune a todos sus esfuerzos por sacarlo de la cama para que le ayudara a recoger los restos del día anterior y preparar el bar para los primeros clientes.

 

Precisamente, y aunque no era lo habitual a esa hora del día, un lunes somnoliento y perezoso, sonaba en el compacto Dreams, el último album de The Corrs. Mientras Ignacio ponía los cafés tarareaba por lo bajini la letra de Breathless. Sin respiración. Había elegido ese disco porque se sentía incapaz de soportar la música marchosa que ofrecía a sus clientes durante las primeras horas de la mañana. Pero Breathless había resultado ser toda una premonición. Sin respiración. Así es cómo se había quedado él mientras la musa se alejaba.

 

"And if there's no tomorrow and all we have is here and now I'm happy just to have you. You're all the love I need somehow. It's like a dream. Althoug I'm not asleep. And I never want to wake up. Don't lose it, don't leave it. The slightest touch and I feel weak. I cannot lie, from you I cannot hide. And I'm losing the will to try. Can't hide it, can't fight it".


"Si no hay un mañana y todo lo que tenemos es el aquí y el ahora estoy feliz sólo con tenerte. De alguna manera, eres todo el amor que necesito. Es como un sueño. Aunque no estoy dormido. Y nunca quiero despertar. No lo pierdas. No lo dejes... El toque más ligero y me siento débil. No puedo mentir. No puedo esconderme de ti. Estoy perdiendo las ganas de intentarlo. No lo puedo esconder. No puedo luchar contra ello".

 

Detrás de la barra Ignacio murmuraba sílabas y notas mientras sus ojos seguían atrapados en la espalda que se alejaba.

 

 

POR LA MAÑANA, OLIMPIA

 

A esa temprana hora de la mañana, Olimpia iba ya con la lengua fuera. El despertador no había sonado cuando hubiera debido. Después de todo un fin de semana de descanso, lleno de libros y música, su cuerpo parecía querer resistirse a iniciar una nueva semana laboral.

 

Un pequeño atasco después y tres vueltas alrededor de la manzana para encontrar un sitio donde aparcar, ¡a las ocho de la mañana!, Olimpia decidió que era un momento tan bueno como cualquier otro para hacerse con un café de esos que sus compañeros tanto le recomendaban.

 

La Mandrágora hacía ya unos meses que se había inaugurado pero, fiel a su idea de que hacer un descanso en el bar de abajo es tanto como fumarse un cigarro de prisa y a escondidas, hasta el momento se había resistido a entrar.

 

Con un ligero temor a un posible encontronazo con alguno de sus compañeros de bufete, que le adelantara la cruda realidad de la semana, Olimpia entró en el garito. Sólo tres o cuatro clientes remoloneaban en torno a la barra con las tazas humeantes descansando frente a ellos. Ninguno, ni siquiera el camarero, pareció darse cuenta de su presencia.

 

Olimpia, acostumbrada a la admiración que causaba entre el sexo opuesto e incluso a su continuo asedio, agradeció por una vez no ser el centro de atención. Eso, unido a la suave música del último disco de The Corrs -cuyas notas reconoció nada más entrar en el bar- le movieron a pensar que quizá sus compañeros tenían razón y La Mandrágora era un sitio que podría frecuentar.

 

"Un café solo, largo y sin azúcar. Para llevar, por favor". Olimpia esperó mientras el camarero, alto y ancho de espaldas (según había podido comprobar sólo unos instantes antes), cerró el grifo y, secándose las manos,  se dirigió hacia la máquina del café. Olimpia fue muy consciente de la mirada aterciopelada que él le dirigió.  

 

Aunque ella prefería los hombres barbilampiños, la cuidada perilla canosa del camarero le resultó de lo más atractiva.  Los ojos, escondidos bajo unas cejas inteligentes y de un azul polar, miraban acariciando, cálidamente. Bajo el influjo de los Corrs se sintió transportada a otros lugares y otros tiempos.

 

-        Café solo, largo y sin azúcar. Para llevar. 1, 40.

 

Había roto el hechizo. Sujetando el bolso bajo el brazo, cogió el café y, consciente de haber capturado la mirada del camarero, se dirigió hacia la puerta en perfecto equilibrio sobre los Mascaró que había estrenado esa misma mañana y que se adaptaban a sus pies como un guante. En el aire flotaba Breathless.

 

Mañana tomaría otro café.

 

 

"El hayedo de Aralar , en las inmediaciones de San Miguel , es un refugio de ramas y troncos sobre un manto de hojas. Bajo ellas, al pie de las hayas, corretean gnomos y hadas. Lamia anda un poco más lejos. Junto a un arroyo, peina su largos cabellos rubios mientras esconde sus pies de pato en el agua que discurre monte abajo".

Mi amiga Maríaje me ha dicho esta mañana que nadie le había regalado nunca un relato. Cuando dudas sobre el regalo que podrías hacer a una persona que lleva más de un año luchando para superar un cáncer y se encuentra todavía (según le dicen los médicos) a mitad de viaje, cualquier opción no es baladí. Mariaje, que acaba de iniciar el camino de la cuarentena, es valiente, esforzada, leal, cariñosa, bella, honesta, trabajadora, amiga de sus amigos, tenaz... Es difícil ofrecerle un regalo superior al que ella nos ofrece con su amistad y su testimonio de vida. Su alegría, que no ha perdido y que nos contagia, es un ejemplo a imitar.

Por todo ello, cuando decido dar este salto al vacío e iniciar esta especie de diario cibernético que sólo prentende ser un espacio que albergue sentimientos y sensaciones, inicio el viaje colgando en la web un cuento que escribí para ella.

VIAJE DE IDA Y VUELTA

 

"Nunca es largo el camino que conduce a la casa de un amigo"

"Carpe Diem"

 

Eran aproximadamente las once menos veinte cuando el AVE que Javier había tomado para viajar a Zaragoza hacía su entrada en la estación de Delicias. Definitivamente, había resultado todo un acierto atender a las indicaciones de Pablo cuando le invitó a participar en el congreso que el Colegio de Psicólogos organizaba en la capital aragonesa. La sorpresa que le producía la rapidez y comodidad con las que había realizado el viaje se mezclaba con un sentimiento de admiración al entrar por primera vez en la nueva estación de tren de Zaragoza: un inmenso espacio blanco en el cual la luz que se colaba por los vanos superiores multiplicándose en las paredes de cemento. El trayecto que acababa de finalizar en nada se parecía a los múltiples viajes que, en el plazo de veinte meses, había realizado hacía ya diecisiete años entre Madrid y Zaragoza. Todavía recordaba las horas transcurridas por la vieja autovía que unía la capital con la ciudad del Ebro. Aquellos largos trayectos desafiando el calor en verano, la lluvia y la nieve en el invierno, los botes que el inestable firme provocaba en el esqueleto de su viejo 127 y que, inevitablemente, repercutían también en sus huesos. La alternativa ferroviaria en aquella época tampoco le resultaba atractiva. Sólo se resignaba a usar los viejos intercitys cuando tenía que preparar alguno de sus exámenes, ya que utilizaba el tiempo de los desplazamientos para estudiar.

 

Mientras un mar de movimiento le arrastraba hacia el hall de la estación, los recuerdos golpearon a Javier ratificando su recelo a iniciar este viaje. El olor de la ciudad, la luz, el acento que todo lo impregnaba no hacían sino confirmar que había cometido un error del que ya se estaba arrepintiendo.

 

Mientras el taxi le conducía hacia su hotel, cerca del Pilar y al lado del Ebro, Javier resistió la tentación de abandonarse al recuerdo. Habían pasado diecisiete años y aquello era un capítulo cerrado. Sin embargo, esa constancia y determinación que tan lejos le habían permitido llegar en su carrera profesional, se habían empezado a deshacer en el mismo momento en que puso el pie en Zaragoza. Al igual que los cantos rodados que arrastraba el río, Javier sentía que una fuerza desconocida tiraba de él hacia el pasado.

 

 

Al descender del taxi, el Torreón de la Zuda se irguió majestuoso ante él. Junto a la antigua muralla romana, constituía una atalaya privilegiada sobre las aguas del Ebro. Desde donde se encontraba comprobó sin embargo que el viejo mirador que asomaba sobre el río había sido sustituido por un moderno paseo. A esa hora de la mañana, el tráfico de vehículos y personas era denso. Javier, tras registrarse en el hotel, decidió recorrer las calles de la ciudad hasta la hora de comer. Pablo, la única conexión que se había permitido mantener con aquel intervalo de su vida, le había citado en "La Republicana" para concretar los términos de la intervención que tendría que realizar esa misma tarde.

 

La verdad es que, pensándolo bien, para él constituía un orgullo haber podido volver a esa ciudad que, en un momento de su vida, jugó un papel tan importante. Sin embargo, lo de Marga todavía dolía...

 

No quería recordar... Hería demasiado.

 

Casi veinte años atrás llegó incluso a plantearse la posibilidad de instalarse en Zaragoza cuando finalizara sus estudios de Psicología. Aunque esos proyectos jamás llegaron a materializarse, ahora volvía para ofrecer la conferencia inaugural de un congreso internacional en el que participarían los más destacados profesionales de su ámbito. Para cualquier observador imparcial, Javier Gorraiz había alcanzado la cima de su carrera cuando rondaba los primeros años de su cuarentena. En realidad, hacía ya bastante tiempo que había conseguido la cátedra en la Universidad Complutense, era asesor de varios organismos internacionales y el Gobierno de Rodríguez Zapatero le había encargado estudios e informes en repetidas ocasiones.

 

Frente a ello, su parcela personal discurría por otros derroteros. Durante muchos años, permaneció atrapado en aquel viejo piso de Tetuán en el que toda la familia sufría los mismos espacios. Sólo años más tarde, emancipado afectivamente de los suyos, se compró un piso en el entorno de Cuatro Caminos. Un habitáculo que preservaba para sí y del que mantenía alejados incluso a los más cercanos.

 

 

Esa parcela de intimidad que tan celosamente guardaba continuaba la estela emprendida hacía diecisiete años. Aunque para la mayoría de sus amigos los veinte meses que Javier estuvo viajando a Zaragoza constituían todo un misterio, todos coincidían en el hecho de que, lo que fuera que allí ocurrió en ese tiempo, había cambiado no sólo su forma de ser sino también su actitud ante la vida.

 

En Zaragoza de nuevo, Javier caminaba junto al Ebro. Torticeramente, los recuerdos le invadían. El ruido del agua al atravesar el puente traía a su memoria tantas tardes de paseo. En invierno, muy juntos, sujetándose por la cintura contra el cierzo que les obligaba a doblegarse en sintonía. En verano, tumbados contra el cielo mientras soñaban. Y por las noches, igual en una estación que en otra, Javier enredaba los dedos en sus rizos a la luz de la lámpara de aquel pequeño cuarto, sin calefacción y carente de adornos, que se había convertido en su refugio y que proyectaba sombras cambiantes sobre la mujer amada. Cuando, ahítos de amor, estrechaban sus cuerpos buscando descanso, Javier tarareaba en su oído todas aquellas viejas canciones de Serrat hasta que volvía a encender su deseo.

 

Ese recuerdo era de los que dolían. En lo más profundo de sus entrañas. Era un quebranto enmascarado que nacía del estómago para ascender por la garganta, enquistándose en las palabras. Aunque pugnaba por salir, durante el tiempo transcurrido había tratado de ahogarlo en otras relaciones con nulos resultados. Y, por encima de todo, permanecía la rabia. Una cólera que surgía inalterable. Una furia que nacía de la vergüenza de aquel golpe.... y que creía olvidada.

 

Diecisiete años más tarde se descubría recorriendo las mismas calles, reviviendo paseos de manos entrelazadas y suspiros contenidos. Y el sentimiento ahogado emergía con fuerza renovada. Un amor, que deseaba muerto, volvía desbocado e insatisfecho.

 

Pablo esperaba junto a una cerveza. "La Republicana" mantenía aquel sabor añejo que tan bien recordaba. Las mesas de mármol y hierro cubiertas con manteles de cuadros, rojos y verdes. Las paredes atestadas con fotografías ajadas de gentes desconocidas: novias felices, niños, viejos monumentos, parejas ataviadas con el traje regional... El mostrador con la barra de latón recorriendo su perímetro. El olor a madera y antiguo.

 

La alegría del reencuentro fue sincera. Pablo y él habían recorrido senderos paralelos. Ambos, aunque por motivos bien distintos, habían compartido muchos viajes y algunas confidencias. Los dos estudiaban Psicología en la Complu. Pablo volvía cada fin de semana a su casa de Zaragoza y Javier lo hacía para visitar a su novia. De todas las relaciones que llegó a establecer en aquél tiempo, sólo la que mantenía con Pablo permaneció y creció con el tiempo. Sólo él atisbaba el esfuerzo que Javier había tenido que hacer para volver a coger un tren camino de Zaragoza. Sin embargo, durante la comida, la conversación discurrió por otros derroteros. Pablo quiso conocer el paradero de algunos compañeros que habían decidido establecerse en Madrid y a los que no veía desde hacia mucho tiempo. Hablaron también del encuentro que iba a tener lugar esa tarde y de lo que la organización esperaba de Javier. A pesar de que el zaragozano no albergaba duda alguna sobre la capacidad de su amigo y sabía que estaba acostumbrado a disertar ante grandes auditorios, la Sala Mozart del Auditorio de Zaragoza, con sus 1.450 butacas, constituía un gran reto.

 

Pablo esperó a que la camarera dispusiera los cafés y sendas copas de coñac sobre la mesa para abordar un asunto que le preocupaba y que, sin embargo, no había querido adelantar a su amigo antes de llegar a Zaragoza ya que, estaba seguro, eso habría sido motivo suficiente para que rechazara su invitación. Y, por encima de todo, Pablo creía que la presencia de Javier en ese congreso era inevitable. Lo más granado de la profesión se reunía para abordar, desde todos los puntos de vista posible, un problema de tan rabiosa actualidad como la violencia de género. Y, sin duda, Javier Gorraiz, era uno de los mayores expertos y de más reconocido prestigio en el tema.

 

"La Republicana" era el típico recinto que, a lo largo de la jornada, experimentaba una paulatina transformación. Local de encuentros y cafés en las primeras horas de la mañana, en torno al mediodía se convertía en una auténtica casa de comidas, de las que ya no se estilaban, para terminar albergando la típica "fauna" de tertulia y café a partir de las cuatro de la tarde.

 

En ese momento sólo una mesa, además de la suya, continuaba ocupada. El resto habían sido despojadas de su traje multicolor y comenzaban a aglutinar estudiantes que alternaban su café con unos folios subrayados, o insignes representantes de la intelectualidad aragonesa, entre los que no era extraño encontrar a José Antonio Labordeta, Antón Castro o Luis Alegre.

 

Mientras Javier calentaba la copa entre sus manos, Pablo decidió abordar el asunto que le preocupaba sin más dilaciones.

 

- Marga va presentar la inauguración de esta tarde, dijo.

 

Javier depositó la copa lentamente sobre la mesa mientras Pablo veía cómo el habitual color cetrino de su rostro daba paso a un blanco cerúleo que llego a preocuparle.

 

- ¿Cómo que Marga va a presentar la ceremonia? -interrumpió. Es una broma de muy mal gusto, Pablo.

 

Pablo sintió en ese momento que había cometido un tremendo error pensando que Javier habría sido capaz de superar los acontecimientos que tuvieron lugar hacía casi ya veinte años. Fue consciente en ese mismo momento de que su amigo no había olvidado y que seguía sufriendo.

 

Por su parte, Javier seguía sujetando la copa entre sus manos pero era incapaz de levantar la cabeza, que había hundido entre los hombros. En unos minutos había vuelto a recordar todos los retazos de información que a lo largo de todos esos años se había empeñado en ocultar.

 

Marga Andreu había conseguido un trabajo tras finalizar sus prácticas como periodista en Heraldo de Aragón y, según había podido saber, tras varios años ejerciendo la profesión en diversos medios, había conseguido una plaza de editora en la nueva televisión autonómica que recientemente se había puesto en marcha. Lo que no podía imaginarse de ninguna de las maneras era que volvería a verla y que, incluso, sería la encargada de conducir la inauguración del congreso al que él había sido invitado.

 

Javier no podía reaccionar. Se debatía entre sus recuerdos y el ansia de volver a ver a quien tanta influencia había tenido en su vida. No sólo durante el tiempo que compartieron juntos sino en los años siguientes.

 

Pablo empezó a hablar. Lo hacía sin pausas, no dejaba resquicio para preguntas. Le contó que había mantenido el contacto con Marga. Le explicó cómo, al igual que le había ocurrido a Javier, ella había ido escalando puestos en su profesión hasta ganarse el respeto de sus compañeros. Relató cómo se había sobrepuesto al accidente y cómo, pasado el tiempo, había conocido a un prometedor abogado penalista con el que finalmente se había casado. De eso hacía escasamente cinco años pero, por las noticias que tenía, no les iba del todo mal.

 

Javier seguía sin entender nada. Oía la cháchara aguda y nerviosa de Pablo sin llegar a entender que la persona a la que se refería era la misma a la que él había amado infinitamente. La misma con la que había compartido sus primeros sueños e inquietudes. La única mujer que había conocido sus más íntimos deseos. La misma a la que él casi había matado de un golpe.

 

Javier se levantó derramando el contenido de su copa por encima de la mesa. Pablo trató de impedir que se marchara pero él ya no escuchaba. Había estado mucho tiempo ciego y sordo y no podía consentir que nadie, ni siquiera Pablo, resquebrajara el precario equilibrio que tanto tiempo le había costado conseguir. Balbuceó una excusa y trató de buscar una salida. Pablo se interponía insistiendo en que no podía abandonar en ese momento y que había llegado la hora de que se enfrentara a sus viejos demonios. Javier le apartó sin miramientos y salió a toda prisa sin saber dónde se encontraba ni hacía dónde encaminarse.

 

A esa hora de la tarde, la calle Alfonso era un hervidero de gente. Javier era uno más entre muchos. Sin rumbo fijo, las palabras de Pablo sobre el accidente, como él lo calificaba, le habían transportado diecisiete años atrás. Una tarde de invierno.

 

Ese fin de semana Javier había llegado a Zaragoza tremendamente cansado. Estaba compaginando sus estudios con un trabajo de ordenanza que había conseguido en el Ministerio de Industria. Aunque no le exigía un gran esfuerzo, el hecho de tener que compatibilizar clases, trabajo y estudio, además de los viajes de fin de semana, estaban mermando sus fuerzas. Cuando llegó a la estación se encontró con que Marga no había acudido a esperarlo. Eso sucedía con frecuencia. A veces su trabajo en el periódico le impedía planificar su tiempo libre e iba improvisando en la medida de lo posible. Javier tenía la llave del piso que compartía con otras dos compañeras y sabía que Marga le habría dejado la cena preparada y se habría preocupado de cambiar las sábanas de su cama, que pronto arrugarían. Sin embargo, por algún motivo que él no había sido capaz de identificar a lo largo de todo el tiempo transcurrido, sintió como una ira sorda e inexplicable iba creciendo en su interior. Todo el esfuerzo que había venido realizando con el fin de ahorrar el dinero suficiente para poder seguir viajando los fines de semana, los continuos desplazamientos, la necesidad de compartir el piso con alguna de las compañeras de Marga y la convicción de que esa situación tendría que prolongarse en el tiempo actuaron como detonante de la discusión que Javier inició en cuanto ella regresó a casa.

 

En todos esos años no había podido olvidar su cara. Los ojos abiertos por la sorpresa ante la inesperada explosión de ira con que la recibió. Muchas otras veces, Javier había tenido que esperar hasta bien entrada la madrugada a que Marga llegara cuando se tenía que quedar al cierre de la edición. Su jefe estaba empeñado en que de esa manera aprendería mucho más. Sin embargo, aquel día la espera no hizo sino acrecentar su enfado.

 

Cuando Marga entró en la habitación, Javier reprodujo una de las escenas que con más frecuencia había sufrido en su casa y que se había jurado a sí mismo jamás protagonizar ni consentir. Cuando ella, aturdida por los gritos y completamente desorientada, se fue a la cocina escapando de sus reproches, Javier la siguió tratando de que prestara atención a sus invectivas y amenazas. En un momento aciago, Marga se dio la vuelta y Javier, perdiendo completamente el control, la empujó. Un golpe seco y rotundo. El que nunca debió dar. Ella se dio la vuelta con sus grandes ojos interrogando, rechazando...

 

La caída se produjo de inmediato. Y en ella se interpuso la esquina de una mesa.

 

Diez días después, cuando Marga se recuperó del coma, se negó a volver a verle. Nada ni nadie consiguió que atendiera las súplicas de Javier. Nunca aceptó una explicación.

 

De eso hacía ya diecisiete años. Un tiempo que Javier había pasado tratando de perdonarse a sí mismo y estudiando los motivos que llevan a una persona hasta el extremo de someter a un igual por medio de los golpes. Sin embargo, ni el tiempo ni años de terapia habían conseguido mitigar el dolor que sentía. Las palabras de Pablo le habían devuelto el amor que creía enterrado así como un sentimiento de culpa que nunca le había dejado y que permaneció agazapado esperando el momento de volver a atenazarlo.

 

Para cuando Javier quiso darse cuenta, volvía a encontrarse en la puerta del hotel. Faltaban tres cuartos de hora para el inicio del congreso. Sin pensarlo, porque sabía que la alternativa era inexistente, se dio una ducha, se cambió de ropa y cogió un taxi para dirigirse hacia el Auditorio.

 

Media hora más tarde, se reencontró con Pablo -que había pasado de la exaltación de la palabra a un completo mutismo- y algunos otros colegas que conocía de otras citas académicas. Una vez dentro, y sin tiempo para poder prepararse, descubrió a Marga. El paso de los años había dejado su huella. El pelo, todavía rizado, ya no brillaba como antaño. Pero tampoco entonces se lo recogía con la severidad con que ahora lo hacía. Salvo por la cicatriz que rápidamente reconoció en su rostro, el resto de su cuerpo aparecía como algo ajeno a él. La Marga que el había conservado en su memoria era rubicunda, generosa. La mujer que tenía ante si había disciplinado su cuerpo, al que el vestido de gasa se adaptaba perfectamente. Unos estilizados zapatos de tacón completaban un atuendo que sólo por los rizos que escapaban entre las horquillas le traían retazos de lo que alguna vez fue.

 

Javier quiso acercarse a ella pero su cuerpo se negó a obedecerle. Como siempre ocurre en estos casos, los organizadores del encuentro salieron rápidamente a su encuentro. ¿Cómo no? El Doctor Gorraiz llegaba precedido por su prestigio. Era un especialista en su campo, uno de los mejores. Por encima del corrillo de trajes y corbatas que le envolvió sus ojos seguían fijos en Marga. A duras penas conseguía mantener una conversación coherente con quienes le rodeaban mientras ella se mantenía a un lado, expectante. ¿Expectante? A pesar de que sus miradas seguían entrelazadas, Javier se sentía incapaz de descifrar su expresión. Poco a poco, como respondiendo al nudo en el que sus ojos habían quedado trabados, Marga se acercó y los organizadores aprovecharon para presentársela

 

- Marga Andreu -dijo el presidente del Colegio de Psicólogos de Aragón- es quien se encargará de presentar el acto. Hemos preparado una introducción a partir del currículum que nos envío.

 

Diecisiete años más tarde, Javier volvió a tener entre sus manos aquellos dedos que una vez estrechó con amor. Un toque fugaz, porque ella retiró la mano con presteza, que trajo a su memoria momentos, olores, sensaciones y, por encima de todo, Serrat. Aquellas largas tardes de domingo en las que acariciaba sus oídos con letras y músicas robadas que los mantenían atados. Igual que atadas seguían sus miradas. En sus ojos, Javier pudo entrever la profundidad de su dolor y una eterna negación. Un muro de reproches que siempre se interpondría entre ambos.

 

Su larga experiencia, los años de clases en la Universidad, su probada disciplina no fueron suficientes para afrontar la conferencia más difícil que había tenido que impartir en su vida. La vergüenza atenazaba sus entrañas ahogando las palabras. La culpa envolvía su actitud. Javier desgranó sus razones. Explicó cuáles son las condiciones que llevan a un hombre a cometer un acto de sometimiento tan execrable. Y, mientras tanto, sentía el dolor de Marga que se acaba fundiendo con el suyo propio. Un dolor que se mantenía estéril.

 

Cuando finalizó, entre la muchedumbre, Javier sólo llegó a atisbar un hombre alto que se acercaba a ella rodeando su cintura. Marga levantó su cara -Javier seguía amando ese perfil- para que él la besara. En su interior, sintió una nueva oleada de ira que rápidamente trató de someter porque los muertos, estaba claro, no tenían sentimientos. Él había muerto hacía diecisiete años y aunque, una vez más, había emprendido el viaje...... era un viaje de ida y vuelta.