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13 de octubre. En el Pilar

13 de octubre. En el Pilar

Esta mañana he vuelto al Pilar. Ayer, la lluvia torrencial que cayó sobre Zaragoza casi ahogó las plegarias de los miles de oferentes que recorrieron las calles de la ciudad hasta llegar a la Basílica. Esta mañana, sin embargo, el perfume de las flores, que rodeaban la estatua de la Virgen como un manto olfativo, llevaban hasta ellas las oraciones que quedaron flotando en la plaza.

Dentro de la iglesia, el rumor de la masa acompañaba la ofrenda de frutos que las casas regionales llevan a cabo ya dentro de la Santa Capilla.

El altar mayor, sin embargo, estaba en silencio. Tan silente como es posible mientras miles de personas se pasean por el templo como si estuvieran en el mismo salón de la ciudad. Allí, bajo el púlpito, había un pequeño espacio para la reflexión. Un rato de calma abrazada en la Fe, la que siempre me da fuerzas para seguir adelante.

Las iglesias son lugares aptos para la reflexión y el análisis. En un mundo en el que el ruido lo impregna todo, llena nuestros días y hasta nuestras noches, no es fácil encontrar espacios de silencio y tranquilidad; requisitos imprescindibles, por otra parte, para poder hacer pequeños parones en esta vida de locos que llevamos y que tan deprisa consumimos, y poder analizar lo que nos ocurre, cómo lo vivimos, y lo que es más importante, cómo lo incorporaremos a nuestro acervo para, una vez asimilado, seguir adelante.

Las iglesias me ofrecen siempre ese espacio vacío en el que poder volver la vista hacia el interior. Un lugar en el que escuchar esa voz callada que nos advierte, nos reconviene, nos felicita, nos recompone, en definitiva. Allí he encontrado una vez más la paz que el espíritu anhela. He indagado en mis sentimientos más profundos. Y he vuelto fortalecida de un viaje interior que a veces asusta pero que nos devuelve al lugar correcto.

Y después, emergiendo del silencio, he vuelto al color de las flores, al perfume múltiple y variopinto que ofrece la mezcla de gladiolos, claveles, margaritas, rosas.... Y una amiga, reciente pero querida, me ha regalado un ramo de flores. Margaritas y claveles. Que he querido fotografiar. No son las flores que más me gustan pero si el hecho de que alguien, que ha visto más allá, ha tenido el detalle de acordarse de mi y componer una melodía floral en rosa y blanco.

 

12 de octubre. En el Pilar

Bajo la lluvia.

De gin tonics y egipcios

 

Está claro que el efecto canapé empieza a producir efecto. Tengo algunas amigas que me han dicho, que les han contado que, según dicen, en viajes a países del norte de África algunas mujeres han sido objeto de propuestas de canje por ovejas o camellos, en el mejor de los casos. A mi no me ha ocurrido nunca nada similar pero esta noche pasada, un egipcio muy convencido se ofrecía a llevarme a El Cairo durante una semana: "porque es la capital de Egipto", un senegalés estaba empeñado en saber cuándo volvería a verme mientras me aseguraba que bailaba muy bien (¡¡!!!) y un maño de pura cepa que nunca me había dirigido la palabra, a pesar de que a veces coincidimos en los mismos locales, se marcó una salsa conmigo de las que te dejan sin aliento.

Quizá era la acumulación de gin tonics, la hora tardía (o temprana, según se mire), el efecto "a esta hora lo que sea" que se da en algunos locales cuando la noche avanza, o nuestro tremendo sex appeal (ja, ja, ja), finalmente ha resultado ser una noche de lo más entretenida.

Un grupo de colegas del trabajo decidimos darnos un homenaje en estas fiestas del Pilar durante las que hemos seguido trabajando sin tregua y nos hicimos una cenita en el Atrapamundos, un local al que nos gusta acercarnos a tomar unos cafés matutinos y en los que Pedro y Elena nos tratan siempre fenomenal. Después, al Hannah Fritz a empezar con los gin tonics y calentar el cuerpo y los ánimos para hacer una salsita en El Sol.

Lo malo ha sido esta mañana, de vuelta al trabajo, a la misma hora, con las mismas obligaciones, con mucho más sueño que el habitual, con una resaca de campeonato y una conjunción de colores en mi vestuario que ha debido escoger mi peor enemigo. Debe ser porque a eso de las siete de la mañana aún me duraba el efecto del último gin tonic. Ahora, como siempre, el ojo repintado y una sonrisa.

Feliz fin de semana a todos y felices fiestas del Pilar a los de Zaragoza.

Amigos y fiestas

No hay nada como una comida o una buena cena con los amigos. Estoy ahíta de baile..... y de gin tonics

De blogs, bitácoras y paréntesis

De blogs, bitácoras y paréntesis

 

Mi querido profesor y Alas de Plomo han coincidido estas semanas pasadas en una reflexión relativa al tamaño e influencia de los blogs. Mientras uno se centraba en los blogs nacionales y aragoneses, el otro cruzaba fronteras y reproducía un artículo de Sarah Lacy en el que la periodista norteamericana explicaba que el blogging ha pasado de ser un mero fenómeno de aficionados a convertirse en un nuevo medio de formación de opinión. Del post de Alas de Plomo saco la conclusión de que si él es un blogueñín (como se autodenominaba cariñosamente), yo soy una blogueñinica. De la información que ofrece el artículo de Sarah Lacy deduzco que soy lo que, en una traducción muy libre, podría denominarse blogger por amor al arte. Es decir, aquel que lo hace por el mero gusto de llevarlo a cabo.

 

También he descubierto que lo que yo creía ser un blog ha resultado ser una bitácora. En definitiva porque, aunque lo que me empujó a entrar en la blogosfera fue la necesidad de encontrar una obligación para recuperar el hábito de la escritura creativa, a estas alturas de la película se ha convertido en el medio que me permite expresar mis estados de ánimo, desengaños, aspiraciones, miedos y deseos. Por lo tanto, blanco y en botella: bitácora.

 

En esta bitácora pues he contado vivencias, desengaños, historias reales o imaginadas, aventuras, desventuras... A través de ello seguro que habéis podido inferir algunas de mis actitudes vitales. Sin pretender hacer una declaración de principios, debería haber iniciado mi blog como hace India en una de sus canciones: "Dicen que soy". Aunque no me siento identificada con la letra, porque habla de una mujer completamente opuesta a mi, sí que me ha hecho pensar en el hecho de que todos tenemos una parte de nosotros mismos que nos resulta difícil aceptar porque encarna todo aquello que no nos gusta de nuestra personalidad. Desde hace unos días, y después de haber asegurado "dicen que soy una tía valiente", soy consciente de que no lo soy tanto como creía. Porque está claro que cuando uno hace una afirmación de este tipo debe estar preparado para todo lo que venga después.

 

Y hay cosas para las que, evidentemente, uno no está preparado. Una en este caso, no está preparada. He descubierto que sigo teniendo muchas dificultades para asimilar el rechazo. Debe ser que en esta compleja personalidad, mitad Lamia mitad muchas otras cosas, queda una reminiscencia de aquella época infantil en la que nuestra única aspiración era sentirnos amados. Evidentemente, desde mi más tierna infancia ha llovido mucho y he crecido (física y emocionalmente, es evidente) pero parece que todavía sigo anhelando la aprobación y el cariño de quienes me rodean.

 

Y todo esto me da pie para confesar que los sentimientos son como algunos árboles frutales. De algún hueso que alguien dejó olvidado surge una semilla que, con buen sol y los cuidados necesarios, se desarrolla hasta convertirse en un pequeño esbozo del gran árbol en el que podría llegar a convertirse. Con los sentimientos ocurre lo mismo que con esos pequeños brotes que encontramos en el camino. A veces acontece que viajamos distraídos y no percibimos su presencia pero otras, cuando estamos apunto de pisarlos, bordeamos la vereda para evitar dañarlos. Y si tenemos un poco de tiempo, llegamos incluso a transplantarlos y buscarles un lugar mejor para que se desarrollen.

 

Esas plantas son como los sentimientos también. A veces surgen en el lugar más inapropiado: un terreno estéril sin los nutrientes necesarios para desarrollarse; entre un matorral de espinos, que la ahogarán antes de que se desarrollo; o incluso en un terreno abrupto en el que sabemos que será muy difícil que salga adelante. Pero, aún así, nos empeñamos en que prospere.

 

Y, por encima de todo, los sentimientos son como las plantas porque nadie en su sano juicio las arranca por gusto. Aún a sabiendas de que tendrán un futuro difícil. Sin embargo, prefieren que no salga el sol, que no llueva, que la sombra se proyecte sobre ella para que la planta poco a poco se marchite, sin dolor.

 

Sin embargo, la raíz de ese tallo, que no se ve, que está oculta, se agarrará con fuerza a los estratos de la tierra buscando sustento para la planta, aquello que le permita aguantar la llegada de tiempos mejores.

 

Por eso, los sentimientos son como las plantas: es difícil acabar con ellos. Aún en el mejor de los casos; que es cuando de verdad queremos hacerlo.

 

Y termino diciendo, que aunque me considero con la libertad suficiente para escribir de todo aquello que me ocurre y me preocupa, creo que ya he cargado bastante al personal con mis historias. Voy por ello a tratar de hacer un paréntesis y alejarme lo suficiente como para conseguir que la raíz permanezca hivernando, sin molestar demasiado, esperando que el que conoce el secreto de las flores decida algún día volver a regarla. Quién sabe: quizá la planta vuelva a crecer o haya muerto definitivamente. Sin embargo, ese pequeño esqueje ha conocido un sol que ha brillado como nunca.

Por ello.... Gracias. Muchas gracias.

No soy agua

No soy agua

 

No soy agua.

No soy tierra.

Sólo aire que recorre un desierto.

Espacio en blanco de agua en cascada.

Nube gris que esconde la luz.

No estoy... ni soy.

Burbuja resuelta en un manto de agua.

Me esconde en un hueco,

lo deja tu estela.

Y espero. No soy.

Gotas amargas... tampoco son de agua,

cruzan el aire,

duro y triste.

No soy.

Ni estoy.

 

La foto es de M. Á. Latorre, de su serie "La otra Expo"

Banda Sonora

 

Uno encuentra fuerzas para seguir adelante donde menos lo espera. No obstante, está fuera de toda duda que la energía parte siempre de nosotros mismos aunque, a veces, necesitamos una pequeña mecha que la prenda y otorgue el impulso inicial que cualquier motor necesita para funcionar.

 

Las palabras que el hombre de las amplias alas vertía el otro día en la roca junto a mi arroyo hicieron que recapacitara lo suficiente como para darme cuenta de que la vida, mi vida, está llena de música. Hay una banda sonora que acompaña mi existencia. Ese escenario musical, que pone sonido a mis días, como cualquier composición, está formado por decenas de notas que ofrecen distintos aspectos: grave, agudo, forte, piano, allegro, allegro ma non tropo, vivace... Y las hay de muchos timbres, colores y tesituras.

 

Como en toda buena película, que tiene momentos de transición, puntos de inflexión y desenlace, la música es una constante. A veces, en función del desarrollo o importancia de cada escena, cobra protagonismo, pasa a primer plano o permanece sólo como un fondo de acompañamiento, casi inapreciable, dando, sin embargo, sentido a todo lo que ocurre.

 

Así, mi banda sonora está compuesta por cientos de composiciones en las que hay algunos protagonistas indiscutibles: Chopin, La Oreja de Van Gogh, Los Panchos, Madame Butterfly, y, por supuesto la salsa. He de añadir también una reciente adquisición, El Cando del Loco, en cuya incorporación a mi discografía ha tenido mucho que ver mi hijo.

 

Cada uno de ellos tiene para mí un momento diferente. Chopin me ayuda a escribir. Siempre. La ópera es para los grandes momentos de paz y reflexión. La Oreja de Van Gogh es un continuo: cuando estoy alegre pero también cuando me siento triste, y eso que tenido que hacer un esfuerzo para aceptar a Leire en lugar de Amaia. En algunos momentos me gusta acompañarme también por Rosana o Alex Ubago. Los Panchos son amigos inseparables de viaje. Me encanta el sonido de sus guitarras y voces llenando el habitáculo del coche.

 

Y la salsa, que es la última que ha llegado a mi vida, es en estos momentos el tema principal. Porque me ayuda a poner música a todo lo que ocurre. Y siempre, siempre, siempre, me pone alegre. Hace que mis pies se muevan con voluntad propia. Es una corriente que empieza en la puntita de los dedos y trepa por los tobillos sujetándose en los gemelos hasta alcanzar las rodillas. De ahí a las caderas la senda es siempre curva, redonda y sensual. El resto del cuerpo sólo sigue el ritmo que le marcan y se adapta al contoneo de la pelvis. Eso si, los hombros van a su aire conduciendo a las manos, que vuelan y dibujan trayectos imposibles al compás de la conga.

 

Seguramente porque los últimos serán los primeros, nombres como Gilberto Santa Rosa, Frankie Ruiz, Marc Anthony, Rey Ruiz, Ray Sepúlveda, Eddie Santiago o Tito Nieves ponen música a mi historia.

 

Aunque en este momento todo parece apuntar a que "la tarde terminó", me gustaría pensar que algún día, "me pintará un color para cada mañana y en alas de sus sueños conoceré el alba".

 

Y todo llegará mientras sigo caminando, erguida y mirando al frente. Sin retroceder. Porque, efectivamente, como dice el hombre que lleva el corazón en las alas: bailo salsa. No la yenka.

La palabra

Esto sí que es un pedazo de poema... y no esos divertimentos sentimentales que escribo yo...

Un paso atrás

Doy un paso atrás para, a partir de ahí, volver a caminar.

Azul sobre blanco

Azul sobre blanco

 

¿Cuántas palabras quemamos en unas horas?

Recorrimos el sendero tan deprisa

que mi alma, desnuda y velada por el duelo,

se resiente ante el silencio.

No aprecié los matojos del camino

y me hirieron,

ligeros rasguños que supuran amalgama de sueños y anhelos.

 

Y aún queda la vergüenza.

Nuda mi conciencia ante ti, he visto los deseos.

Y entre tanta palabra, blanca y honesta,

me he sentido frágil.

¿Cuántas quedaron en el tintero?

Me resisto a olvidarlas.

Cada letra, tesoro vertido en un mar de expresiones,

se hace laberinto rizado e insondable.

Y me envuelve. Y me escondo.

 

Durante un tiempo, ese dédalo impenetrable de ideas

me guiará hacia otro piélago de emociones.

Azul sobre blanco.

Porque sólo en ellas encuentro consuelo.

Linaje extenso de términos que me arropan mientras los vierto:

azul sobre blanco.

 

Y unidos, palabras, expresiones, términos y letras,

recrean un paisaje familiar en el que descanso

mientras mis rasguños sanan.

Azul sobre blanco.

 

Pero seguirás ahí.

Escuchándolas cuando me acunan.

Esperando. Aguardando.

Apoyándose en ellas renacerá una amiga.

La que siempre fue. La que no se ha ido.

Porque siempre estuvo.

Porque así ha ocurrido.

Quizá sólo, por un momento,

estuvo soñando con un fondo azul.

Azul sobre blanco.

 

 

La foto es de M. Á. Latorre, de la serie "La otra Expo". La instantánea corresponde a la escultura "El Alma del Ebro"

Lamia y Humano (II)

Lamia y Humano (II)

 

El otoño está cayendo sobre el hayedo. Se nota en el rocío que cada mañana resbala por las hojas, en la niebla que al atardecer baja de las cumbres para cubrir el manto de musgo y hojas que protege la tierra roja. Se deja sentir en el silencio, extraño y denso, que se desliza evanescente entre las hayas. Se aprecia en los animales, que se esconden. Se nota en el sopor que se adueña de la naturaleza, aletargándola, retrasando sus procesos.

 

Lamia recorre el hayedo arrastrando sus pies entre la hojarasca, empujando sin querer pequeñas piedras que entorpecen su camino. Ella respira el aire denso, perlado de niebla. Despacio, como las estaciones, se dirige al claro que protege sus secretos. En él, un haya centenaria extendió una vez sus raíces, levantando la tierra, impregnando con su huella un claro que ahora Lamia reclama para sí y sobre el que, hace ya mucho tiempo, el rayo furioso de una tormenta vespertina descargó arrancando la estatua orgullosa bajo cuya sombra Lamia tantas veces se había cobijado. Y allí donde una vez estuvo el árbol majestuoso, sólo quedaron troncos renegridos, hojas chamuscadas, trozos de musgo arrancados de las piedras circundantes, a las que la fuerza de la luz y el trueno expulsaron tan lejos.

 

Durante muchas estaciones, demasiadas, Lamia arrastró los troncos, despojó el subsuelo de los restos de raíces que se agarraban a la tierra con una fuerza impropia de un desecho. Con las piedras dibujó un círculo que el musgo pronto cubrió con su manto reforzando así el refugio que Lamia había preparado. Y entre su arroyo y el claro, este ser hecho de bosque no se dio cuenta de que una nueva primavera había traído el sol y los hayucos de las sombras circundantes, caídos y preñados en el suelo, empezaban a dar su fruto en forma de pequeños esquejes.

 

Cada estación, Lamia dejaba el abrigo de su arroyo y trabajaba incansable en la limpieza del claro. Y, con cada primavera, llevaba un nuevo hayuco, pequeño y arrugado, que enterraba con esmero el centro del círculo. Allí permanecía horas, días enteros, peinando sus largos cabellos con el peine de hueso. Esperando y suspirando. Y cada vez, Lamia derramaba una nueva lágrima sobre aquellos pequeños frutos que no hacía florecer.

 

Los suspiros de Lamia atrajeron sin duda a Humano, que cruzaba el bosque cada día. El ser etéreo intuía su presencia y, sujetando su espíritu, se refugiaba en el arroyo esperando que el sonido del agua que rasgaba las rocas del cauce amortiguara su respiración, entrecortada y anhelante. Y aguardaba a que Humano emprendiera la marcha para acercarse de nuevo al claro y comprobar si albergaba una nueva criatura arbórea sobre la que volcar sus desvelos.

 

Lamia y Humano coincidían en el bosque. Ambos escuchaban, atrapaban los jirones de olores antiguos que permanecían colgados en las ramas más altas, las que mejor guardan los secretos. Sin embargo, Lamia evitaba los caminos que él surcaba y Humano, sin quererlo, rodeaba espacios ocultos en los que el hada del bosque escondía sus hayucos a la espera de poder trasladarlos al claro.

 

Pero en la estación del viento, Humano descubrió el secreto de las flores y, suave -como susurra el viento entre las grietas altas de las cumbres-, recogió el hayuco, lo mimó y lo preparó. No reparó en tiempo ni esfuerzos. Le dedicó lo mejor de si, su parte más tierna. Y el hayuco, primero en un sombrío protegido, empezó a crecer. Al principio muy despacio, como si tuviera miedo de cada pequeño avance. Más tarde, cuando el sol consiguió atravesar las ramas más altas y robustas, sus rayos acariciaron el hayuco calentando sus raíces e impulsando un crecimiento constante y sostenido.

 

Cuando Humano reparó en que el pequeño hayuco se había transformado en un esqueje endeble y lastimoso, lo recogió y, adentrándose en el bosque, recorrió caminos y veredas hasta que dio con un claro en el que el sol vertía sus caricias durante casi todo el día. Humano se sintió cómodo en el claro. Era un círculo casi perfecto. No reparó en el muro que lo protegía: el musgo había creado un cómodo repecho en el que descansó de su caminata. Tampoco apreció el desnivel que delataba la huella de un árbol viejo, espacio sobre el que Lamia había vertido sus lágrimas una y otra vez en un vano intento por alumbrar un árbol nuevo, fuerte y consistente, bajo el que volver a peinar sus cabellos en las largas tardes que ofrece el verano.

 

Humano descubrió un espacio fértil en el que, conocedor como era del secreto de las flores, plantó el hayuco con la esperanza de que allí obtendría lo necesario para garantizar su crecimiento y permanencia. Y Humano recorrió de nuevo el bosque de Lamia, atravesando arroyos y colinas, caminos y veredas, en una senda que resultó ser más larga y árida de lo que había percibido cuando transportó el pequeño brote.

 

En su camino de vuelta, Humano atisbó de nuevo la presencia de Lamia. El perfume de las hojas que trenzaban sus cabellos se asía a su vestimenta en un baile mágico de sensaciones. Sin embargo, aquél que conocía el secreto de las flores, no era capaz de de entrever a Lamia que, atrapada en su arroyo, esperaba su marcha para acudir al claro.

 

En el centro, tierno y tímido a la vez, el brote de una nueva haya desafiaba la sombra de las grandes reinas del bosque, que velaban por el nuevo ser que enterraba sus raíces en el suelo angosto y duro que un día se vio devastado por la furia de la tormenta.

 

Y Lamia volvió a verter sus lágrimas. Las gotas que acariciaban el hayuco destilaban la alegría que sentía por el nuevo esqueje, que había arraigado. Porque, aunque siempre sería de Humano, sólo gracias a sus desvelos había encontrado el acomodo perfecto para crecer y desarrollarse.

 

Y Lamia volvió a verter lágrimas de alegría porque, algún día, también ella conseguiría al fin hacerse con el secreto de las flores y lograría un esqueje que hiciera compañía al de Humano.

 

Sin embargo, aún tendrá que pasar un tiempo para que el paso de Humano por su arroyo no la impela a correr con el fin de comprobar si el que conoce el secreto de las flores vuelve a cobijarse bajo la sombra de su haya.

El secreto de las flores

El secreto de las flores

 

Como decía, nuestros actos y palabras siempre tienen consecuencias. Necesito unos días para recuperarme de ellas. Vuelvo pronto.

Serenidad

 

Serenidad frente a rencor. Mi querido Alas de Plomo siempre tiene la palabra exacta. Minutos antes de leer sus palabras escribía desde el dolor porque las relaciones personales son difíciles y su evolución un misterio. Otro bloggero, que renombra los días cada jornada,  se refería esta semana también a cómo las relaciones de amistad derivan -en demasiadas y decepcionantes ocasiones, a su juicio- en momento pasados que hacen que te cuestiones el tiempo y la energía que a ellas dedicaste.

 

Sin embargo, gracias a las palabras del hombre que lleva el corazón en sus alas, he dado marcha atrás y he reescrito mis pensamientos desde la serenidad. Ideas y sentimientos que nacen de una confesión y que, como acto que llevamos a cabo, tiene su consecuencia. Un resultado que no sólo depende de nosotros y que, por inesperado, a veces tampoco es de nuestro agrado.

 

Por eso, y por la serenidad, no transcribo lo que tenía previsto.

Sobre palos y velas (II)

 

Me vais a permitir que vuelva sobre el artículo de Pérez Reverte, que esta semana me ronda la cabeza sin remedio.

 

Sobre el tema de los malos tratos se ha hablado largo y tendido desde muchos puntos de vista. Sin embargo, ni de lejos nadie se acerca a esa situación de dominio y esclavitud a la que muchas mujeres están expuestas cada día.

 

Me gustaría contaros la historia de alguien a quien conozco bien y que, después de mucho tiempo, sigue tratando de escapar a los cantos de sirena de su maltratador. Sólo es la historia de una de esas "pavas" a las que alude Pérez Reverte en su artículo del XL Semanal "Sobre palos y velas".

 

I.  era una chica normal, que venía de una ciudad normal, con una familia normal.

En su casa no había habido problemas: sus padres habían sido felices y mantenía una buena relación con sus hermanos. Ella había estudiado una carrera y, con la intención de poder trabajar en aquello que le gustaba, dejó su casa, su ciudad, a sus padres y sus hermanos.

 

I.  había tenido muchos amigos y amigas, pero no había salido demasiado. Mientras ellos aprovechaban los fines de semana para ir a la discoteca o "potear" por lo Viejo, I.  permanecía en casa quemándose las pestañas con los libros.  

 

Con veinticuatro años recién cumplidos se marchó a la capital. Allí descubrió un nuevo mundo: sin libros, sin obligaciones extraordinarias, lleno de teatros, música, pintura... Había llegado a un paraíso desconocido en el que, demasiado pronto, descubrió un príncipe azul que pronto se transformó en rana. I. por cuestiones profesionales volvió a cambiar de ciudad. Un municipio de tamaño mediano, no demasiado alejado de su casa, que le ofrecía un sinfín de oportunidades. Allí inició una etapa de aprendizaje laboral y vital. Aunque siempre había tenido muchos amigos, nunca le había resultado fácil establecer relaciones sentimentales con el sexo opuesto: su excesiva seriedad, su timidez, su falta de experiencia... Sin embargo, pasado un tiempo, I.  llegó a intimar con otro príncipe azul que ocasionalmente aparecía por su trabajo. Poco a poco, la relación fue tomando cuerpo y, dos años más tarde, contra la opinión de muchos de sus conocidos, contrajeron matrimonio.

 

Hubo tres años de ceguera feliz. I.  estaba enamorada hasta las túetanos -porque, entre otras cosas, cuando se entrega lo hace sin condiciones-  y vivía por y para su príncipe. Un hombre mediocre y ajeno tanto a sus costumbres como a su formación que, sin embargo, la anuló y amarró sin necesidad de cadenas. Con el transcurso del tiempo, los malos tratos llegaron: desprecios solapados, críticas más o menos abiertas, censura a sus actuaciones profesionales, una separación firme y paulatina de sus amigos y de su familia... Pasado un tiempo, I. ya no tenía amigos, no tenía fe en si misma, había perdido toda su seguridad, había perdido su cultura, su educación... porque sólo vivía para evitar los fríos silencios de su marido, al que seguía amando, y para evitar sus críticas y desprecios. Sin embargo, la vela del amor se iba apagando poco a poco, a pesar de los intentos de I.  por adaptarse a la nueva situación. No se resignaba a vivir una vida que nada tenía que ver con lo que tantas veces había anhelado y en la que un niño de menos de tres años la acompañaba en su sufrimiento.

 

I.  quería escapar. Pero ¿dónde iba a ir? El había conseguido convencerla de que su familia no la quería, sus amigos la habían olvidado, su trabajo no duraría sin los sabios consejos de su marido... sin ingresos, sin hogar... ¿qué haría? Menos mal que tenía a su marido que velaba por ella. Nada importaba que I.  siguiera trabajando en dos sitios distintos, que aún sacara tiempo de vez en cuando para, a escondidas casi, hablar con su madre y sus hermanos, que, a duras penas, conservara sus amigos de la infancia aún después de años de silencio... I.  era la Nada. Nada persona, Nada profesional, Nada madre, Nada mujer... Sólo esposa. Porque era Suya. Suya para siempre....

 

Un día, sin embargo, I.  despertó de esa pesadilla. Sin saber cómo, la ceguera que se había instalado en su vida dio paso a una luz que le hizo ver al príncipe en toda su dimensión y, como en el viejo cuento de los niños, se dio cuenta de que su rey estaba desnudo. No llevaba el traje de brillantes que él tantas veces le había mostrado, no tenía una buena voz, no era tan culto como ella lo veía, ni tan simpático como aventuraba. Era sólo otro cabrón que había vivido una vida prestada.

 

Él hizo un último intento para amarrarla y, a sabiendas de que su hijo sería su mejor testigo, llevó a cabo un intento de suicidio. I.  cogió una maleta y al niño y emprendió una nueva vida. Un camino lleno de espinas porque el sapo le agarró de la falda cuando I.  escapaba de la charca y durante mucho tiempo, a pesar de los tirones que ella daba, intentó trepar a su antiguo trono arañando los jirones de la autoestima que, a duras penas, había permitido a I. escapar de su condena. Aún ahora, ocho años más tarde, el sapo sigue croando en su charca, tratando de seducir a I.

 

La historia de I. no ha terminado aún. Hay una posdata. Esa "pava", que diría Pérez Reverte, que lucha por conseguir que la proximidad de cualquier hombre no le ponga los pelos de punta y desate ese mecanismo de alarma que siempre permanece aletargado como defensa imprescindible ante posibles nuevas agresiones, ha descubierto que hay alguien que podría volver a abrir esa ventana que durante tanto tiempo ha estado cerrada. Alguien que, poco a poco, se ha ido filtrando en su piel y por quien, según parece, podría bajar la guardia un ratito y volverse a enamorar.

 

Pero esto no es más que una posdata a una historia de una "pava" que aguantó a su maltratador porque llegó un momento en el que era incluso incapaz de pensar que era posible una vida distinta. Porque llegó a creer incluso que no se la merecía.

 

Sin embargo ahora si lo sabe. Merece otra vida, mejora y más plena. Y, si algún día llega, merece un hombre que la ame sin condiciones y sin ambages. Porque, eso si, ha demostrado ser fuerte, íntegra, buena hija, mejor madre, excelente profesional, amiga de sus amigos y, por encima de todo, ella misma.

 

Y, por si alguien tiene alguna duda, Lamia es el alter ego de I.

Pedro y los perretxikos

Pedro y los perretxikos

 

Este fin de semana he emigrado a las tierras del norte para respirar, aún de lejos, el aire que sopla entre las hayas. La escapada tenía como motivo celebrar el ..... cumpleaños de mi hermana (a mi no m importa pero a ella cada vez le suena peor la pareja de números que le acompañan. Por cierto, su cumple es hoy así que desde aquí le envío el abrazo grandote que no le he podido dar esta mañana en persona. Este fin de semana hemos celebrado también el cumpleaños de mi sobrina-ahijada: ella ha cumplido trece años. Una edad en la que ni se entiende ni la entendemos pero entre todos tratamos de encontrar puntos comunes.

 

Evidentemente, los hemos encontrado porque disfrutamos mucho del fin de semana. Además de comprar los respectivos regalos de cumpleaños, he tenido tiempo de comprarme un traje de chaqueta en el que hace unos meses no hubiera osado meterme. ¡Estoy encantada!

 

Y más encantada aún porque, entre celebración y celebración (se me olvidaba que tuve también una cena conmemorativa de varios cumpleaños atrasados), he sido fiel y he permanecido alejada de las tentaciones. A todas salvo una: los perretxikos de mi cuñado.

 

Pedro antes que cuñado fue amigo. Tanto mi hermana como yo lo conocemos desde que todos nosotros éramos unos críos. Después de algunos años en los que las circunstancias nos condujeron a todos por distintos caminos, el destino volvió a unir a mi hermana y mi cuñado. Y sin remedio. Porque se habían querido siempre, se aman profundamente, y seguirán así.

 

Mi cuñado, además de muchas otras cosas buenas, es un experto conocedor de las setas y hongos que esconden las sierras de Urbasa y Aralar. En los últimos días de verano e inicio del otoño, mi cuñado consigue las mejores setas (con las que elabora unas croquetas estupendas) y unos perretxikos extraordinarios, condimento indispensable de un revuelto que se va del mundo.

 

Mi cuñado, al que quiero como si fuera un hermano, sabe que además de los pimientos del piquillo que me prepara cada vez que recalo en su casa, me muero por su revuelto de perretxikos. Y, claro, una cosa lleva a la otra: he pecado. Sólo un poco, lo prometo, pero he pecado. ¡Qué delicia! Ha sido un pequeño paréntesis en este régimen de vida que me he impuesto y del que mi control alimenticio es una mínima parte (aunque importante).

 

Ahora esperaré a Navidad.

 

A ver si hay suerte y mi cuñado guarda unos pocos perretxikos para un revueltillo.

Fernando Sarria

Fernando Sarria

He tomado prestado este bello poema de Fernando Sarria, porque hoy me siento así (la lluvia... debe ser). Y la foto, un regalo de M. A. Latorre.

 

Rodéame en silencio,
con tus manos abiertas
y ese dolor ronco.
Deja al tiempo la espesura
y trae la tibia luz del amanecer
junto a la cama.
Ahora somos únicos,
naturaleza en el encuentro,
poco más o menos
dos soledades buscando la palabra.

 

 

Sobre palos y velas

 

No me puedo resistir. Arturo Pérez Reverte, a quien respeto y envidio a partes iguales, ha metido la pata esta vez hasta el corvejón. El artículo que publica en el magazine XLSemanal del fin de semana bajo el título genérico de Patente de Corso, versa esta semana sobre el asunto de los malos tratos a mujeres.

A parte de que Pérez Reverte demuestra tener muy poca sensibilidad abordando el asunto como lo hace, demuestra que no tiene ni idea de lo siente una mujer maltratada y de lo complicado que es salir de esa situación: independientemente de las ayudas, de la información, de su situación familiar, laboral o social....

Sobre palos y velas, se titula su artículo.

Sentimiento

Sentimiento

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Los sentimientos son como el chirimiri. No eres consciente de que cae. Sin embargo, el agua, suave y continua, poco a poco va calando. Pasado un tiempo, a veces más a veces menos, todo tu ser se ha empapado. Y ya no hay remedio.

 

La foto es de M. A. Latorre.

El arte de escribir

 

Os contaba hace unos días que, después de muchos años (casi dos décadas) había encontrado a uno de los profesores de mi Facultad. Aprovechando unos ratillos que he tenido, he tratado de ponerme al día releyendo alguno de sus escritos. Hay uno que he disfrutado con especial agrado y atención porque aborda el tema de "La escritura como modo de vida". En algún momento del artículo, P. S. explica, y cito textualmente (espero que con su permiso aunque no se lo he pedido): "aprender a escribir el mensaje de una valla publicitaria, una novela, un artículo periodístico o una carta de amor no consiste en aprender formas de decir sino en aprender a adensar en la propia alma -como día María Zambrano- aquello que se quiere decir. Consiste en rumiar lo que uno ha visto y escuchado en función de la realidad de uno mismo y de aquellos a quienes tiene que contárselo...".

 

Cuando uno escribe para un destinatario desconocido, como es el caso, evidentemente se encuentra con la dificultad de que, al no conocer la realidad del receptor, puede ocurrir que el mensaje se desvirtúe o pierda parte de su fuerza y contenido en el trayecto cibernético.

 

Sin embargo, otra de las cosas que P.S. afirma en su artículo es que "la fuerza, el vigor, la garra de un mensaje escrito, sonoro o audiovisual, no depende tanto de de su forma como de la fuerza, el vigor o la garra del pensamiento que expresan".

 

Evidentemente, muchas de las cosas que escribo, y después traigo al blog, puede parecer que no tienen fuerza ni vigor ni la garra de un pensamiento. Sin embargo, todas ellas se han gestado a partir de mi propia experiencia, presente o pasada, y de las circunstancias que me rodean o situaciones que se producen en mi entorno.

 

Para mi escribir es una necesidad, un instinto que durante mucho tiempo ha permanecido en un rinconcito escondido de mi estómago (que, al parecer, es donde se almacena lo mejor y lo peor de mi misma) y que sólo ahora empieza a aflorar, con la posibilidad de convertirse en un torrente que amenaza con anegar incluso a esta Lamia.

 

Durante estos años he debido estar rumiando, como dice P.S., mi realidad para, pasada por el tamiz de la imaginación, mis aspiraciones, mis deseos y mis frustraciones, aflorar en relatos, poemas, sentencias.... Escribir es para mí un impulso que nace en el centro del estómago y, tras pasar por el corazón, adquiere carta de naturaleza en mi pensamiento. Aunque me ha costado mucho llegar a esta conclusión, atravesando esa realidad de la que os hablaba, no voy a volver a renunciar a esta pulsión que me hace sentirme viva, real y que, al mismo tiempo, me impulsa hacia otros mundos soñados que atrapo con la tinta oscura que tiñe las hojas.

 

P.S. termina su artículo asegurando que el dominio de las palabras es un don que, sin embargo, puede llegar a aquel que trabaja para conseguirlo. Os aseguro -como decía no sé quién- que si algún día llega el don, me encontrará trabajando.

De la lealtad y otras cosas importantes

 

He buscado en el Diccionario de la Real Academia el significado de la palabra "lealtad". Y dice así: "lealtad: cumplimiento de lo que exigen las leyes de la fidelidad y las del honor y hombría de bien". Dicho así, suena un poco antiguo. Quizá como el propio concepto: vetusto y pasado de moda. Si continuamos con las acepciones que el Diccionario ofrece para el concepto "lealtad", una de ellas es la que define esta palabra como "amor o gratitud que muestran al hombre algunos animales como el perro y el caballo". Ante posibilidades tan opuestas, busco el significado de "fidelidad", por su proximidad semántica a "lealtad". Y dice así: "fidelidad: lealtad, observancia de la fe que alguien debe a otra persona".

Está claro que cuando aplicamos el concepto de lealtad a las personas lo hacemos con la primera de las acepciones que recoge el diccionario o como sinónimo de fidelidad, de observancia de la fe que alguien debe a otra persona. Por tanto, queda claro que en concepto de lealtad hay implicados dos extremos: el que la profesa y el que la recibe. Es leal el caballero a su rey, el esposo a la esposa y viceversa, el hijo al padre, el político a su pueblo, las personas a sus ideas, los pueblos a sus gobernantes... y así hasta el infinito.

Está claro que todos tenemos unos principios que inspiran nuestras actuaciones. Unos valores que al final acaban resumidos en cuatro o cinco ideas irrenunciables que cada cual aplica en su existencia cómo puede o cómo le dejan.

Sin embargo, como apuntaba al principio, la lealtad no sólo es un valor en desuso sino incluso denostado. Hay escenarios en los que además, lejos de ser un valor, constituye motivo de chanza.

Es evidente que nuestra existencia viene determinada por situaciones que, una y otra vez, nos ponen a prueba. Y, en esa travesía, el que más y el que menos trata de mantenerse fiel a sus principios. Sin embargo, ese intento muchas veces resultad difícil de llevar a cabo cuando el que es objeto de nuestra lealtad no sólo no corresponde a "las leyes de la fidelidad, del honor y de la hombría de bien" sino que, además, entiende el concepto como el amor o gratitud que muestran algunos animales de elevada inteligencia hacia sus amos, independientemente de que el amo sea acreedor de su admiración y no, y, por lo tanto, actúa en consecuencia: en la mayoría de los casos con absoluto desprecio hacia los sentimientos del otro.

Evidentemente, cuando la lealtad que uno profesa -ya sea a sus amigos, parece, compañero o familiar- se ve traicionada, el valor intrínseco que inspira nuestras acciones resulta gravemente herido si no mutilado. Y su reparación resulta difícil y, en algunos casos, imposible.

Sin embargo, y a pesar de lo expuesto, prefiero la definición que el DRAE ofrece de la palabra "fiel, que en una última acepción define el concepto de fiel como aquel "que guarda fe, o es constante en sus afectos, en el cumplimiento de sus obligaciones y no defrauda la confianza depositada en él", porque es uno de los valores que he recibido y no quiero renunciar a él. Y el que no sepa apreciarlo....