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Llueve

El agua sigue cayendo impenitente sobre Zaragoza. Empezó ayer por la tarde-noche y sigue sin parar. La lluvia y la nostalgia. Porque el otoño entierra sus raíces a medida que se prepara para dar paso al invierno pero la nostalgia que ha traído no cede espacio.

1 de noviembre. Todos los Santos

Del blog de Fernando Sarría tomo prestada hoy la música para el día de Todos los Santos. Chopin, siempre Chopin. Un hermoso acompañamiento para el final. Todo acaba.

 

 

 

 

 

Paisajes de paz

De sur a norte. Esta mañana he cruzado el Ebro. La mañana estaba fría. Uno de esos días de entrado el otoño que anuncian la cercanía del invierno. El cielo, entreverado de nubes y claros, amenazaba lluvia. Por el puente de la Almozara he atravesado el río mientras contemplaba la corriente. El caudal se desliza desperezándose de la molicie que trae el verano y anunciando la renovación que llegará con las primera nieves.

El tráfico intermitente que atravesaba el puente casi al alba dejaba sin embargo estelas de silencio que permitían escuchar el discurrir del agua bajo las pilonas del puente. Al fondo, he elegido el lado este para cruzar, el Pilar se recortaba sobre un fondo azul en el que un tímido sol trataba de asomarse entre cúmulos grises. Y entre las islas que emergen en el centro de la corriente, he descubierto una colonia de patos. No sé si es permanente o descansan en su viaje hacia el sur. Sin embargo, todos reunidos en pequeños grupos en torno a los islotes colmados de juncos, inspiraban el silencio.

 

El silencio, sin embargo se ha roto a media mañana. De golpe, sin avisar. Y he vuelto a otro paisaje. Veinte años atrás. El de mis recuerdos conserva un sendero serpenteante que cruzaba una enorme extensión de césped perlada de árboles y arbustos. Cada mañana, al principio, y, después, cada tarde recorría metros y metros de veredas camino de la Facultad. Entonces aún no contaba con el moderno edificio de que dispone hoy y compartíamos espacios con los de Derecho y algunos otros que siempre nos miraban un poco raro porque éramos una "tribu" ligeramente especial, a la que la mayoría de nosotros seguimos perteneciendo.

 

De aquella época recuerdo el Gingko Biloba, que florecía cuando ya no había remedio para mejorar resultados y que el profesor Soria había traído de no sé muy bien dónde, al igual que hizo con muchas otras de las especies dispersas por el campus. Recuerdo también las eternas comidas en Faustino, el pozo que presidía el claustro, las mañanas de primavera en el exterior de la biblioteca esperando, esperando, esperando.... Y conservo en la memoria aquel aparcamiento que cruzábamos una y otra vez en nuestros continuos viajes entre la biblioteca y la Facultad, de la Facultad a los despachos de los profesores, de los despachos a Faustino y de Faustino vuelta a la biblioteca. Recuerdo un aparcamiento, remanso de paz, rodeado por el césped, ésa hierba que tanto eché de menos cuando me trasladé a esta zona del valle, junto al río, en la que el verde cede protagonismo a la tierra hasta casi desaparecer.

 

Esta mañana han hablado de ruido, de fuego, de odios antiguos y temores nuevos. No he querido ver las imágenes. Porque en mi memoria conservo un paisaje de paz que, como el río, constituye un remanso para aquellos que inician un viaje cuyo final desconocen. Pero que, al igual que las sendas que surcan el campus, dejará una huella permanente.

Silencio

Silencio

El silencio lo invade todo. Y a veces es tan denso que se hace audible. Porque no hay palabras, ni sonidos. Ni siquiera un suspiro. Sólo el vacío de la nada. Y pesa tanto que abruma.

 

Las hojas, que habitualmente susurran cuando las acaricia del viento, han enmudecido también. La luz se filtra entre las ramas y se vierte en trazos perfectos que componen sombras silentes y escurridizas. El haz de las hojas devuelve el brillo que rechaza el envés. Y el aire es espeso. Potente. Sincero.

 

Los pájaros guardan silencio. La vida, detenida en pausa infranqueable, no es más que polvo en suspensión.

 

Las hayas, eternas guardianas y reinas del bosque, guardan los secretos. Sus brazos, ramas añosas que buscan espacio, tejen un mimbre de verde ceniza.

 

Tampoco hay palabras que cuenten historias. El tiempo, detenido, espera que el sol se oculte.

 

Y cuando llega la noche, en el cielo oscuro que tiende un manto nuevo sobre el hayedo, nada cambia. Porque no hay nada. Sólo el vacío. Las ramas, unas sobre otras, buscan el descanso que les niega el viento. Las hojas, blancas, verdes, cenizas contrapuestas, duermen.

 

Y detrás del musgo que guarda la roca del negro más negro, se esconde Lamia, esencia del bosque, que nutre su alma en la fuerza del viento, en el sol que se esconde, en la luna que baila, en las hojas que chillan. Y sueña. Y el aire es espeso. Potente. Sincero. Pero no lo escucha. Rechaza el silencio.

 

Lamia, hechicera que habita las tierras del bosque, sueña con lugares en los que el agua abunda. En los que el viento sopla. E imagina un mar profundo, plagado de ausencias. Un océano amplio de verdes y negros. Horizonte extenso. Un tiempo preñado de ruido. Palabras e historias que llenen de vida la nada. Porque el río de términos que narran derrotas es siempre más cálido que la ausencia, que el vacío, que el silencio.

 

 

El hombre que lleva el corazón en las alas, que conoce algunos de mis secretos  y mi amor por las hayas, es el autor de la fotografía que ilustra esta entrada y con la que ha tenido la generosidad de obsequiarme. Por eso, y porque su amistad es un regalo inesperado, cumplo con una promesa que le hice hace unos días cuando le dediqué un post apresurado y prometí que algún día escribiría con más calma. Sólo espero que le guste.   

El Baúl Dorado (II)

Una vez más, mi inexperiencia informática me ha llevado a meter la pata. Una vez más. Esta entrada corresponde al viernes pasado pero, por un dedo que ha ido donde no debía, ha aparecido publicada de nuevo aquí. Disculpas mil.

Tengo un baúl dorado en el que guardo todas las cosas importantes. En él llena un espacio enorme el amor a mi hijo, las caricias que conservo para mi madre, los besos que guardo para mi hermano, el calor con el que acaricio la mejilla de mi tata, las sonrisas que guardo para mis amigos, el amor que un día perdí, mis éxitos y mis fracasos, mis aspiraciones y decepciones, todas las historias que aún no he escrito, toda la ilusión por lo que debe venir, el presente y el pasado, todos mis recuerdos.

 En ese baúl también he decidido guardar todo lo que no ha cabido en ese folio en blanco que ha quedado expuesto. Porque quizá algún día, cuando levante la tapa para rebuscar un sentimiento perdido, recuerde este tiempo. Y quizá entonces pueda decir. Quizá en ese momento la pluma rasgue la hoja sin herirla. Vertiendo la tinta como un río que desciende las cumbres para acariciar la pradera.

  Voy a cerrar la tapa susurrando unos versos de Alejandra Pizarnik ("Cenizas. Las Aventuras Perdidas"):

 

"Yo ahora estoy sola

-como la avara delirante

sobre su montaña de oro-

arrojando palabras hacia el cielo,

pero yo estoy sola

y no puedo decirle a mi amado

aquellas palabras por las que vivo".

 

Ni las digo, ni las diré. Porque se quedan en el baúl, de donde nunca debieron salir.

 

 

 

Noches de Tormenta

He ido al cine. Sola. A la primera sesión de la tarde. Como a mí me gusta.

 

La mayoría de la gente que conozco no quiere ir al cine sin compañía. Unos me cuentan que les da corte, otros que les parece aburrido y alguno ha llegado a decirme que el día que no tenga nadie con quien acudir a ver una película significará que está tan solo que ya nada tendrá sentido. En fin.

 

A mí siempre me ha gustado ir al cine sola. No me agrada que quien se sienta a mi lado haga comentarios sobre la película, los actores o tal o cual aspecto del diálogo o del escenario. El cine tiene para mí un misterio al que la masificación de las sesiones vespertinas o el ruido de las palomitas y las bolsas de plástico de las gominotas le quitan parte de su magia.

 

Me encanta sentarme en medio de la sala, sin nadie alrededor. Y reír, llorar, compadecerme, enfadarme o alegrarme yo sola. Sin necesidad de tener que disimular mis emociones ni contenerme. Y esperar a que la película termine. A que pasen los títulos de crédito y la banda sonora haya finalizado. Y levantarme cuando se encienden las luces y en la sala ya no queda casi nadie. Y salir fundiéndome de nuevo con el mundo. Sin embargo, he de reconocer que éste es el único momento que me asusta. No me importa hacer fila en la taquilla, ni pasear haciendo tiempo para que la sesión empiece, ni soportar los miles de anuncios que las distribuidoras proyectan al inicio de cada película. Ni sentarme en medio de la sala mientras las parejas y grupos de amigos buscan acomodo al tiempo que se preguntan qué hará esa tipa ahí y qué clase de persona será para atreverse a ir al cine sin compañía (preguntas que, por otra parte, me hago yo cuando voy con mis amigos alguna vez al cine y veo alguien en esas circunstancias. Sobre todo mujeres. Porque ya se sabe que los hombres han hecho tradicionalmente cosas que las féminas hemos tardado más tiempo en imitar).

 

Nunca me ha gustado interrumpir ese momento mágico que se produce cuando un film termina. La capacidad que tengo para imbuirme en las historias y disfrutarlas hace que necesite de un periodo de transición para volver a la realidad. Y eso, que cuando uno está en su casa se lo puede permitir, no es posible sin embargo en una sala de cine en la que las luces se encienden de repente y tienes al acomodador esperando a que te levantes y pensando si eres una de esas chifladas que no tiene a nadie en el mundo y ha elegido "su" cine para montar el numerito de turno.

 

Pues no, no soy ninguna chiflada (al menos eso creo). Pero hay veces que me cuesta regresar a la realidad y pagaría por tener un ratito más sentada en la butaca, escuchando la banda sonora y realizando esa transición de la ficción a la realidad con mayor reposo.

 

La película que he visto este fin de semana es "Noches de Tormenta", con Richard Gere y Diane Lane como protagonistas. Supongo que a estas alturas del fin de semana no desvelo nada si digo que es un melodrama romántico para el mayor lucimiento del americano.

 

He de confesar que he visto Pretty Woman las dos millones o tres de veces que la han pasado por televisión. En cada una de las cadenas, quiero decir. Me sigue emocionando todavía la escena final con la música de ópera atronando la calle. Y, aunque sólo fuera por eso, habría ido a ver la película. No puedo decir que no me ha gustado y tampoco puedo analizar demasiado para no estropear la película si alguno de los que me leéis decidís ir a verla.

 

No obstante, fui al cine convencida de que vería una bonita historia de amor, con final feliz, que me alegraría la tarde. Porque, tal y como ha he comentado alguna vez, aunque me gusta mucho el cine, cuando pago una entrada lo hago para disfrutar. Las películas de fondo, las que te hacen llorar, las que plantean los grandes dilemas de nuestra existencia las dejo para el videoclub. Porque entonces ya sé de qué van y decido el momento en el que me apetece ver unas u otras. Sin embargo, cuando voy al cine, lo que me gusta es disfrutar, evadirme, no pensar demasiado y encontrar historias con final feliz, insisto.

 

El sábado no fue así. Salí fatal del cine. Me pareció un dramón sin sentido y lo único que pude salvar fue la correspondencia epistolar que los dos protagonistas mantienen en un momento determinado de la película y el hecho de que, con pocas palabras, impulsaran su relación, expresando tantas cosas.

 

Siempre he sentido envidia de esas personas que son capaces de decir más con menos. Quizá sea porque, paliando mi falta de elocuencia verbal, cuando escribo trato de ser tan prolija y detallada a fin de expresar todo lo que quiero contar que construyo textos interminables a los que mi limitada audiencia debe renunciar en el segundo párrafo. Sin embargo, y desde que tengo memoria, ha sido así: tengo dificultades para transmitir mis sentimientos y, sin embargo, en cuanto tengo una hoja de papel y un bolígrafo cerca puedo escribir y escribir y escribir, y analizar y explicar y contar. Puedo llorar con la pluma y también reír. Y me gustaría pensar que también consigo conmover a mis potenciales lectores.

 

Quizá mi estado de ánimo no fuera el mejor para ver este tipo de película. Sin embargo, antes de entrar valoré la posibilidad de que no fuera lo que yo esperaba y, aún así, consideré que tampoco me vendría mal echar unas lagrimillas de esas que salen fácilmente y que relajan el alma.

 

Sin embargo, durante toda la película, a pesar de que tuve el corazón en un puño en varios momentos, no derramé ni una lágrima. Y eso que ambos protagonistas hacen méritos para instarte a ello a lo largo de todo el metraje. Quizá por eso, porque no derramé las que llevaba ni las que esperaba acumular durante su proyección, salí del cine con tan mala sensación.

 

El que pretenda ir a verla puede hacerlo porque el argumento merece la pena y está muy bien rodada. El peso de la interpretación recae mayoritariamente sobre Gere y Lane y ambos están a la altura de lo que se espera de ellos. Pero algunos paisajes, imágenes y situaciones tienen para mí connotaciones excesivamente personales. Quizá por eso experimenté un sentimiento al que, desgraciadamente, he recurrido en demasiadas ocasiones durante los últimos años. Como si de una estatua de sal se tratara, cuando el dolor es demasiado intenso, noto como el hielo se instala de fuera a dentro de mi corazón y lo paraliza y anestesia. Y ese frío se extiende como una marea por el resto de mi cuerpo. Se instala en el estómago, salta a los ojos y en segundos, el frío se ha apoderado de todo.

 

Menos mal que Chopin siempre actúa como un bálsamo y ha vuelto a derretir parte de ese hielo. No todo. Porque si el calor vuelve de nuevo, regresará también el dolor. Y me costó mucho encerrarlo en el Baúl. Es mejor no levantar la tapa. Todavía.

Domingo de Chopin

Domingo de Chopin

Hoy es domingo de Chopin.

Estamos en otoño, han cambiado la hora (y eso siempre me afecta mucho), son las siete menos diez y la oscuridad ha caído sobre Zaragoza como si fuera invierno cerrado, estoy cansada y tengo el corazón triste. Por eso, el mejor acompañamiento es Chopin: desgarrado, apasionado y con el piano como protagonista llenando la estancia en la que escribo. Es grande, rotundo, pero a veces se vuelve tierno y me susurra al oído, como ahora. Entonces me dejo llevar por la nostalgia y deseo que la noche avance para perderme en ella.

Elcuerpo y el sistema de salud

A medida que pasan los años uno cree que se conoce bien, que es capaz de reconocer los recovecos de su carácter y, sobre todo, que tiene una relación cercana y estrecha con su cuerpo. Una conexión a veces amistosa y otras no tanto. Sin embargo, cuando uno llega a una edad cree que conoce bien sus arrugas, sus cicatrices, sus marcas y sus pecas.

 

Yo he tenido un lunar diminuto en medio de la espalda desde hace años. No recuerdo cuándo apareció pero sí que, de repente, sin avisar, se fue haciendo más grande. Después, se puso pesadito y empezó a picar...

 

Nuestro sistema de salud y sus grandes campañas me decían a todas horas que tenía que revisar mis lunares, vigilar mis pecas, hacerme revisiones periódicas, en definitiva prevenir. Y, como yo soy muy previsora, pedí hora para que un especialista me estudiara el lunar. Tan sexy él que quedaba en medio de la espalda.

 

Como todo en el sistema de salud, la cita llegó con seis o siete meses de retraso. La doctora que me vio, para no pillarse los dedos, dijo que no había problema pero que era mejor quitarlo. Una vez más, el sistema de salud, volvió a tardar otros seis o siete meses en citarme para quitar el lunar.

 

El pasado mes de junio, un médico muy dicharachero se dedicó a hacerme un costurón indecente donde antes estaba mi pequeño lunar. Y al pobre se lo llevaron para decirme si era lo suficientemente bueno para mi o se había vuelto malo malote (como dice mi profe de salsa).

 

El médico dicharachero del costurón volvió a citarme (esta vez sí) con una cierta agilidad para decirme que la anatomía patológica estaba bien (lo que luego ha resultado ser una verdad a medias) pero que era conveniente que me volviera a ver el dermatólogo, que era quien en primera instancia había decidido privarme de mi lunar.

 

Vuelta al sistema, vuelta a la citación... y otros seis meses de espera.

 

Esta mañana, cuando esperaba terminar con una historia que ha venido durando casi dos años, la señora dermatóloga ha vuelto a revisar la anatomía patológica y me ha dicho que lo mío era un nxavamuhgaa dakkmpijdiuak. ¿Suena a chino, verdad? Pues así me ha sonado a mí hasta que he hablado con ese amigo médico que todos tenemos y que cuando le he preguntado qué era el palabro directamente ha querido saber quién lo tenía. ¡Qué listos son los amigos médicos!

 

En definitiva, me han quitado un lunar en el que se estaban desarrollando células precancesoras. Ya sé que LO HAN QUITADO. Sé que NO ESTÁ. Pero la mera idea de pensar que en mi espalda he tenido células precancerosas me quita el sueño.

 

Y esto me lleva hasta donde yo realmente quería llegar.

 

Nuestro cuerpo y nuestra mente son tremendamente sabios. Siempre nos avisan cuando hay algo que no funciona bien. Pero nosotros, la mayoría de las veces enredados en una vida de locos, hacemos oídos sordos y posponemos decisiones y cuidados que no se deben dilatar.

 

Nuestro cuerpo y nuestra mente acusan también toda esa falta de cuidados, todos los problemas (reales o imaginarios) a los que nos enfrentamos. Dejamos siempre para un mejor momento las revisiones, los análisis, el ejercicio, la buena alimentación... Porque hay otras cosas más urgentes, que no importantes, que copan nuestra atención.

 

Como ya he contado en alguna ocasión, los últimos años han sido bastante complicados. Mi atención se ha centrado en resolver necesidades y problemas urgentes olvidando los realmente importantes. Es ahora, cuando la calma ha vuelto a mi vida, el momento en el que empiezo a escuchar mi cuerpo y mi mente. Ambos andan un poco resentidos del mal trato que les he dado estos años.

 

Los médicos hablan siempre de la estrecha relación que hay entre cuerpo y mente y de cómo nuestra actitud ante la vida y las situaciones que tenemos que afrontar condicionan asimismo la relación entre ambos.

 

Entre muchos de los temores a los que vengo enfrentándome se encuentra el miedo a que mi mente pase factura a mi cuerpo por los excesos cometidos. Cualquier que lea esto podría pensar que me he dedicado a la bebida o algo así. En mi caso la droga que causa los problemas tiene un nombre propio aunque, afortunadamente, cada vez la tomo en menores dosis. Gracias a ello he podido vencer los ataques de asma, he conseguido encontrar ropa normal en tiendas normales, he dejado de tener aquellos terribles dolores de cabeza... En fin, que estoy como una rosa... Bueno, una rosa a la que le han quitado un pétalo que se había marchitado.

 

Ahora sólo queda la duda de si algún día otro pétalo podría volver a desprenderse del tallo. Y en el caso de que así fuera, si ese desgarro sería beneficioso para el resto de la rosa o arrastraría consigo la flor.

No a la pornografía infantil

No a la pornografía infantil

Me uno a la campaña iniciada por mi querido profesor.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

22/10/2008

22/10/2008

El folio en blanco

El folio en blanco

 

No hay nada peor que un folio en blanco. Es el vértigo. La desazón. La duda eterna.

 

La mayoría de las veces, cuando me siento a escribir, tengo una idea aproximada de lo que quiero contar. Sin embargo, hay otras ocasiones, como es el caso, en las que me enfrento a la hoja de papel absolutamente virgen y sin idea alguna sobre la que divagar. Y me entra temor. Más bien terror. Miedo a no poder volver a escribir. Angustia ante el riesgo de que nunca más sea capaz de transmitir mis inquietudes de una manera coherente. Inquietud ante la idea de no poder esbozar sentimientos y pensamientos en un relato atractivo que emocione, que interese o que conmueva.

 

¿Es el fin de las ideas? ¿Volveré en algún momento a sentirme atraída por una persona o acontecimiento hasta el punto de que me inspiren un nuevo relato? ¿Soy lo suficientemente capaz como para continuar con algo que lo demás pueden ver sólo como un divertimento y no como una necesidad ineludible, que es lo que realmente significa para mi la escritura?

 

Y aún hay cosas peores. Y es sentir que desde el interior de tu ser surgen sentimientos y emociones que tendrías que plasmar en la escritura y ni puedes ni debes hacerlo. Escribir, que es para mi la vida, alimento del espíritu, calmante y estimulante, se ha convertido en una necesidad. En un deseo irrefrenable e irresistible. En algo a lo que ni quiero ni debo renunciar.

 

Sin embargo, y aunque aseguré que no tenía ninguna intención de autocensurarme, finalmente he caído en mis propias redes. Porque sí que me he impuesto límites, fronteras y ataduras que no sé cuánto tiempo podré mantener. Pero que, sin embargo, atenazan muchas de las cosas que todavía quedan por contar.

 

Podría dedicarme a recomendaros libros, a comentar las últimas noticias de la actualidad regional o nacional, a disertar sobre folclore (que también es una de mis aficiones), a relatar aventuras y desventuras de mi comunidad de vecinos.... En fin, tantas y tantas cosas... Sin embargo, como ya comentaba hace unos días, esta bitácora ha ido adoptando un cariz más intimista, más personal. Con todos los peligros que eso conlleva.

 

Trato de mantener siempre un equilibrio entre todo lo que me gustaría contar y aquello que me permito decir. Porque en el fondo, aunque Lamia me protege, detrás de este ser del bosque hay una persona real, con jefes reales, con una vida real, con un amor real. Y, como alguien me advirtió hace unos días, al final, aunque los pajarillos se comieron las migas de Hansel y Gretel, siempre queda una huella imborrable que va marcando la senda que recorremos. Y quizás alguna persona, en algún momento, llegue a descubrir la esencia de Lamia. Y me preocupa pensar que también se desvele todo lo demás por las implicaciones que ello pudiera tener para otras personas ajenas a este blog y que, sin desearlo, algunas veces se han convertido en protagonistas involuntarios de mis escritos.

 

Por todo ello, y metida de lleno en esta automutilación que me he impuesto, vuelvo cada día a la hoja en blanco sin saber muy bien qué escribir y cómo hacerlo. Y sigo dando las gracias cada día, porque a pesar de ello, seguís estando conmigo, leyendo mis entradas, comentando mis escritos. Y, por eso, cada noche me siento de nuevo ante la pantalla del ordenador tratando de encontrar las palabras que me permitan hablar sin decir, contar callando. Mientras busco un camino, que he vuelto a perder hace sólo tres semanas, y  en el que deambulo sin orden ni concierto, entre brumas otoñales y mares tempestuosos.

 

Belinda

Fuera llueve. Belinda puede verlo a través de las dos ventanas que tiene la sala. La lluvia cae mansa, sin cesar y rodea el recinto protegiéndolo del exterior como si se tratara de un velo. Sin ruido. La tierra amortigua los sonidos en una noche oscura.

 

Belinda contempla el agua que cae y absorta en su contemplación deja volar su imaginación. Sus ojos, sin embargo, libres de conciencia, se han posado en un bailarín. Alto, fibroso. Sus movimientos, aunque libres, siguen el ritmo de la música y conducen a su pareja. Belinda imagina cómo sería deslizarse entre sus brazos, adecuando sus caderas.

 

La música calla y él se acerca. Extiende su mano y, sin esperar respuesta, seguro de si mismo, coge a Belinda y tira de ella conduciéndola al centro de la pista. El son regresa una vez más. Lento, sensual. Un, dos, tres. Cinco, seis, siete. Y se mueven. El brazo del bailarín en la espalda de Belinda, tan alto como para acercarla a su torso y controlar el movimiento de ambos cuerpos mientras evolucionan por la sala. La otra mano en el aire, compensando el contoneo de las caderas.

 

Belinda le mira a los ojos y los encuentra. Siempre sonrientes. Animándole a seguir. Y ella, por una vez, se deja llevar. E inicia un baile en el que es la pluma que vuela impulsada por el viento. La hoja que se mece en el aire para lentamente posarse en la tierra. El aire que sopla desde las cumbres impulsando los primeros copos de nieve. La mano de la madre que acaricia al recién nacido. El párpado que lava una lágrima.

 

Belinda contempla un rostro preñado de música y le sigue. Se hace canción y funde su cuerpo con el otro. Y ambos se deslizan por la pista: sinuosos, sensuales. Y vuela. Belinda vuela sobre si misma girando como lo hacen los remolinos que el aire de otoño crea en la hojarasca. Y siente que forma parte de la música y la música es parte de ella. Fusión imposible de notas y cuerpos. Y él gira, la atrae, la aleja, la acaricia con sus ojos mientras el baile se convierte en un flirteo inocente de amantes inexpertos. Y Belinda se hace música.

 

Y cuando todo termina, la música cesa y Belinda vuelve a la tierra,  la encuentra mojada, preñada de olores otoñales. Y la lluvia, envoltura cristalina y húmeda, sigue velando la vida. Porque nada existe más allá del momento. Del baile. De la música.

Fin de semana

Fin de semana

No estoy

Hoy no me busquéis. Estoy bailando....

Un Mundo sin Fin

Voy a retomar la costumbre de recomendaros las lecturas que voy haciendo. No es que en este tiempo haya dejado de leer. Lo que ocurre es que, en primer lugar, el libro elegido esta vez es un auténtico tocho, y, en segundo término, he tenido menos tiempo o lo he dedicado a otras cosas.

Acabo de terminar "Un Mundo sin Fin", de Ken Follet. Es un libo que le regalé a mi hermano las pasadas navidades porque ambos habíamos leído "Los Pilares de la Tierra" y nos parecía una de las mejores novelas sobre las que habíamos pasado.

Sin embargo, tras una lectura lenta y reposada a "Un Mundo sin Fin" mi hermano y yo no coincidimos. Él asegura que esta segunda novela le ha desilusionado un poco porque, contrariamente a lo que ocurre en "Los Pilares de la Tierra", ésta se centra más en la historia personal de los protagonistas, para dejar en un segundo plano los aspectos de carácter arquitectónico.

A mí, sin embargo, es una novela que me ha encantado. Habla de grandes historias de superación personal, de cómo los protagonistas y personajes secundarios van salvando obstáculos hasta alcanzar sus objetivos y, sin ánimo de desvelar el final, por si alguien no lo ha leído y pretende hacerlo, de cómo el amor acaba siendo más fuerte que nada y los buenos ganan a los malos.

¡Qué bonito! Lo siento, pero es que soy una romántica empedernida. Y hay luna llena.

El valor de la sonrisa

Cuando releo las entradas que ido subiendo al blog en los últimos tiempo me doy cuenta de que he podido dar la imagen de ser una persona triste. Y, sinceramente, no es así.  Porque, aunque es verdad que el otoño, la luna, las mareas... me afectan, que no corren buenos tiempo, que hay preocupaciones que me quitan el sueño, sin embargo, soy de natural alegre. Quienes me conocen bien saben que siempre tengo una sonrisa a flor de labios para mis amigos., que la carcajada surge sin dificultad y que siempre, siempre, estoy dispuesta a abrazar, achuchar y acariciar a quienes quiero. Algo que, por otra parte, me genera algunos problemas porque los abrazos y caricias espontáneas no parecen estar de moda y a menudo se malinterpretan.

 

Esta reflexión viene al hilo de un post que ha escrito Nerim en su blog, en el que alude al hecho de que, tras una observación práctica en la calle, ha llegado a la conclusión de que la gente no sonríe. Todo el mundo camina con semblante serio envuelto en sus pensamientos.

 

A mi se me podría clasificar en el grupo de las despistadas, que deambulan por la calle ensimismada en sus pensamientos. Unas reflexiones que a menudo me hacen rememorar una caricia de mi hijo, el comentario de un amigo, el abrazo telefónico de mi madre con esa fórmula tan infantil que ella sólo conoce y sabe que me gusta, un halago matutino sobre mi aspecto o mi sonrisa... y todo ello me hace sonreír. Y cuando lo hago me siento bella. Porque sé que la sonrisa desentumece nuestros músculos permitiéndonos ofrecer a los demás nuestra cara más amable.

 

Me gusta sonreír. Lo hago a menudo. Y espero seguir haciéndolo.

Ausencia

Me duelo de tu ausencia y me pesa tu silencio. Te añoro. Tanto, tanto.... Y me pregunto dónde estás. Porque quizás un bosque te acoge mientras piensas junto a mis hayas.Y eso duele también.

Envidio el musgo que te roza, las hojas que apagan tus pasos, el viento que revuelve tu pelo, las ramas que azotan tus ropas, el sol que acaricia tus rasgos. Te añoro.

Tanto, tanto... Que me rebelo. Y me duelo de tu ausencia. Y me rebelo, siempre, cada día. Y parece que fue hace años cuando nos vimos, lustros cuando hablamos y un tiempo imposible cuando nos rozamos.

Y la lucha continua: vísceras y cerebro. No hay previsto un desenlace para esta batalla porque navego entre ambos bandos. Como un borracho en una noche oscura, voy de un lado a otro sin rumbo ni destino. Siguiendo sólo la estela de tus pasos, la sombra de tu voz.

¿Me buscas en el bosque? ¿Me recuerdas? ¿Luchas también mientras disfrutas la gloria de la conquista? Porque la victoria fue total. Y la rendición también.

Y Lamia sigue esperando, como siempre, en la piedra junto al arroyo, donde la viste por última vez.  

Un sueño

Un sueño

¿Se puede dedicar un post? Si es así, con la promesa de que algún día confío en escribirle uno mejor, éste se lo dedico al hombre que lleva el corazón en las alas.

 

 

Hoy he soñado.

Es una novedad porque, después de varias semanas de insomnio pertinaz, hoy he soñado. Aunque habitualmente alterno periodos de sueño fácil con temporadas en las que tengo mucha dificultad para dormir, la última quincena ha sido un tiempo de vigilia. Unos días en los que el pensamiento me llevaba hacia conversaciones y acontecimientos que me causaban tal desasosiego que el sueño rehuía mis párpados. A medida que mi cabeza ponía un poco de orden en los sentimientos, el sueño ha ido llegando reservando sin embargo el último y el primer momento de consciencia para el objeto de mis preocupaciones. Sigue aún tan presente que cada mañana, mientras el agua se desliza sobre mi piel, hago un esfuerzo de voluntad. Sólo aspiro a que llegue la noche, un día más. Uno tras otro. Puede que así consiga extirpar esta congoja que me atenaza el corazón y me revuelve el estómago. Y, sin embargo, transito la jornada subida en una montaña rusa: arriba cuando lo siento a mi lado, abajo cuando se aleja. Y procuro que la cumbre sea cada día menos alta y el agujero menos profundo. Pero no evito la feria. Porque, a pesar de todo, me siento viva. Viva después de mucho tiempo.

Y vuelvo al principio. Porque hoy he soñado. No lo hago habitualmente. Y tampoco suelo tener pesadillas (aunque alguien me ha confesado que se las provoco, ¡lo siento!). O si ocurre, no guardo recuerdos de esa evasión onírica que, según los psiquiatras, nos permite afrontar la vida sin enloquecer. Y es que no tengo conciencia de repasar inconscientemente más allá de lo que llena el noventa por ciento de mi tiempo: es decir, mi trabajo. Sin embargo, hoy no he soñado con ello. Aunque algún entendido en interpretación de sueños, que lo habrá, seguro que saca pelos y señales a cuanto pueda contar.

Hoy he soñado que estaba en Pamplona. Dicen que siempre volvemos a los escenarios de nuestra niñez. Paseaba por sus calles con un grupo de gente desconocida, la mayoría mayores que yo, y se supone que estábamos visitando sitios turísticos de la ciudad. En un momento determinado, el guía nos hablaba de unos pasadizos que el ayuntamiento había descubierto y rehabilitado recientemente (supongo que he recuperado de mi memoria algo que me contó mi madre hace poco y es la recuperación por parte del Ayuntamiento de Pamplona de una serie de callejones que habían permanecido años en una situación de desahucio y abandono). En realidad no se trataba de un callejón sino que más bien parecían una especie de túneles similares a esos por los que habitualmente se deslizan los espeleólogos. Yo iba pertrechada con mis inseparables botas de monte azules y me tiraba por el pasadizo decidida, sin temor y, sin embargo, con la convicción de que había un obstáculo que no iba a ser capaz de salvar. Y, efectivamente, los turistas que iban delante de mi pasaban sin problemas por un estrechamiento del túnel mientras que yo no sólo no lo conseguía sino que me quedaba completamente atascada. Y no se trataba de una cuestión de volumen porque los que iban delante de mi eran bastante más voluminosos.

Y ahí me he quedado porque la alarma del despertador ha venido en mi rescate.

Y, recordando el sueño, me he percatado de que no es la primera vez que lo tengo. Porque, aunque he comentado que habitualmente no recuerdo mis sueños, si que es verdad que tengo otro sueño recurrente que siempre aparece en periodos de dificultad en el que me encuentro ante una pared de ladrillos que derribo quitando los cantos uno a uno. Aunque nunca consigo retirarlos todos antes de despertar.

Decía antes que alguien que sepa algo de interpretación de sueños sacaría pelos y señales a esta historia pero, en realidad, no hace falta. Estoy atascada. En varios frentes de mi vida. Y está claro que tengo que empezar a tomar decisiones. El problema es que siento que las cosas no sólo dependen de mi sino que hay terceras personas implicadas y eso complica la solución a los problemas.

En cualquier caso, soñar sienta bien porque en mi caso significa que he conseguido dormir. Aunque mi cabeza vuelva una y otra vez al punto en el que mi corazón sigue anclado.

La foto, que es como un baile de dos sueños que se encuentran, es de M. A. Latorre, de su serie "La otra Expo".

Luna

Luna

 

Hay luna llena y me recuerda a ti. Llena la noche.

Suspendida, en su capa de gala, espera el alba.

Y se esconde.

En las nubes que, dulces, protegen su rostro.

Esperando la luz que hará que se funda buscando la estela que trae el rocío.

Mientras la contemplo,

apartando los ojos de una claridad tan diáfana,

recuerdo tu voz.

Y espero que suene, una vez más. Sólo para mí.

Como hace la luna. Que me regala el alba.

Cuestión de sensibilidad

Cuestión de sensibilidad

Este post tiene mucho que ver con otro que titulé hace unos días "De la lealtad y otras cosas importantes". Y tiene que ver también con la música. En este caso con una canción que todo el mundo conoce y canta en las noches de juerga que dice algo así como: "Una piedra en el camino, me enseñó que mi destino era rodar y rodar". Y, ¿por qué la canción? Porque me ha parecido mejor empezar con música que con una máxima como la que sigue: "El hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra".

 

Hace unos días, en el post al que antes aludía, hablaba de la lealtad y de la falta de correspondencia. Estos días pasados me he referido a las acciones que producen reacciones y a la necesidad de aceptarlo. Y ahora vuelvo con el tema de las piedras porque, aunque parezca mentira, una no aprende de sus propios errores. Y, en mi caso, en lugar de rodar y rodar o rodear la piedra, que es lo que hace el común de los mortales, me dedico a golpear la piedra una y otra vez tratado de convertirla en pequeños cascotes que se dispersen en el camino y hagan la vereda más fácil. Sin embargo, cuando uno rompe la piedra y camina sobre sus trozos, estos se clavan en los pies con cada nuevo paso que das.

 

Hace unos cuantos años, la lealtad, la honestidad y la sinceridad (que, por otra parte, son cualidades imprescindibles en mi trabajo) me costaron el puesto de trabajo. Y parece que voy camino de que ocurra lo mismo. Está claro que hay algunos estamentos en los que las palabras no significan lo mismo que en otros. Porque cuando mis amigos me dicen: sé sincera, lo que se supone que esperan de mi es que yo les dé mi opinión, independientemente de si es de su agrado o no. En mi ámbito laboral, el decir sé sincero quiere decir: miénteme como un bellaco porque no aceptaré otra cosa y, además, siempre recordará que me dijiste la verdad pura y dura y te cobraré el peaje que eso supone.

 

El hecho de ir cumpliendo años tiene muchos inconvenientes y algunas ventajas. Entre ellas se cuenta sobre todo el hecho de que uno ya no está dispuesto a someterse a determinados condicionantes. Hay momentos en la vida en los que no se puede doblar la cerviz cada vez que el jefe pasa por su lado. Y no sólo eso sino que no le duelen prendas en responder y opinar sobre los pronunciamientos del que ejerce el poder.

 

Y en ese momento me encuentro. Aunque dicen que con la dignidad no se come y que es preciso guardarse el orgullo, hace tiempo que estoy cansada de que quienes ejercen su poder sobre mi trabajo sólo destaquen mis errores (que los hay y abundantes porque cada día tomo muchas decisiones) y se olviden de los aciertos (que también son prolijos y públicos).

 

Uno de mis superiores, cuando el otro día le decía que me sentía tratada de forma injusta a pesar de mi dedicación y esfuerzo, me respondió asegurando que eso era una cuestión de sensibilidad. Pues si, es verdad. Es una cuestión de sensibilidad recordar que un tiene un hijo enfermo y a pesar de que ha pasado un día de perros tratando de solucionar el problema, ha cogido el tren a la hora que debía para realizar un viaje de trabajo. Es cuestión de sensibilidad recordar que tus trabajadores siguen en la oficina mientras tu te has cogido fiesta para que cuando vuelvas el lunes tengas preparados los documentos que necesitas. Es cuestión de sensibilidad preguntar a alguien cómo se siente cuando te percatas de que tiene los ojos llenos de tristeza o un catarro que le impide incluso hablar. Es cuestión de sensibilidad reconvenir a tus empleados en el despacho y no delante de otras tres o cuatro personas que rápidamente propagarán la historia por toda la oficina. En definitiva, es cuestión de sensibilidad recordar que la persona que está a tu lado tiene una vida diferente a la tuya y que merece un respeto.

 

Por eso, porque es cuestión de sensibilidad, yo recuerdo cada año su cumpleaños. Porque es cuestión de sensibilidad, cada lunes pregunto qué tal ha ido el fin de semana, aún a sabiendas de que la mayoría de las veces sólo recibiré un gruñido como respuesta. Porque es cuestión de sensibilidad, me preocupo cuándo su familia ha tenido un percance y me intereso por ella. Porque es cuestión de sensibilidad, cuando fallece un familiar me acerco a ofrecer el consuelo que me queda. Porque es cuestión de sensibilidad sonrío cada vez que entro en el despacho tratando de aportar un poco de luz a una vida tan seria. Porque es cuestión de sensibilidad me he mordido la lengua durante mucho tiempo, respetando su autoridad y tragándome el orgullo.

 

Pero como es una cuestión de sensibilidad, yo también tengo mi ego. Y está cansado de que lo pisoteen. Porque, entre unos y otros, algunos con buenas intenciones y otros con no tantas, me conducen por caminos que no son los que yo elijo. Porque es cuestión de sensibilidad, estoy decidida a vivir de una vez la vida que yo quiero. Sin condicionantes, sin cortapisas morales o religiosas, sin automutilaciones.

 

Y después, como cada reacción a una acción, tendré que asumir las consecuencias. Pero eso ya es otra historia.